Por circunstancias que no vienen al caso, he ido distanciándome de la práctica intensiva de la traducción, que durante mucho tiempo fue mi principal actividad, a favor de la escritura. Sin embargo, tengo razones muy poderosas para suponer que nunca dejaré de traducir, como mínimo, dos libros al año mientras no me ataque alguna dolencia cerebral que me lo impida y que será, por otra parte, la misma que me impida escribir, lo cual ratifica una vez más el parentesco entre ambas actividades. Avanzaré aquí algunas:
a) porque considero que la traducción es una prolongación de la actividad creadora: una forma diferente de creación, más difícil, si cabe, y también más generosa.
b) porque al obligarnos a ceñirnos a una estructura ajena, pensada y elaborada por otro, la traducción se convierte en un ejercicio de escritura sin parangón: asombra que no se utilice en los talleres de creación literaria.
Para terminar, porque aunque nos quejemos de la escasa retribución de la traducción, al menos está retribuida, cosa que no siempre ocurre con los hijos directos del espíritu que a veces se quedan inéditos, muertos de risa (o de pena) en una triste carpeta de nuestro archivador o, lo que es peor, en los archivos del editor, la antesala del crematorio.
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En todas las sociedades hay una sacralización del artista que tiende a colocarlo por encima de los demás mortales. Kafka, en su relato Josefina la cantora, toca muy en lo vivo esa especie de bula que tienen los artistas en el concierto social; pero hay una modalidad que, en el caso de los escritores, sólo funciona cuando se es extranjero y por lo tanto traducido. Me refiero al hecho, generalmente asumido por todos los lectores de traducciones, de que el autor nunca se equivoca y que, de haber un error en su texto, el responsable tiene que ser el traductor. Para empezar están los errores gramaticales y de estilo. Es evidente que no todos los escritores son estupendos redactores ni magníficos prosistas. Muchos —la mayoría— han sido traducidos no tanto por sus méritos literarios sino por razones de tipo coyuntural (moda, presiones políticas, compromisos editoriales, etc.); pero el traductor, si es buen redactor en su idioma, corregirá con entera naturalidad dichos errores. No ocurre lo mismo cuando el autor, en su narración, comete errores de tipo aritmético, o hace una cita equivocada, o desfases cronológicos o cualquier otro tipo de despiste, contrastable en las enciclopedias por el lector bien documentado. En tal caso, el traductor atento y avisado deberá corregirlo si no quiere pasar por asno, convirtiendo al escritor ignorante en un sabio a sus expensas y sin nota del traductor que lo justifique.
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