Esta novela empieza a ser ya importante. Como en “El Audaz”, Galdós nos describe el Madrid de principios de su siglo. Empieza (como hizo después en “Fortunata y Jacinta”) con un recorrido por el comercio madrileño, tan parco en esta novela como próspero en F. y J., más por reflejo de la época que por insuficiencia expresiva. Los personajes están empezando a cobrar fuerza. Una vez más un abate tramposo y ruin (la figura del pícaro, del criado del teatro del Siglo de Oro), encarnado en Gil de Carrascosa.
El señorito mujeriego (Bozmediana), el joven honesto a carta cabal (Lázaro), la eterna y virginal heroína tan cara a Galdós (Clara), el retorcido y maligno espíritu de la reacción (Coletilla-Elías) y la trinidad formada por las tres Porreño, con las que Galdós se esmera especialmente. Ya empiezan las sabrosímas caracterizaciones de los personajes femeninos. Salomé Porreño se niega a decir clubs, y explica Galdós: "Advertimos para que el lector no extrañe la singularidad de este plural, que la dama para explicarla, aseguraba que no decía "clubs", por lo mismo que no decía "candils" ni "fusils", en lo cual no andaba del todo descaminada.”
Galdós vuelve a recurrir a los sueños, delirios, figuraciones y locuras como una manera de hacer hinciapié en el trastorno mental a que se ven transitoriamente sujetos sus personajes. Lázaro, por ejemplo sueña dos veces. Una en la cárcel de Villa en la que el estado angustioso de desasosiego y peligro en el que está influye poderosamente en las imágenes siniestras que se le presentan en sueños: se ve en los calabozos de la Inquisición, sin ahorrar ningún tópico, incluso se ve sometido a la tortura del fuego y siente como se va quemando, parte por parte, todo su cuerpo, hasta que despierta empapado en sudor (el sueño ocupa más de dos páginas). El segundo sueño también sucede en una especie de cárcel: el joven ya está viviendo en la terrible casa de su tío, agobiante por mil conceptos, y sueña con su horrendo tío y las aún más horrendas señoras Porreño que adoptan figuras grotescas y disparatadas. El sueño aquí ocupa sólo un párrafo pero da idea del trastorno que está experimentando el joven al vivir en esas condiciones.
En cuanto a Clara, más que de un sueño, se trata de un trastorno de los sentidos debido a su angustiosa situación: perdida, sola, en las calles de Madrid, acechada por todo tipo de individuos lascivos (entre los cuales un cura ocupa un lugar escogido), llega a sufrir la siguiente alucinación, mientras oye el repiqueteo de la lluvia: que las calles de Madrid, con sus casas a un lado y otro, altas y lógrebas, son barrancos tenebrosos por encima de los cuales vuelan tres brujas (las tres Porreños) que la persiguen incansablemente. Luego, ya a buen recaudo, en casa de la Pascuala, su antigua criada y compañera de la calle de Válgame Dios, que se ha casado con su compadre Pascual, tabernero en la calle del Humilladero, Clara sigue delirando y se siente amenazada por las arpías. Galdós empieza ya a inmortalizar Madrid y a pasearnos por sus calles: Válgame Dios, primer domicilio de Coletilla; Belén, residencia de las Porreños; El Humilladero, donde está la taberna de la Pascuala; La Carrera de San Jerónimo, detallada hasta en sus más mínimas covachuelas: la barbería, los figones, los cafés, clubs políticos del momento, como este de "La Fontana de Oro" que da título a la novela y que es uno de los más importantes reductos de la más negra reacción: los carcuncios se reúnen ahí para fomentar la exaltación de los liberales y justificar así las posteriores medidas represoras. Lázaro descubre la conspiración, y aunque no la hace imposible, al menos la retrasa y todo acaba felizmente.
“Nazarín”, “Halma” y “Misericordia”, son las novelas consideradas “místicas” o religiosas de Galdós, pero no son las únicas. “Doña Perfecta” -la más anticlerical junto a “La familia de León Roch” y “Gloria”-, y en cierto modo “Marianela”, “La Incógnita” y “Realidad” tampoco son ajenas al problema religioso, siempre en ese tono de crítica reformista que caracteriza a Galdós. En todas ellas el tema es la religión, pero en su sentido menos teológico y más social: la caridad, la misericordia, la renuncia y el sacrificio, cuya más excelsa personificación es la Benina de “Misericordia”
A Galdós parecen preocuparle más los aspectos sociales de la religión que los problemas metafísicos y espirituales, como la propia existencia de Dios o la inmortalidad del alma. La religión que a Galdós le gustaría que se practicara está más cerca del protestantismo que del catolicismo y se corresponde más con la sociedad civil que con el estamento eclesiástico. De ahí su evidente admiración por los misioneros y los filántropos, sobre todo los que como Benina o Nazarín dan todo a los demás sin pedir nada a cambio.
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