Mörike nació en Ludwisburg, en 1804 y es considerado como el mejor poeta menor alemán. En una época en que la poesía expresaba ideas abstractas, Mörike sigue a Goethe, su maestro, y se mantiene personal y clásico. Pero de él no me interesa ni su obra poética, propiamente dicha ni, por supuesto, la tediosa novela “el pintor Nolten”. Me interesa un único y brevísimo relato dedicado a Mozart sobre quien siempre quiso escribir algo, empujado por su admiración hacia él y su propio interés por la música.
Este empeño fraguó en una obra maestra titulada “El viaje de Mozart a Praga” -traducida al español por Miguel Saénz con el título de “Mozart camino de Praga” y publicada en Alianza Editorial-, un relato situado más allá de la biografía novelada y de la mera historiografía. Es la recreación pictórica y musical, esto es, sensual, de un episodio fugaz de la vida del músico, en el que Mörike recrea, a todo ritmo y color, un cuadrito de época lleno de todos los encantos posibles.
¿Por qué ese interés por Mozart? Si se piensa, hay muchos puntos de contacto entre los dos artistas: Mörike fue un incomprendido en su época y, en cierto modo, también Mozart, a pesar de que tuviera muchos seguidores, especialmente en el extranjero. Cierto que en su pasado de niño prodigio conoció el triunfo -esa forma pasajera del éxito- pero vivió el resto de su corta vida acuciado por el trabajo, las deudas y los problemas domésticos. Al igual que Mörike, Mozart es un hombre falsamente despreocupado y bonachón y, bajo su apariencia tranquila, ambos esconden una profunda tendencia a la melancolía, que en el caso de Mozart va acompañada de presagios de muerte.
En el relato se cuenta cómo Mozart, acompañado de su esposa Constanza –tan poco capacitada como él para la vida práctica- se dirige a Praga para asistir al estreno de “Don Juan”. Praga le es particularmente grata al músico pues allí es muy popular y ambos recuerdan el éxito de “Las bodas de Fígaro”. La pareja se regocija de antemano, en particular Constanza, por el previsible éxito de “Don Juan”, lo que la lleva a hacer mil y un proyectos del tipo cuento de la lechera, a los que era muy aficionada.
Mozart, por su parte, se siente raptado por la belleza de la naturaleza en movimiento que le sirve de fuente de inspiración. El azar les hace pasar la noche en el castillo de unos nobles del lugar, a medio camino de Praga. La velada en el castillo forma el núcleo central del relato y la piedra preciosa que remata esta joya. Los castellanos y sus numerosos invitados son, sin excepción, rendidos admiradores del maestro que se ve rodeado de un respeto y un cariño al que ya no estaba acostumbrado. La velada transcurre en el mejor espíritu del siglo de oro europeo, entreverada de cuentos dentro de otros cuentos, anécdotas, y reminiscencias. Incluso asistimos al proceso creador del genio que aún tiene que rematar su obra, cosa que, a pesar de las prisas, consigue con éxito.
Rodeado de risas, alegría sincera y felicidad casi total, una sombra se cierne sobre Mozart: el anuncio de su propia muerte, sombra que sólo percibe la persona más sensible de los asistentes al acto. Con esta alusión a la muerte prematura de Mozart -que se produjo cuatro años después del estreno del “Don Juan”, cuando sólo tenía treinta y cinco años- termina este admirable homenaje de un muy digno poeta a un músico apabullante.
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