Los padres de Perec (París, 1936-1982) eran judíos polacos emigrados que llegaron a Europa procedentes de Estados Unidos. Su padre murió en el frente y su madre en Auschwitz. Le recogieron unos tíos y se produjo el milagro de la integración: liceo, servicio militar, frustrados estudios universitarios, trabajos esporádicos, matrimonio temprano y primeros escarceos literarios antes de entregarse definitivamente a su vocación literaria. En 1965 consigue el premio Renaudot con “Las cosas”. Ya apunta el carácter provocador e innovador de su prosa: partir de lo sencillo, de lo usual, incluso de lo inanimado para, como Francis Ponge en la poesía, sacarlo de quicio, agotarlo, llevarlo hasta sus últimas consecuencias en un vertiginoso festín de palabras. Como si en las cosas -y no en las personas- residiera el verdadero secreto de su uso, como si, en un orden jerárquico de índole moral, “las cosas nos precedieran”.
Este afán taxonómico se convierte en verdadera obsesión en su obra creativa que abarca, además de novelas, el cine, el teatro, los crucigramas y otros juegos. Se puede percibir en sus obras “menores” y por supuesto en su obra maestra, “La vida, instrucciones de uso”, que se escribió con las bendiciones del grupo literario “OuLiPo” (taller de literatura potencial), fundado en 1960 por Raymond Queneau y el matemático François Lionnais, al que Perec se unió en 1966 y al que también perteneció Italo Calvino, por ejemplo. Este movimiento se basa en la idea de que la obra literaria, aunque fruto de una inspiración, se atiene en mayor o menor medida –y a veces con independencia de la voluntad de su autor- a una serie de reglas y de procedimientos que, al igual que las muñecas rusas o las infinitas capas de una cebolla, encajan perfectamente entre sí.
El OuLiPO se nos aparece como lo contrario del surrealismo: mediante el análisis y la síntesis, las matemáticas y la lógica, mediante el juego combinatorio de letras y símbolos, se pretende expurgar al texto de todo rastro de arbitrariedad. Acrósticos, lipogramas, palíndromos, cualquier artificio es válido para conseguir la exploración y la explotación de las palabras demostrándose, una vez más, que no hay juegos de palabras inocentes o, como decía del propio Queneau, que la literatura sólo puede ser voluntaria. Como oulipiano, Perec hizo gala de una brillantez sin igual que le llevó a hacerse crucigramista del semanario “Le Point” y a escribir novelas lipogramáticas como “La disparition”, donde no se utiliza jamás la vocal “e”, (traducida al español por Regina Vega y Hermes Salceda sin la “a”, con el título de "El secuestro" y que se ha publicado recientemente en Anagrama) o “Les revenentes” donde sólo se utiliza la “e”. Aunque estas supresiones distorsionan el lenguaje, en cierto sentido lo enriquecen al descubrir su verdadera lógica. Nada que ver con la literatura del absurdo.
“Vivimos, es cierto –escribe Perec-; respiramos, es verdad; caminamos, abrimos puertas, bajamos escaleras, nos sentamos a una mesa para comer, nos acostamos en una cama para dormir. ¿Cómo?, ¿dónde?, ¿cuándo? ¿por qué?”. Como Flaubert, Perec se maravilla de lo que es obvio, de aquello que casi es estúpido de puro evidente, de lo que cae por su propio peso, pero en lo que nadie parece reparar, al menos de manera consciente. En esa burla literaria, “Quel petit vélo à guidon chromé au fond de la cour?” (¿Qué bicicleta es ésa con manillar cromado que está al fondo del patio?) publicada al año siguiente de su brillante debut, Perec guiña un ojo a los entendidos sembrando el desconcierto. Esta novelita aparentemente frívola, es una fábula rabelesiana y flaubertiana donde se tratan, en clave de humor y de parranda bullanguera, temas tan serios como la guerra de Argelia y la libertad de conciencia y se da un repaso sonoro y sonado a toda una generación.
Decidido a no hacer nunca el mismo libro, en el siguiente, “El hombre que duerme”, Perec pasa de Rabelais-Flaubert a Melville-Kafka-Becket. El héroe es el mismo antihéroe que volveremos a encontrar en “La vida, instrucciones de uso” y que, tras una revelación con reminiscencias proustianas (aunque la magdalena sean unos calcetines flotando en un barreño de plástico y la tila un nescafé rancio) decide congelar toda actividad vital hasta llegar a decirse: “Ahora vives en el terror del silencio y millones de palabras se han detenido en tu garganta”. A pesar de que se ha querido ver en este texto referencias autobiográficas, Perec no parece tragarse precisamente las palabras sino, por el contrario, hacer con ellas proezas cada vez más asombrosas.
En 1978 recibe el premio Médicis por “La vida, instrucciones de uso”, novela enciclopédica, en todos los sentidos del término. A partir de entonces simultanea la escritura con el rodaje de películas. Hay una en particular que le resulta sumamente importante, “Récits de Ellis Island”. Para documentarse tuvo que ir a Nueva York y enfrentarse a sus orígenes de judío errante. En 1980 publicó un libro con el mismo título donde puede leerse lo siguiente: “Lo que yo, Georges Perec, he venido a interrogar aquí es la errabundez, la dispersión, la diáspora. Para mí, Ellis Island es el lugar del exilio, es decir, el lugar de la ausencia de lugar, el no-lugar, el ninguna parte”. En una palabra, es el sitio de donde procedía, pero donde no estuvo, ese pueblo de donde vino pero al que no perteneció, esa historia cuya cultura era la suya pero que no le fue transmitida, por eso añade: “No tengo el sentimiento de haber olvidado, sino de no haber podido nunca saber”, y se pregunta: “¿Cómo describir?, ¿cómo contar?... ¿cómo leer los rastros?”. Al año siguiente de hacerse estas dolorosas preguntas, Perec –que estaba escribiendo “53 días”, novela de cuya publicación al español me encargué en la editorial Mondadori- murió víctima de un cáncer posiblemente sin haber podido contestarlas a su entera satisfacción por la sencilla razón de que no tienen respuesta.
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