La sombra es la novela del delirio por excelencia. Se la podría clasificar muy bien dentro del género fantástico. ¡Cuántos autores más o menos contemporáneos de Galdós han escrito temas similares!: Nerval, Poe, Maupassant, Henri James... Es en realidad un cuento de fantasmas, de sombras y de delirios. Un hombre enloquecido crea en torno a su vida una ficción tan asombrosa que le explica y justifica como loco. Se trata de la historia de un cuadro en el que aparece Paris raptando a Helena. El seductor sale del cuadro y se introduce en la alcoba del protagonista, casado precisamente con una Elena, esta vez sin hache. Sin embargo la novela no está conseguida. El tono realista –pero no racionalista, como Poe- influye negativamente en esa atmósfera alucinante. De haber estado menos obsesionado por transmitirnos fielmente hasta los más mínimos detalles de la época, Galdós habría conseguido un cuento fantástico digno de figurar en las antologías del género. Se nota la inexperiencia del autor que no acaba de entregarse a la fantástica aventura narrada por su protagonista, aunque algunos pasajes descriptivos (el palacio del padre, el mobiliario y el ajuar de la casa, el jardín, las esculturas, etcétera) son sublimes. El toque realista, lo estropea. ¡Cuánto mejor le hubiera ido siendo sencillamente cartesiano! Sueños, delirios, fantasías sin fin. No tienen sin embargo, al ser monotemáticos, tanto interés como los delirios insertados en sus posteriores – y magistrales- novelas contemporáneas. En El Audaz, su segunda novela, todavía no ha conseguido Galdós incorporar esa interesante faceta de la caracterización de sus personajes con la soltura que tendrá posteriormente. Por eso todavía hay locuras auténticas, y tan estereotipadas y patológicas que no hacen al caso en mi investigación. De todos modos hay que tenerlas en cuenta. El protagonista enloquece y acaba creyéndose Robespierre. Hay un loco que se cree un jacobino y otro personaje, que también acaba loco, que se cree Saint-Just. El propio enloquecimiento de estos dos últimos es muy tópico, como si todavía Galdós no supiera entreverar el delirio y el sueño con la realidad y la vigilia. No obstante, su heroína, la orgullosa y altiva Susanita de Cerezuelo, cuando yace exánime en su prisión, raptada por los revolucionarios, empieza a experimentar lo que tan soberbiamente va a utilizar Galdós con otros personajes para introducir factores psicológicos o inconscientes en sus personajes: el duermevela. “Fue poco a poco cayendo en un lento y perezoso sopor; resultado de la gran vigilia que había experimentado su cuerpo; pero no reposó su espíritu en el seno blando y profundo del sueño; se aletargaba tan sólo, sintiendo todos los trastornos dolorosos del delirio, sin perder la terrible pena de la realidad. Dormitaba con ese sueño más parecido a la locura que a la dulce muerte; estado de continua aberración en que presenciamos el desfilar disparatado de todo lo imposible en el mundo de la idea y de la imagen”. Un poco más adelante vuelve a referirse a ese extraño estado alucinatorio que precede al sueño y que dispone a los sentidos a recibir todo tipo de extraordinarias sensaciones, porque “El hastío, la pena y la oscuridad desarrollan en nuestro sentido óptico la facultad de poblar de rayas, círculos y fajas de luminosas tintas el espacio en que lloramos y nos aburrimos”.
La novela es algo pesada en sus descripciones históricas. No acaba de “romper” ni de “entrar” en el género. El Madrid dieciochesco que aún colea en los albores del XIX aparece bien dibujado en algunos tipos característicos: Pepita la “poetisa bucólica”, el oficioso abate Paniagua (precedente del Estupiñá de Fortunata y Jacinta) es irreprochable. Doña Bernarda tampoco tiene desperdicio y el odioso padre Corchón, inquisidor, confesor, conspirador fernandista y oscurantista necio, precedente del cura Rubín en muchos aspectos (grosería, suciedad, torpeza expresiva, cortedad de miras) presagian la atmósfera sofocante y reaccionaria de Doña Perfecta. Susana prefigura la mujer moderna, altiva e independiente, que acaba prendándose de un ideal. Galdós se muestra ya regeneracionista y moralista: España está perdida por sus malas costumbres: chusma de los toros, señoritos chulos, pueblo desgarrado, la majeza, la navaja y la chapuza. A Galdós no le gustan los toros. Los considera, junto a las tertulias, una de las plagas de la mala educación, la pereza y la chulería españolas. El héroe de El Audaz, critica a los primogénitos de las Grandes Casas que, según él, se pasan la vida en los bailes con las majas, haciendo versos ridículos en las academias y lidiando toros en compañía de gente soez. Será una constante en su obra, por ejemplo en El Amigo Manso, el discípulo de Manso se echaba a perder por culpa de la baja estofa de la gente que frecuenta los toros; en Fortunata y Jacinta, Juanito Santa Cruz -perfectísimo y acabado retrato del señorito español, maleducado por las mujeres, perrazo y guapito de cara- tenía gran atracción por ese "bárbaro y pintoresco espectáculo"(Galdós dixit). Más tarde, ya mayorcito, Juanito Santa Cruz se encanallará con esa chusma de la torería.
En el prólogo a la novela Galdós se hace eco de las palabras que escribió sobre ella el académico Eugenio de Ochoa. Éste, al aludir a la época en que transcurre la novela (el motín de Aranjuez), se refiere a los muchos vicios que la caracterizaban, siendo uno de los más notables el hecho de que los toros representaran uno de los aspectos más importantes que ocupaban no sólo al pueblo o incluso a los aristócratas (que tanto tienen en común en cuanto a gustos extravagantes) sino a los literatos. Así por ejemplo Moratín padre escribe estos versos: “... ¿Cuál rey que ciña la corona/Entre hijos de Belona,/Podrá mandar a sus vasallos fieros/Como el dueño feliz de las Españas/Hacer tales hazañas?” dedicados al toreador Pedro Romero, en una época en que (cito a Galdós que a su vez cita al académico) “¡Aquellas hazañas inmortales, dignas de la ‘cítara áurea de Apolo, envidia de los extranjeros´, eran estoquear un toro con mucho garbo!’ Y mientras tanto, Nelson abrasaba nuestra escuadra en Trafalgar; y éramos juguete de Francia y nos disponíamos a abrir cándidamente nuestras plazas a sus ejércitos para que nos sumieran en una guerra de exterminio....” Galdós sigue entonando una loa a la modernidad y el progreso que es, punto por punto, la que suscriben todos quienes piensan que el pasado tiene como única ventaja sobre el presente que, al haber pasado, se pueden conocer y enmendar sus errores. Lo peor del pasado es no conocerlo.
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