Edmond Jabès, Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato. Traducción de Cristina González de Uriarte y Maryse Privat. Epílogo de José Ángel Valente.
La obra de Edmond Jabès, uno de los autores más herméticos y complejos de la literatura francesa, no es sino el resultado de una reflexión poética de índole metafísica, elaborada a partir de la interpretación conceptual de una serie de palabras, que son como otras tantas obsesiones recurrentes en toda su obra. Se trata de las palabras “exilio”, “extranjero”, “libro” y “desierto”, que son otras tantas metáforas para aludir a ese territorio del vacío que sólo puede llenar la palabra poética. Todos ellos representan, para él, la esencia misma de la creación literaria y de la existencia. Jabès (El Cairo, 1912-París, 1991) es el de ser el poeta de la “judeidad” por excelencia, del “extranjero” por antonomasia. Esa exrranjeridad u otreidad es postura vital y moral, en la que Jabès se siente ircurso no sólo como judío, sino, por extensión, como poeta. De su maestro Max Jacob, más que una tendencia literaria aprendió esa postura vital. Como dice a Marcel Cohen, en el libro de entrevistas del que nos traduce Valente aquí un extracto, Jacob le enseñó ante todo a ser diferente, sensación que Jabès lleva al colmo con su experiencia poética y que le hace preguntarse en el libro que comentamos ahora que “tal vez nunca estamos, únicamente, en el lugar donde estamos”. Jabès, asume la extrañeza de esa diferencia y el consiguiente orgullo, por eso llama al extranjero “el extraño yo” (l’ètrange-je), que las traductoras han extrapolado de manera innecesaria, traduciéndolo por extra-yo.
Otra de las características más señaladas de la literatura jabesiana es la enorme impresión de silencio que causa su lectura. Un silencio que emana de la página en blanco sobre cuyo fondo se escribe el libro, un silencio en el que están incluidas todas las palabras, lo dicho y lo no dicho. En Un extranjero con... de Jabès es el silencio como forma de expresión. Si la literatura es tradición digerida, el eco que repercute en las pared interior de este autor devuelve a sus orígenes toda posible influencia: “Yo no es otro”, dice, y apunta que tal vez “el otro sea yo”.
Este libro, como casi en todos los demás de este autor, encontramos diferentes recursos narrativos: la glosa, el aforismo, el diálogo, el relato. Aquí no son rabinos ni historias de rabinos la que se nos refieren, como en otras ocasiones, sino una conversación entre dos interlocutores, que cumplen la función de testigos, y un personaje que se cruza en su camino, que les fascina y asusta y que encarna al Extranjero.
La edición de Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores es particularmente valiosa. NO sólo por transmitirnos este texto, uno de los más singulares de un autor ya de por sí extremadamente singular, sino porque está enriquecida con dos aportaciones sobre las que vale la pena extenderse. La primera, a modo de introducción, consiste en una selección de textos del propio Jabès, realizada y traducida por José Ángel Valente, Están extraídos del libro al que me referí antes, titulado Del desierto al libro. Entrevista con Marcel Cohen, del que hay una versión en Editorial Trottat. Valente, con gran acierto, la elección de Valente va encaminada a preparar al lector, desvelándole algunas de claves jabesianas: Los poetas leidos (Baudelaire, Verlaine) los poetas de los que se siente deudor (Rimbaud, Mallarmé), los escritores preferidos (Joyce, Kafka, Proust); El desierto, “lugar privilegiado de la despersonalización”, la sinagoga de donde ha salido “el canto llano”, esa salmodia que tanto le fascina y que él mismo incorpora a su técnica; Israel, de cuyo destino “ningún judío puede dejar de ser solidario” (esto no lo incluye Valente pero lo dice muy clarito Jabès en ese libro de conversaciones con Cohen; lo que elige Valente, descontextualizado, produce la errónea impresión de que Jabés es contrario al estado de Israel); el libro, en particular “el libro absoluto en el que encontrarían fundamento todos los libros de que pudiéramos ser capaces” y, por último, la escritura, la palabra (“No es posible escribir sin hacer callar primero las palabras que nos agitan”). La segunda contribución de Valente a esta edición es el epílogo en el que responde al poeta como poeta y le devuelve fielmente lo adeudado. Valente asume “la imposibilidad de la palabra” y la remite a la “memoria del fuego”, porque “, en definitiva, todo libro debe arder, quedar quemado, dejar sólo un residuo de fuego”.
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