Federico Jiménez Losantos, Poesía perdida, Editorial Pre-Textos, Valencia, 2001, 212 páginas.
Se supone que el periodista y ensayista, Federico Jiménez Losantos (1951, Orihuela del Tremedal, Teruel), es un prosista empedernido. Tiene en su haber un importante número de obras de análisis político y de historia que como tal lo avalan. En este género, su estilo, si entendemos por ello el modo en que se dispone el lenguaje para expresar las ideas, es brillante y fluido. Jiménez Losantos maneja la escritura con una naturalidad y una corrección pasmosa y expone toda su batería de opiniones contundentes, de forma tan directa que cuesta trabajo creer que haya sido lacaniano de pro, allá en Barcelona, cuando estudiaba psicoanálisis, no sé al tiempo o después de haber estudiado Filología Hispánica.
Si destaco todo esto es para hacer más patente el contraste entre esta función utilitaria, por así decirlo, de su escritura, y la vertiente más puramente creativa que ha desembocado en Poesía perdida 1969-1999. Y conste que no hay nada sorprendente en esta doble militancia literaria pues esa corrección, esa brillantez a la que me refería antes, se nutre del mismo venero lingüístico que le empujó, antes que a su labor ensayística, a escribir poesía.
Del mismo verbo, sí, pero no de la misma necesidad. Que la poesía sea la primera forma de expresión literaria que adoptamos cuando nos ataca el gusanillo de las letras, no tiene que ver con otro motivo que con la muy perentoria necesidad de escribir. Necesidad que, como decía Rilke en sus Cartas a un joven poeta, es lo primero y lo único que justifica tal dedicación. Federico la experimentó sinceramente y alguna más en la que ya se delataba su talante polémico. Por eso fundó y dirigió con Alberto Cardín, primero, la Revista de Literatura de la Universidad de Barcelona (1976-19778) y luego, también con Cardín y con Javier Rubio Navarro, Biel Mesquida y Broto, la revista Diwan (Zaragoza, 1970-1982), cuyo número 4 no por escasamente mencionado por la crítica al uso, dejó de ser un hito en la historia de la poesía española contemporánea, pues reunía a toda una serie de poetas -diecisiete en total- cuyo elemento común era tener cada cual una voz propia, inconfundible e independiente.
Eran esos diecisiete Josep Alberti, Juan Manuel Bonet, Alberto Cardín, Jorge Ciriquián, Lluís Fernández, Ángel González García, Mario Hernández, Federico Jiménez Losantos, Luisa Jordá, Biel Mesquida, Carles Mor, Joaquín Puig, Francisco Rivas, Javier Rubio, Andrés Trapiello, José Miguel Ullán y la que esto escribe. Muchos de los poetas de esta lista, que he querido reproducir entera por un prurito muy rilkeano de precisión poética, fueron publicados por la editorial Pre-Textos, y es de justicia, también poética, que sea esta editorial quien haya recogido esta obra de Federico Jiménez Losantos, el segundo poemario que ha publicado el autor después de que apareciera El diván de Albarración, en la extinta editorial Trieste, allá por 1982.
Al ver los años transcurridos desde entonces, cualquiera creería que Jiménez Losantos había volcado en ese libro todo su estro poético, lo que suele ocurrir con frecuencia. Sin embargo, nada más lejos de la realidad, como se demuestra en esta poesía perdida y ahora recuperada que, además de constituir una muestra de su continuado quehacer poético, es, asimismo, una antología completamente personal. Federico es, aquí, autor y editor de su propia obra inédita, y puede por tanto permitirse el lujo de corregir y eliminar lo que, con el paso de los años y de haberlo publicado, podría, tal vez, sobrar o desmerecer sobre el resto aunque, como es natural, nunca lo sabremos y tenemos que remitirnos a su juicio, sin duda alguna, certero.
Enfrentados al resultado de su elección, nos encontramos con un material de primer orden en el que podemos comprobar la gran coherencia de su trayectoria poética, a pesar de la variedad de registros, así como el hecho de que El diván de Albarracin no sólo fue seguido de otras obras sino también precedido de unas cuantas. Según confiesa el poeta en el necesario prólogo a esta obra total, para él la escritura poética es una «maldición llevadera», inseparable, en su caso, de la lectura. Con esta afirmación Federico confiesa una «escritofilia» muy común a esa generación que él supo aglutinar en el ya citado número 4 de la Revista Diwan.
En efecto, casi todos los poetas que han escrito después de Rilke, no sólo son hijos de esa necesidad de escribir que el poeta alemán consideraba indispensable para producir y producirse, sino también de la necesidad de leer o, mejor dicho, la lectura se convierte en Jiménez Losantos –y en los demás- en una de las fuentes de inspiración y experiencia que empujan imperiosamente a la escritura. Por eso no es de extrañar que la intertextualidad y cierto experimentalismo vanguardista (en su caso, por «conceptual», felizmente mitigado), sea una de las características de sus primeros libros, Tremedal (1969-1971) y Rambla (1972-1975). Versos sueltos, títulos de obras ajenas y también canciones, principalmente de música pop, dan pie a Federico para recrear asuntos más transcendentes y eternos que recorren parejamente toda su obra. Rambla, con su mayor hondura, presagia los poemas de El diván de Albarracín (1976-1982), donde las obsesiones recurrentes de los anteriores libros dan paso a una mayor libertad y a un mayor vuelo expresivo.
Si es cierto que hay un momento en que todo poeta español debe optar entre Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez, se podría decir que en Federico la elección ha ido decantándose por este último, no sin recrearse en el primero, y tal vez a través de la influencia, confesada por el autor, de Jorge Guillén. Ese es el camino que recorre el lector en los libros siguientes: Torre de marfil (1977-1985) con poemas magníficos; Saliendo de Madrid (1989-1990), donde la depuración del verso parece sofrenar el posterior despliegue rítmico de Poemas de la Florida (1995-1996) para volver a su mínima y concentrada expresión –más cercana de Mallarmé que de la llamada “escuela del silencio”- en el más reciente Libro del No (1999), ejemplo y evidencia de que para Federico Jiménez Losantos la poesía es un último y muy necesario refugio («quizás nunca el paisaje estuvo fuera/fue creciendo en lugar de este vacío/que voy a ser, que soy, que acaso he sido», Nadie de Libro del No), situado al margen de cualquier corriente poética al uso.
Comentarios