Linda Lê, Letra muerta, Traducción de Daniel Sarasola, Akal, Madrid, 2001, 84 páginas.
En 1977, cuando Linda Lê tenía 14 años, se marchó a Francia, con su madre y sus hermanos; su padre se quedó en Vietnam y no volvieron a verse nunca más. Durante todos esos años él le mandaba cartas y, a cambio, ella le escribía libros que él no podía entender porque no sabía francés, pero nunca se volvieron a ver a pesar del amor inmenso que les unía. Es curioso que Colette hiciera lo mismo con su añorada madre a la que enviaba rigurosamente los libros que hablaban de ella, y sin embargo era incapaz de visitarla en su pueblo, situado tan sólo a dos horas de París, por cierto. Esta forma, casi descarada, de incorporar la propia vida a la ficción, esta especie de novela autobiográfica confesional, es un género que tiene mucho predicamento en Francia e indica el grado de integración a la cultura de acogida de esta escritora vietnamita que olvidó por completo la lengua de sus padres.
Hay otra similitud con la obra de Colette, concretamente con El nacer del día, y es la utilización de la correspondencia (paterna, en el caso de Lê, materna en el de Colette) como “fondo de música”, sobre el que se desarrollan ambas novelas. Las dos narran, además, un exorcismo y una ulterior metamorfosis, aunque las actitudes vitales son radicalmente opuestas, pues Colette se libera de la adoración que siente por su madre, sin remordimientos y para convertirse a su vez en ella, mientras que Lê lo hace del fantasma de su padre para oder liberarse de su atroz sentimiento de culpabilidad y poder seguir viviendo.
Pero volviendo a este libro, cuando por fin iba a reunirse con su padre, muy enfermo, tras todos esos años de ausencia, la joven se enzarza en una historia de amor de tinte sadomasoquista que la mantiene nuevamente alejada de sus deberes filiales. Total, que el pobre anciano acaba muriendo solo en un hospital, terrible circunstancia en una cultura donde la agonía reviste una solemnidad muy particular: cuando se reúne con él es demasiado tarde y sólo tiene delante de ella a un cadáver. Este abandono, despierta su culpabilidad, y todos esos años de desatención se vuelven uno por uno (y al socaire de la citada correspondencia) en contra de ella: “Yo lo he traicionado, –dice en cierto momento- lo dejé morir solo. Porque el padre, al morir, se ha vuelto el hijo, y no hubo para él consoladora que sacie su ansia de misericordia”.
Pero no sólo le ha privado de su presencia durante sus últimos momentos, además, también le ha impedido entregarla sus últimas palabras “La palabra perdida que ahora falta en mi vocabulario” y que ella busca obsesivamente a través de la escritura, hasta el punto de que, de los cinco libros que ha escrito hasta ahora, tres están dedicados a esa muerte. Letra muerta es el tercero. El primero, escrito nada más morir el padre, se titula Les trois parques (1990); luego viene Une voix. En todos, los protagonistas son la culpabilidad y la locura, que también la ronda, y que adopta diferentes grados de demencia: la suya, producida por la pérdida de su padre, y la de algunos personajes de su infancia, incluida su madre, y un tío al que “habían excluido del mapa de la humanidad”, al que “habían expulsado del círculo mágico”.
Linda Lê, no hizo caso a su padre en toda su vida, pero toma la revancha de esa indiferencia trazando un retrato de él casi idílico: bondadoso, cariñoso con ella, humilde, despreciado por su mujer y la familia política. A pesar de haberse integrado plenamente a la civilización occidental, Linda mantiene costumbres ascentrales y, a su manera, rinde el culto debido a los muertos, a través de la foto de su padre a la que trata como no supo tratar al agonizante.
Linda Lê ha purgado con creces su culpa; lo admite ella misma al final de esta confesión convulsa que dirige a un supuesto amigo (el interlocutor de toda la narración, escrita en primera persona, como es de rigor). Por lo demás, y sobre todo por el consuelo que se apunta al final, hay visos de que este hermoso y estremecedor libro sea el último de esta serie culpable, cuya fuerza no ha conseguido mitigar la traducción, a pesar de sus frecuentes construcciones en voz pasiva, errores de adjetivación, etc.
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