Las protagonistas de la semana siguen siendo las ministras y sus altas cargas, femenino de “altos cargos”, por si alguien piensa que me refiero a lo costoso que va a ser reforzar el número de cuartos de baño, ante la esperada —y deseable— avalancha de nuevas servidoras públicas.
No sé si esos útiles habitáculos serán redecorados o no, pero sí que van a ser más visitados, aunque sólo sea por la mayor disposición fisiológica a exonerarnos que nos caracteriza a las mujeres.
Soy consciente de que esto puede parecer machista, pero hasta la nueva ministra de la Igualdad (homenaje implícito al Sr. Orwell) estará de acuerdo conmigo en que en los cuartos de baño la discriminación es francamente positiva y su trabajo escaso.
Y no hace falta ir a los ministerios para comprobarlo. En los cines, en los bares, en los hoteles, en cualquier lugar público donde haya lavabos separados, las colas ante los de señoras son mucho mayores que ante los de caballeros. Y esto sucede sin excepción, a pesar de los problemas de próstata que pueden aquejar a la población masculina.
Las más descaradas hemos llevado nuestros principios igualitarios hasta el extremo de invadir ocasionalmente esos territorios ignotos, equipados con esos extraños mingitorios puestos en fila y que evocan una promiscuidad que a nosotras, a pesar de la fama que tenemos de no saber ir al lavabo solas, nos resulta totalmente ajena.
Pero vuelvo a lo principal. Lo que digo no es tan frívolo como parece. En la historia de la emancipación femenina, y en su tardío desarrollo, han tenido mucho que ver estas cosas. Piensen si no en la Pardo Bazán, relegada de la Academia Española, no sólo por la envidia de sus colegas masculinos, sino por la ausencia de una infraestructura sanitaria adecuada. La grande historia está hecha de cosas pequeñas.
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