Reinaldo Arenas fue un escritor prolífico. En su breve y desdichada existencia llegó a escribir, en condiciones infrahumanas, una decena de novelas, varios libros de cuentos y de poemas e incluso algún ensayo político. Perteneció a esa generación que, como él mismo afirma, vivió «el envilecimiento de la miseria durante la tiranía de Batista, el envilecimiento del poder bajo el castrismo y el envilecimiento del dólar en el capitalismo». Una generación, ya truncada en su origen, que padeció, en lo mejor de su vida, las sevicias de un régimen nefando e infamante, apoyado por todas las malas conciencias de la izquierda occidental, amén de algunas de la derecha de la España imperial.
Poseedor de una increíble capacidad narrativa, de un entusiasmo y una vitalidad rayanas en la temeridad, Reinaldo fue siempre el enfant terrible del anticastrismo. Cuando en 1980 escapó con los demás exiliados del Mariel, Miami le pareció «la caricatura de Cuba» e hizo unas declaraciones que no le granjearon la simpatía de sus compañeros de fatigas: «Si Cuba es el infierno, Miami es el purgatorio». Por eso se refugió en el anonimato salvaje y asfaltado de Nueva York. Incómodo para todos, no siempre comprendido y a veces incomprensible, posiblemente en estas páginas atropellada y dramáticas encontremos la clave de esa fuerza que le llevó a escribir y reescribir, en condiciones penosas y peligrosas, novelas que contenían toda la paranoia de aquel mundo alucinante.
Quien busque aquí un alegato razonado y estructurado contra el régimen de Castro –si es que hay alguien que aún no esté convencido e informado de tamaña abominación- no va a sentirse precisamente satisfecho ni a encontrar abundantes argumentos teóricos en los que apoyarse. Quizás le parezca que Reinaldo Arenas está ofreciendo una imagen que, en ocasiones, resta credibilidad a todos sus terribles padecimientos al poner de relieve situaciones patéticas y poco halagüeñas.
Por supuesto que nada es imaginario, por supuesto que está la realidad de la que nadie puede escaparse. La desoladora realidad de un mundo paralizado por la esclavitud y el miedo. La evocación de los ambientes literarios a los que Arenas accedió gracias a su talento natural, recuerda –sin el calor ni las orgías desatadas- a los de tantos escritores soviéticos, obligados a arrastrar su don por la más plana, aberrante y triste oficialidad. Nos compadecemos de Heberto Padilla, convertido en un pelele; de Lezama Lima, despreciado y privado de todo respeto; de Virgilio Piñera, reducido a la condición de no persona, pero sobre todo de esa gente humilde, no precisamente intelectuales, muertos de hambre, desabastecidos, humillados, cuya vida se limita a una interminable lucha por la supervivencia, mientras que los «tontos útiles» y los desaprensivos celebran los «logros» de la revolución en una isla convertida para los turistas en una verdadera «aldea Potemkim».
Su origen campesino le convierte en un testigo de primera mano, ajeno a cualquier esnobismo o compasión clasista, forzosamente desvirtuadora. Arenas pinta a sus compatriotas como él los ve, sin despreciarlos ni mitificarlos; unas personas contradictorias, arbitrarias, desaforadas y asustadas, dispuestas a cualquier vileza para sobrevivir y, al mismo tiempo, con un asombroso sentido artístico.
Prostitutas que pintan cuadros bellísimos, jóvenes semianalfabetos que escriben poemas y novelas interminables, como si esa increíble capacidad adjetivadora, esa predisposición a la metáfora, al escapismo, fuera otro fruto más de esa tierra extraña e inexplicable.
La lectura de este libro no es cómoda. Para quienes no hayan leído otra cosa de este autor puede resultar reiterativa, incluso pueril, por la obsesividad de ciertos temas, pero para quienes ya conozcan la obra de Reinaldo Arenas, resultará indispensable para comprender que esa delirante vitalidad respondía en realidad a una vertiginosa actitud autodestructiva con la que fue consecuente cuando, enfermo de SIDA, puso fin a su vida en diciembre de 1990. Veinte años antes había terminado así un poema: «A veces pienso si este cantar de muerte/me salva para siempre de la muerte/o me condena, sin morir, a muerte».
Publicado en Cambio 16 (08-6-1992)