La muerte de un niño atropellado por un camión en el barrio de Nazareth de Valencia no es noticia. Ocurre con demasiada frecuencia por múltiples causas: imprudencia del conductor, descuido de quienes se ocupan del niño, malas condiciones viarias, etc. Lo que sí es noticia es que el conductor que lo atropella sea linchado de la única forma salvaje en que se puede cometer un linchamiento.
Lo primero es un lamentable y desgraciado accidente que se le puede reprochar de manera indirecta al Ayuntamiento de Valencia, pero lo segundo, el sacrificio brutal y detestable del camionero, sólo se le puede reprochar a sus autores: el grupo de familiares del niño atropellado y las personas que colaboraron, de manera activa o pasiva, en ese crimen abominable.
Lo que llama la atención de este suceso no es tanto su evidente crueldad como la maniquea reacción de determinados grupos políticos que están dispuestos a «comprender» e incluso a apoyar un linchamiento con tal de atacar a la alcaldesa de Valencia. Pero con ser su postura una asombrosa manipulación de los hechos aún más pasmoso resulta el miedo a no ser políticamente correctos que trasluce la prudencia de los medios de comunicación en el tratamiento de la noticia y de sus circunstancias.
Antes de enfrentarse con valentía a esta historia de marginación, crueldad visceral, instinto básico y tráfico de todo, la mayoría prefiere centrarse en el análisis de las ordenanzas municipales y sugerir que la culpa del linchamiento la tiene el Ayuntamiento que permitió que el camionero circulara por ahí y atropellara al niño. Todo para que no les acusen de racismo por decir que los asesinos eran gitanos.
Me recuerda aquel chiste de la época comunista en el que un ciudadano polaco denuncia en la comisaría que un soldado suizo le ha robado su reloj ruso. «Querrá usted decir que un soldado ruso le ha robado su reloj suizo», corrige el comisario, «Eso lo dirá usted», replica con rapidez el ciudadano.
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