Una y otra vez casos como el de la liberación del «violador del Ensanche» desbaratan nuestros esquemas morales y sociales. No digamos ya los incontables ejemplos de injusticia sistemática que la justicia comete con los agresores de (sus) mujeres devolviéndolos a sus casas y convirtiendo a nuestra sociedad en una especie de coro de tragedia griega donde, no por anunciado, deja de suceder lo peor.
Los violadores, pederastas y prendas por el estilo están de enhorabuena. Una extraña ley que impide aplicar hasta el final lo que otras dictaron previamente hace que, así les caigan mil años de prisión, sólo cumplan veinte. Eso si no deciden emular a la ratita presumida y a base de barrer y callar de la cárcel se logren zafar antes de que sus víctimas se recuperen (si lo hacen) de su agresión.
No importa que todos, incluidos los jueces, sepan que volverán a las andadas. Esa extraña ley ha hecho perder a la Justicia sus atributos volviéndola tan ciega como la Fortuna. Por si esto fuera poco, el Estado entrega al sociópata (ya rehabilitado por la fregona) un subsidio con el que, con suerte, podrá viajar y ampliar sus experiencias.
A las víctimas, como no han cometido delito alguno, nadie las protege ni de futuras agresiones ni tampoco del paro. Ninguna ley mitiga su condena moral ni las ayuda a seguir viviendo con lo que les ha sucedido, no ya veinte años, sino los que les queden de vida. De nuevo ellas son las que salen perdiendo.
A este respecto, recuerdo una anécdota sobre Golda Meir, cuando era Primera Ministra de Israel. Al parecer alguien propuso que se prohibiera a las mujeres salir de sus casas por la noche para prevenir las violaciones. Entonces ella preguntó: «¿Pero no son los hombres los que violan a las mujeres?» «Cierto, señora», le contestaron. «Pues son los hombres los que deberían quedarse en casa, ¿no creen?. No se volvió a hablar del tema.
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