Al ver a Pinochet enfrentado a su pasado pienso en aquello tan extendido de que «quien la hace la paga», pero -siempre hay un pero- inmediatamente recupero el sentido común y suspiro «¡Ay si fuera verdad!». Algunos la hacen y se fuman un puro, habano por más señas, amparados en una jefatura de estado que no por cierta deja de ser impuesta, mientras sus víctimas siguen encarceladas en su isla privada.
Algunos también la hicieron en su península y murieron en la cama, aunque fuera de hospital. A otros, que la hicieron a lo grande y en grandes extensiones de territorio, les levantaron estatuas y altares ante los que, hasta hace poco, concretamente hasta 1991, sus sicarios siguieron ofreciendo millones de víctimas sin que ningún juez de ningún país libre parpadeara.
Por eso apasiona tanto el affaire Pinochet, porque apela a todo el daño que han hecho los dictadores que no han sido derrotados en guerras o que resultan intocables por su estatus actual. Y aunque al chileno no se le pueda imputar lo que hicieran Castro, Franco o Stalin (además, ninguno de estos casos es comparable entre si), los que hubieran deseado que a ellos también se les «demandaran» sus actos contemplan esta posibilidad con esperanza y algunos con temor, sin perjuicio de la razón de la sinrazón sobre competencias jurídicas que a la razón escapan.
Es evidente que el síndrome de fin de siglo (doblado en este caso por el de fin de milenio) obliga a comparaciones históricas muy curiosas. De nuevo, en España, un conflicto hispanoamericano con implicación internacional. De nuevo un asunto que hoy en Chile, levanta ampollas y divide opiniones como, mutatis mutandis, a fines de siglo pasado el de Dreyfus en Francia.
No he oído yo todavía muchos chistes sobre Pinochet, me refiero a chistes de la calle, no de los humoristas titulados, pero un amigo mío, muy mordaz, le ha compuesto una variación sobre un famoso tema del ciclo artúrico: Nunca fuera dictador de jueces peor tratado, como lo fue Pinochet cuando en Bretaña hubo entrado.
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