La lucha de las feministas por desbancar en el terreno lingüístico al masculino plural da pie a muchas bromas, pero la preocupación por el “género” (término que aquí encuentra su pleno significado aunque se haya convertido tontamente en sinónimo de sexo) de esas centinelas del lenguaje obedece a algo real, comprobable a cada momento en la calle y en el trabajo.
Lo habitual es que la lengua utilice como neutro o colectivo el género gramatical que corresponde al sexo de mayor peso en la sociedad o en la actividad de que se trate. Por ejemplo, a pesar de la imparable irrupción del elemento masculino en los mercados, aún se puede oír “¿quién es la última? en las nutridas colas, sin que el barbudo que responde “yo” se ofenda en absoluto ni nadie se extrañe demasiado, prueba de que sigue siendo un territorio de predominio femenino. Por eso, la prueba fehaciente de la creciente importancia de la mujer en la sociedad la da el uso, cada vez más frecuente, del femenino plural, utilizado de forma espontánea por los hablantes, en áreas de influencia generalmente masculina.
Así, en la Universidad (donde hay ahora casi menos hombres que en los mercados), o en los ambulatorios, los profesores hablan de “mis alumnas” incluyendo a los muchachos, como los enfermos hablan genéricamente de la “doctora” o de la “médica”, aunque lleven bigote. A pesar de lo que nos revelan los “géneros”, aun queda mucho por hacer para la equiparación de “sexos”, sobre todo de puertas adentro. Ardua tarea, porque el problema no está sólo en que el hombre no acepte cooperar en el hogar, sino en que a veces la mujer se aferra al ambiguo privilegio de reinar en él en solitario.
Me pregunto cuántas mujeres quieren realmente que sus maridos decidan cuándo hay que llenar la lavadora o si hay que hacer obra en la casa o preparar las vacaciones. Lo doméstico no es sólo una carga, también conlleva una fuerte dosis de control, de poder, en una palabra, de evidente erotismo. Lo que diferencia a los sexos no es una simple y gramatical cuestión de género.
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