Yo no sé si ha sido la ETA o Al-Kaeda quien ha convertido a Madrid, una vez más, en la “Capital del dolor” (así tituló uno de sus libros más famosos el poeta francés Paul Éluard). Tal vez los dos, y esta última hipótesis introduce un matiz más inquietante al terror etarra: el de su definitiva internacionalización. La colaboración de la ETA con el terrorismo internacional no es una novedad, aunque desde la guerra de Irak se haya intensificado y el pacto se haya podido rubricar con la sangre de nuestras víctimas.
En 2001, poco después del 11S, “La Razón” publicó un extenso informe sobre los entrenamientos de la ETA en Yemen del Sur y en Argelia, coordinados por Josu Ternera. Se trataba de entablar con el Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP) “una colaboración física en la realización de actos terroristas”. Esto no es un invento, lo reveló un etarra detenido en 1993. Pero se puede retroceder aún más, hasta 1960, cuando la banda era apadrinada por Argelia y Cuba.
La cosa siguió. En los 70 y 80 estuvieron en contacto con los Montoneros (Argentina) los Tupamaros (Uruguay), los sandinistas (Nicaragua), el Movimiento de Izquierda Revolucionaria de Chile y se entrenaban en Argel, Líbano, Libia, Yemen del Sur y Sudán. También se sabe que hace un año unos 80 etarras (la brigada Euskal Herria) participaron en la guerra de Irak al lado de Sadam Husein.
Me pregunto qué datos poseía Carod Rovira al respecto cuando pactó su cobarde y repugnante tregua, qué sabían los que el sábado, durante la jornada de reflexión electoral, y tras esos dos días que conmovieron al mundo, intentaron romper la normalidad democrática, despreciando la única realidad, el luto por las víctimas, el respeto debido a los muertos, todavía insepultos.
Hay un poema de Antonio Machado que dice “En este remolino de España, rompeolas/de las cuarenta y nueve provincias españolas”. Se refería a Madrid, y eso es lo que ha sido esta ciudad en estos días, el rompeolas de todas las Españas, el rompeolas del mundo.
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