Piensa la señora Aído que sus desmedradas y desmembradas propuestas lingüísticas van originar un debate sobre el sexismo en el lenguaje, y que esto es algo nuevo. Ya a finales del XIX, y hasta muy entrado el XX, cuando las mujeres fueron accediendo a profesiones hasta entonces vedadas, se habló mucho de la oportunidad de feminizar el lenguaje encontrándose con qué ya lo estaba, y de manera tan arraigada que costaba trabajo convencer a la gente de que, por ejemplo, una médica no era la esposa del médico.
Por eso, las escasas mujeres que empezaron a despuntar tímidamente en la vida pública prefirieron seguir masculinizando el lenguaje, temerosas de algunas confusiones desagradables, cuando no degradantes.
Hasta que las cosas cambiaron. La proliferación actual de mujeres profesionales, altamente cualificadas, hace que incluso los hombres hablen de ir a “la médica”, como los profesores de Universidad suelen referirse a las “alumnas”, aunque haya algún que otro mozalbete en sus aulas.
Lo que quiero decir es que la lengua, como bien saben los lingüistas, pero tal vez menos los profesores de baile, es un organismo vivo y autónomo y que, como tal, obedece a sus propias leyes sin que le influyan decretos ni ministerios como este que ejerce de modo tan risible Aído (¿y por qué no Aída?), nombre que, a pesar de su masculina terminación, parece nombre de japonesa.
Ha llegado un momento en que nadie cree ya que la alcaldesa sea la mujer del alcalde, ni que una mujer pública sea una profesional del vicio. La lengua española, dúctil y agradecida, tan dispuesta a feminizarlo todo, para lo bueno y para lo malo, se ha plegado perfectamente a este cambio social sin que medie ni la Academia ni las demenciales propuestas de una ministra en busca de contenido que llevarse a la boca.
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