« 3 de enero de 2011 - 9 de enero de 2011 | Inicio | 24 de enero de 2011 - 30 de enero de 2011 »
Daniel Pennac parece un hombre amante de la progenie, la promiscuidad y la profusión, un hombre mezclado, mixturado, mestizado un producto cultural netamente francés que bebe en las fuentes del cosmopolitismo parisino y de la Francia colonialista (nació en Casablanca en 1944, hijo de funcionario y viajó mucho). Parece también un hombre polifacético, pues hizo de todo antes de dedicarse a la enseñanza en un liceo de la región de París: leñador en la Costa de Marfil, taxista en París y dibujante en la revista La Quinzaine Littéraire. Ahora tiene cincuenta y dos años y lleva muchos escribiendo. Empezó a los 29, con un panfleto contra el servicio militar (Le service militaire au service de qui?) y esto me hace pensar en Georges Perec y su Quel petit vélo à guidon chromé au fond de la cour?, como también pienso en Perec al leer -en francés, claro- las novelas de El Cuarteto de Belleville. Hay algo en común, que no acaba de fraguar del todo, entre el monstruo Perec y el fenómeno Pennac, algo que merece un análisis más detenido y que tiene que ver con ciertas -bastantes- afinidades culturales y políticas (su amor por el “otro”, el emigrante, el huésped, el amigo), el gusto por los enigmas policíacos y las novelas de intriga, el afán de incorporar el proteico material de la memoria al no menos proteico material de la escritura. Por ejemplo, en los textos que escribió Pennac para acompañar las magníficas fotografías del gran artista francés Robert Doisneau, La vie de famille y Les grandes vacances, hay un sentimiento de la nostalgia y el recuerdo muy similar al que empujó a Perec a escribir la serie de los Je me souviens. Hay, además, ciertas afinidades lingüísticas y estilísticas (idéntico amor por los juegos de palabras, por las paradojas) aunque en este punto, como en muchos otros, Perec ha llegado más lejos, llevando a una esfera muy superior ese proceso de alquimia biosiociolingüística...
A Daniel Pennac la fama le vino primero en 1992, con un libro de ensayo, Como una novela (traducido al español) y se ha visto consolidada recientemente con la publicación en 1995 de El señor Malaussène, última entrega del llamado Cuarteto de Belleville. Belleville es el barrio, símbolo del sincretismo cultural parisino, donde vive Benjamín Malaussène, el protagonista, que ejerce la muy noble y muy antigua profesión de chivo expiatorio con la que mantiene a una caterva de criaturas que en realidad son los hijos de su madre (propensa a perderse en los vericuetos del amor con todas sus numerosas consecuencias). En torno a ellos, una multitud de personajes circula por las cuatro novelas enredándolo todo y formando un mosaico tan multiculor y multirracial como el propio barrio que las enmarca. Al socaire del éxito obtenido en su país de origen se han empezado a traducir sus obras a todos los idiomas, entre otros el español, pero por la razón de la sinrazón que mi razón desconoce, se ha cometido el lamentable error de traducir primero la última novela del Cuarteto, El señor Malaussène , obligando a los lectores españoles que, como decia Steiner, hayan tenido que “aceptar la humillante confianza de la traducción” a digerir todo ese mundo enrevesado y abigarrado, sin conocer los antecedentes, por mucho que el autor - con bastantes descuidos y repeticiones, por cierto- nos recuerde quien es quien, como en los folletonres de antaño recurriendo al antiquísimo aunque ineficaz procedimiento del epíteto y del atributo. Para intentar arreglarlo, los editores han publicado en segundo lugar La felicidad de los ogros, que en realidad es la primera de dicho Cuarteto y la novela clave donde se nos presentan los personajes. Con la futura aparición de El hada carabina y La pequeña vendedora de prosa (esperemos que esta vez publicadas por el orden en que fueron escritas), se habrá restablecido el deseado equilibrio y quienes hayan tenido la paciencia de esperar a que se culmine la publicación del Cuarteto, podrán acceder por fin a la explicación de muchos de los enigmas planteados en El señor Malaussène y verán incrementada con creces la satisfacción de la lectura, comprobando que Pennac no es tan caótico como podría dar a entender tan anárquica manera de publicarlo.
Quizás habría que atribuir esta distorsión cronológica (que por otra parte -corríjanme si me equivoco- creo que también se ha producido en Alemania) a la poca confianza y las aún más escasas satisfacciones que la literatura francesa contemporánea produce en los editores de todo el mundo y que es bastante merecida, hay que admitirlo, aunque, precisamente en este caso, paguen justos por pecadores, porque si alguien aporta savia nueva a la prosa francesa de hoy es precisamente este torrente de oralidad que es Pennac, con sus novelas escritas con la inequívoca y sanísima intención de divertirse y divertir, de no desechar nada de lo vivido y leído, echando los restos con una eficacia y un talento que van en aumento. La verdad es que hay una especie de maldición en el caso de la literatura francesa contemporánea, de manera que sus autores nunca acaban de resultar convincentes traducidos al español. Fundamentalmente porque no es fácil traducir del francés, en contra de lo que se suele creer, fiándose del evidente parentesco de nuestras lenguas. Falsa afinidad, pues las diferencias son lo suficientemente notables como para que algunas traducciones, harto literales, resulten especialmente irritantes, cosa que, por desgracia, ocurre con demasiada frecuencia. Pennac está constantemente jugando con las palabras, distorsionando las frases hechas y cometiendo, con premeditación y alevosía, anacolutos, anfibologías, apócopes, prolepsis (o anticipación) y todo tipo de libertades morfológicas y sintácticas tan permitidas en su lengua como censuradas en la nuestra. A esto hay que añadir un chispeante ingenio, muy parisino, y un empleo personalísimo del argot que hacen que la lectura de Pennac resulte especialmente difícil en español sobre todo si la traducción -como parece ser el caso- ha sido hecha con prisas, sin tiempo para una más que necesaria revisión, de forma que cae en casi todas las trampas del francés, lengua cuyas sutilezas resultan muy difíciles de transmitir pero que al mismo tiempo conviene transmitir para que el espíritu del idioma permanezca. Espantoso dilema -si lo sabré yo- que en estas novelas de Pennac se plantea de nuevo, con tenaz obstinación.
Daniel Pennac: El señor Malaussène y La Felicidad de los ogros. Editorial Thassàlia. Barcelona, 1996. Traducción de Manuel Serrat Crespo. 506 y 199 pp. respectivamente.
18/01/11 en Revista de Libros | Enlace permanente | Comentarios (0)
Se conmemora este año el primer centenario de la muerte de Jules Verne. Al nombrarlo así, y no Julio, como se le sigue llamando sin empacho, me limito a rectificar una costumbre muy extendida, hasta bien entrado el siglo XX, que consistía en traducir los nombres propios a su equivalente en el idioma que fuere. Durante mucho tiempo se dijo en español Federico Nietzsche, Jorge Sand, o Edgardo Poe, y en francés Michel de Cervantès, con entera tranquilidad, los ejemplos son numerosos; Ahora se respeta el nombre original y se pueden encontrar repertorios bibliográficos y bases de datos en los que figuran ambos, y en algunos casos la transformación es tal que casi parece que se tratara de dos autores distintos. Pues bien, volviendo al centenario, como es habitual en estas circunstancias, los especialistas se reúnen, se celebran exposiciones, se actualizan bibliografías y se reeditan títulos olvidados y a veces inéditos, tanto del autor homenajeado como sobre él. Antes de detenerme en algunos de los publicados recientemente en español, creo que es interesante rememorar la figura de este escritor, aunque sea someramente.
Jules Verne nació el 8 de febrero de 1928 en Nantes, ciudad marina por excelencia (su afición al mar es una de sus obsesiones recurrentes), en el seno de una respetable y acomodada familia de armadores, por parte de madre, y de notarios, por parte de padre. Tras sus estudios en el liceo de esa ciudad, se traslada a París en 1847 para licenciarse en derecho y ser notario como papá. Ahí, alterna con la gente de teatro, empieza a escribir comedias de dudoso éxito y le nombran secretario del Teatro Lírico. En 1856 se casa con una joven viuda con dos hijas, según algunos para salir de pobre, que será la madre de Michel, su único hijo, el cual se emancipará muy pronto de la familia y, una vez muerto su padre, se dedicará a mangonear su legado literario, muy en la línea de lo que hacen ahora algunos herederos de escritores famosos, ya sean hijos, viudas e incluso sobrinos o familiares políticos. Entre sus amigos están los dos Dumas, en particular el hijo, quien le pone en contacto con Pierre-Jules Hertzel, el monstruo sagrado de la edición de su tiempo, que desempeñará un importante papel en su vida y, sobre todo, en su obra. Hertzel también publicaba a Balzac, a Georges Sand, a Victor Hugo y a Stendhal. Mezcla de agente literario, director comercial, librero y editor en el sentido anglosajón del término, Hertzel era un editor premoderno, que tras hacerles firmar contratos de por vida, sometía a sus escritores a un leonino régimen de trabajo; no sólo leía los manuscritos a conciencia sino que en el caso de algunos autores, como Verne, no dudaba en meter mano cuantas veces considerara necesario. Así como animó a Balzac a llevar a cabo su Comedia humana, no escatimó medios para que Verne pudiera realizar su proyecto de novelar y popularizar la Ciencia, como Dumas padre había novelado y popularizado la Historia. Esa hermosa y fecunda amistad debutó en 1863 con su primera novela, Cinco semanas en globo, que conoció un éxito inmediato.
A partir de ese momento, Verne alternará su trabajo de agente de bolsa con la escritura, lo que le permitirá vivir de manera confortable en Amiens, ciudad natal de su mujer, donde se instala definitivamente a partir de 1873, llegando a ser concejal del Ayuntamiento. En 1885 se queda viudo y en 1886 su sobrino Gastón, hijo de su querido hermano Paul, le pega un tiro en una pierna, (al parecer en un ataque de locura) que le deja inválido. Se retira del mundo y entra en una fase pesimista que acentúa el catastrofismo de sus últimas creaciones; pienso en particular en La isla con hélice, feroz ataque al materialismo americano, y Frente a la bandera, donde un sabio loco amenaza al mundo con una terrible explosión, y aún más en las póstumas, como París en el siglo XX, donde el triunfo de la tecnología y el automatismo sobre el espíritu y la cultura clásica (leer es prácticamente un delito) se lleva a cabo bajo el riguroso control del Estado. En Amiens, vive en la más absoluta soledad y muere el 24 de marzo de 1905 de un coma diabético, a la edad de 77 años. Al igual que le ocurrió a Victor Hugo, aunque por otras causas, Verne conoció en su vejez un notorio descenso de popularidad, que quedó redimido por la multitudinaria demostración de admiración que le tributaron las más de cinco mil personas venidas de todas las partes del mundo a sus funerales. Los franceses saben honrar a sus hombres ilustres, e incluso a sus mujeres (recuérdese el no menos multitudinario funeral de Colette, por ejemplo), sin contar con que Verne recibió, honores militares, por añadidura.
Cien años después, su reputación conoce una difícil rehabilitación literaria. A pesar de eso, sus obras están traducidas a todos los idiomas y se reeditan constantemente, sin olvidar las adaptaciones al teatro, la ópera, el cine y los dibujos animados. ¿Pero quiénes son los destinatarios de la obra de Verne? Sin duda, se contestará que los jóvenes y los niños, pero desde que Raymond Roussel lo puso en duda, esa pregunta no ha recibido todavía una respuesta categórica. Roussel creía que era demasiado profundo para ser considerado un escritor de literatura juvenil, y sería cierto si se añadiera “y tedioso”. Por otro lado, y desde una perspectiva totalmente moderna, que se inscribe en el delirio de esa corrección política, algunos educadores han llegado incluso a desaconsejar la lectura de sus libros por diferentes razones, como el antisemitismo de César Cascabel (1890), el chauvinismo de Clovis Dardentor (1896) o la misoginia de todas sus obras. De todos modos, su ámbito de influencia es el de la literatura juvenil e infantil, y sus historias –ya que no sus libros– siguen alimentando la imaginación de sucesivas generaciones de lectores. Esa influencia incontestable ha conocido un desplazamiento muy propio de estos tiempos en los que el formato audiovisual predomina sobre el formato libro; si hasta hace unas décadas Verne era el escritor juvenil por antonomasia y mantenía con sus lectores un diálogo directo, desde los noventa los niños conocen a Phileas Fogg o el Capitán Nemo a través de los dibujos animados, y se divierten con sus aventuras, pero ignoran quién es su creador. Aún así, su recepción en España sigue siendo importante. Si se consulta el ISBN español, que recoge los títulos publicados desde 1972, encontrarán 1951 títulos de Verne, frente a los 721 de Agatha Christie, por compararle con otro escritor de reputación universal, o los 702 de Galdós, los 405 de Pío Baroja y los 181 de Emilia Pardo Bazán, por remitirnos a algunos de nuestros autores más importantes.
Como ocurre con los autores consagrados (excepto con los españoles) su universo es objeto de veneración e investigación constantes. A su alrededor se han vertebrado numerosas instituciones, como el Museo Verne, en Nantes o la Sociedad Jules Verne, que publica un Boletín, o el Centro Internacional Jules Verne, en Amiens. En dichos centros es prácticamente imposible no encontrar todo lo necesario para escribir una biografía y, como es de suponer, se han publicado ya unas cuantas, entre las que me gustaría destacar las dos más consultadas por los vernólogos, Jules Verne de Herbert Lottman, publicada en español por Anagrama en 1998 y Jules Vernes de Pierre-André Touttain, L’Herne, 1998. Verne no sólo tiene lectores españoles, sino también biógrafos. Este año se reeditan muy oportunamente las respectivas biografías de Miguel Salabert, Julio Verne, ese desconocido, Alianza Editorial, publicada por primera vez en 1975, y la que hoy vamos a analizar de J.J. Benítez, Yo, Julio Verne, que Planeta publicó por primera vez en 1988. Además, la editorial coruñesa, Ediciones del Viento, ha reeditado la traducción de Héctor López Gómez de La casa de vapor. Viaje a través de la India septentrional.
Respecto a Yo, Julio Verne, ignoro en qué medida puede interesar esta biografía a los lectores habituales de J.J.Benítez, pero si el interés del lector recae sobre el tema elegido, esto es la vida de Verne, sacarán muy poco en claro. Dejando de lado lo subjetivo de su escritura (está escrito en primera persona) y los extraños exabruptos que dificultan enormemente la lectura (nunca entendí mejor la definición de que el estilo es el modo en que se utilizan los recursos sintácticos de la lengua), J.J.Benítez elabora una delirante teoría según la cual los libros de Verne tenían un propósito y un simbolismo esotérico, lo cual choca frontalmente con el racionalismo a ultranza que el escritor bretón desplegó, por encima de cualquier otra consideración filosófica, a lo largo de toda su obra. Nadie niega cierta aura de misterio en los libros de Verne, pero es más una condescendencia de “género” –en el verdadero sentido del término– que un propósito deliberado. En cuanto a sus “secretos”, que fueron al parecer muchos, me temo que tengan más que ver con el pudor de la época y la astucia de la política que con improbables rituales mágicos. No importa. Benítez ha decidido que no es así y la biografía entera transcurre por esos cauces, con gráficos y adivinanzas cuya clave sólo posee el biógrafo, y eso por una serie de “circunstancias extraordinarias”, de las que el libro está lleno, así como de “prodigiosas coincidencias”. Hasta que se produjeron esas últimas, Benítez no sabía nada de Verne; tres meses después descubría que él era Verne, y que tenía que continuar su obra. ¡Ah!, se me había olvidado. Una astróloga, amiga suya se lo había revelado y entonces –escribe el autor– “fue como si la ‘fuerza’ que siempre me acompaña abriera mis ojos”. En resumen, 309 páginas de las cuáles 71 son puro egotismo, 150 digamos que se ocupan algo de Verne y sólo a partir de la 223 empieza el libro a tener cierto sentido, hasta tal punto es cierto aquello de Plinio el Viejo de que no hay libro malo que no contenga algo bueno, que luego pondría Cervantes en boca de Sansón Carrasco (sin citar la procedencia). Ahí empiezan los apéndices que, todo hay que decirlo, son utilísimos: fotografías, documentos, cartas, bibliografía y una antología de frases sobre Verne a lo largo de la historia que no tiene desperdicio. Destaco unas cuantas: “…es tan monstruoso hacer leer a Verne a los niños como obligarlos a aprenderse las fábulas de La Fontaine…” (Raymond Roussel); “Julio Verne fue uno de los cretinos más fundamentales de nuestra época” (Salvador Dalí); “Ha sido Verne quien me ha decidido a la astronáutica” (Gagarin) y, por último, esta concisa perla de Guillaume Apollinaire: “¡Qué estilo el de Jules Verne! ¡Sólo sustantivos¡” que valdría la pena trasponer en ¡Qué estilo el de J.J. Benítez! ¡Todo adjetivos!
La casa de vapor ocupa el número 21 del proyecto literario verniano conocido como Viajes extraordinarios en los mundos conocidos y desconocidos, compuesto por unas 62 novelas y 18 relatos cortos. A ellos dedicó cuarenta años de intenso trabajo, edificando un ciclo completo de descubrimientos y mutaciones planetarias bajo la estrecha supervisión de su editor; una exploración del universo en la que asocia técnica y viaje. Esta novela transcurre en la India británica, tras la rebelión de los cipayos. Un grupo de amigos parten de Calcuta en dirección a Benarés para llegar a las laderas del Himalaya. Está formado por el coronel Munro, ya retirado, que vive obsesionado con la muerte de su mujer a manos de Nana Sahib, único líder de la insurrección que permanece con vida y antagonista de la novela; el capitán Hod, cazador inveterado, el señor Maucler, narrador de la historia que está en la India de visita, y el ingeniero Banks, inventor del ingenio en el que viajan, un híbrido de ferrocarril y caravana, con forma de elefante. A éstos, hay que añadir los inevitables comparsas, que también tienen su protagonismo: asistentes, criados, guías y cocinero, y que, como es habitual en las novelas de Verne, son descritos con una minuciosidad completamente decimonónica. Al igual que es descrita la flora y la fauna, y los antecedentes sociológicos e históricos de todos los lugares que atraviesan. No es su novela más divertida, pero es un ejemplo perfecto de ese intento de novelar la ciencia al que aludí antes, pues hay de todo: intriga, lances peligrosos, historia, sociología y ciencia, mucha ciencia.
La Ciencia, con mayúscula, es la clave y la estructura de toda su obra. Sus exploradores y aventureros recorren regiones desconocidas de África, América, la India e incluso los dos polos, y sus ingenieros e inventores llegan a la luna, exploran el universo submarino y traspasan la barrera del tiempo; estas obras en las que se anticipan inventos futuros, le convierten en uno de los grandes precursores de la Ciencia Ficción. Su amor por la ciencia y la exactitud son también legendarios. Su información científica era precisa, actual y estaba perfectamente documentada y se dice que tenía la peor de las opiniones de H.G.Wells, uno de sus mayores rivales en materia de literatura de anticipación, del que decía, indignado: “mais il invente!”. Hay una leyenda, recogida por Lottmann que considera a Verne un viajero únicamente libresco y sin embargo parece que realizó algunos cruceros por le Mediterráneo y viajó a los Estados Unidos así como a Escocia, Irlanda y Noruega. Lo cierto es que lo más importante de su vida transcurrió entre libros, manuscritos y publicaciones científicas de las que fue un minucioso lector. Porque una de las características de J.V es, ya lo he dicho, un cienticismo puntilloso y eso, unido a su carencia de perspicacia psicológica (aunque maneja los estereotipos con gran soltura), le convierte en un escritor de acción, eminentemente realista a pesar de sus extraordinarias previsiones.
Hay que recordar que el momento que le tocó vivir es el de los grandes descubrimientos técnicos: el teléfono, el fonógrafo, el submarino, el ferrocarril, pero también conoció los avances en las llamadas “ciencias sociales” que se produjeron por entonces: la antropología, la sociología, la filosofía de la historia y de las religiones. Tampoco retrocedió ante el reto de la política y se hizo eco del nacimiento de las ideologías conservadoras, liberales y socialistas, a las que no permaneció indiferente en su juventud. A mi entender, su mérito consiste en haber conseguido trasponer a un universo imaginario esos progresos, a los que muchas veces se anticipa con una lógica implacable que algunos confunden con clarividencia; su talento, haber creado y sobre todo descrito un universo en el que todo encaja a las mil maravillas y donde suceden cosas que resultan todavía más extraordinarias porque las contemplamos desde la impunidad de nuestra condición de lectores, como quien oye rugir la tempestad amparado en la confortabilidad de su lecho.
J.J. Benítez, Yo, Julio Verne. La biografía del más visionario autor del siglo XX. Planeta, Barcelona, 2005, 309 pp.
Jules Verne, La casa de vapor. Viaje a través de la India septentrional, traducción de Héctor López Gómez, Ediciones del Viento, La Coruña, 2005, 399.
18/01/11 en Revista de Libros | Enlace permanente | Comentarios (0)
En 1992 se publicó en Mondadori la primera novela traducida al español de Marie Ndiaye. Se titulaba En familia y era la cuarta entrega de una jovencísima escritora (por aquellos años tenía 23) que había entrado en la literatura de la mano de la prestigiosa editorial las Éditions de Minuit unos seis años antes, cuando apenas tenía dieciesiete. Cuentan que su descubridor y editor, Jérome Lindon, tuvo que ir a buscarla al Instituto para que firmara el contrato. Con estos antecedentes se podría creer que la prosa de Marie Ndiaye es una ráfaga de aire fresco que viene a proporcionar un tinte de juventud y frescura a un mundo más que enrarecido. Pues no. La joven era ya muy vieja y la tristeza amarga de su fabulación, tan bien tramada, tan densa, llamó aún más la atención dada su corta edad. Poseedora de un don escaso (el verdadero talento) fue desde el principio saludada en Francia como lo que era: una revelación y un pequeño femónemo. La crítica se rindió y se volcó ante la apabullante brillantez de su prosa. Todos fueron unánimes en saludar en ella a un astro del planeta Kafka, una luminaria de la que estaban muy necesitadas las letras francesas después de tanta presunción y tanto desencanto. A todos les llamó también la atención su gran sabiduría y su asombrosa capacidad de asimilación.
¿Y como puede saber tanto una chica tan joven? ¿Como ha podido vivir tanto -porque tiene mil años- en tan poco tiempo? Quizás sufriendo, quizás añorando, supliendo la experiencia directa por la memoria ancestral de una ausencia. La añoranza de un lugar de donde ser de verdad, plenamente, donde poder quedarse. Y quizás una gran soledad. La autora tiene un doble origen: africano y francés que podría explicar ese desarraigo y esta búsqueda. Su padre es del Senegal y vivió siempre lejos de ella. Su madre es francesa, de provincias, de uno de esos lugares desangelados (ahí nació Marie) de la Francia profunda y aburrida donde las mañanas se confunden con las tardes en un continuo temporal, gris y monótono. Todo eso se refleja en sus novelas. Tanto En familia como La hechicera nos transportan a un mundo egoísta y cruel, cerrado al extranjero, en suma hostil. La fábula se desarrolla en círculos concéntricos desde la periferia gris y lluviosa de las ciudades (siempre de provincias) hasta el centro -por fin alcanzado para ser perdido de inmediato- luminoso, solar, radiante. El personaje principal de La hechicera es una joven madre con poderes de videncia, transmitidos por vía materna, que ella tiene que transmitir a su vez a sus hijas ya adolescentes. Lucie es consciente de que no es gran cosa como hechicera, no como su madre que es una gran bruja, y confía en que sus hijas puedan ejercer plenamente esa sabiduría ascentral. Pero Lucie no sólo es una bruja frustrada, también es una madre y una hija frustrada, amén de una esposa frustrada. Es una fracasada nata, sus hijas no la quieren, su marido la desprecia, su adorada madre no la necesita y su desalmado padre la utiliza. En realidad es alguien que está a medio camino de todo y por supuesto muy lejos de la felicidad. Los personajes que la rodean son feroces, la ignoran y apenas posan sobre ella sus miradas de fiera (su “mejor” amiga y vecina) o de pájaro de presa (sus propias hijas, que en poco tiempo llegan a ser grandes hechiceras). Por eso, cuando la amiga estúpida y cruel que maltrata a su propio hijo de corta edad y que acaba triunfando en toda la regla en la vida, la quiere contratar en suUniversidad Femenina de Salud Espiritual la pregunta primero: “Oye, Lucie, ¿tú le importas a alguien?”, poniendo así el dedo en la llaga del conflicto emocional y existencial de la protagonista y quien sabe si de la propia autora.
Como en Kafka, la defensa ante tanto pretendido mal es un corrosivo sentido del humor y la lógica del absurdo, incorporada con transparencia y gran fluidez a la secuencia narrativa que está conjugada siempre en el mismo tiempo sin saltos ni intermitencias temporales. La presencia de los elementos sobrenaturales o “fantásticos” sigue satisfactoriamente el esquema -ya clásico- del realismo mágico. Es evidente que Marie Ndiaye ha leido mucho (Proust, James, los novelistas rusos y los novelistas latinoamericanos) y asimilado mejor, porque toda esa semilla caía en un magnífico terreno abonado. Pero pesar de todas sus excelencias y de su gran calidad, La hechicera es una novela que me parece inacabada o terminada muy deprisa. Hay en ella elementos que merecían un mayor desarrollo, como la Universidad Femenina de Salud Espiritual de Isabelle O , tan sólo esbozada y que podría haberse convertido en un lugar a medio camino del Teatro de Oklahoma de la América de Kafka, donde los desarraigados encuentran por fin su patria y su familia, y del Instituto Benjamenta del Jackob von Gunten de Robert Walser, escuela de la mediocridad y del fracaso. No obstante, vale la pena adentrarse en ella y descubrir ese mundo tan peculiar e inquietante de Marie Ndiaye, apoyado en este caso por la impecable traducción de María Teresa Gallego, modelo de pulcritud y eficacia.
Lo que suelen buscar los editores en los jóvenes escritores (al menos este es el caso en España) es el éxito fácil. Generalmente el argumento simple, casi inmediato, no traduce nada, no esconde nada, porque sólo está sustentado en la satisfacción inmediata de los placeres más nimios y adolescentes, restos flotantes de una indigestión de plástico, telebasura, rayo láser y discoteca céntrica como la que padece la juventud en la actualidad. ¿Pero basta con eso para convertirse en novelista? Es evidente que no, es preciso vivir, es preciso observar, digerir, transmutar después la vivido en material narrativo, en otra cosa. Es preciso leer y es preciso escribir. Leyendo este libro (como leyendo las otras novelas de esta autora) se atreve una a pensar que a veces vale la pena que los editores publiquen a “cualquiera” si gracias a eso se consigue descubrir a “alguien”. Como por ejemplo a Marie Ndiaye que es, a mi entender, una de las escritoras más originales, creativas y profundas que hay en este momento, no sólo en Francia, sino en toda Europa.
Marie Ndiaye, La hechicera, traducción de María Teresa Gallego Urrutia, Madrid, Siruela, 1997, 124 pp.
18/01/11 en Revista de Libros | Enlace permanente | Comentarios (0)
El redescubrimiento de la vida y la obra de Colette, hasta el momento, asombrosa e injustamente olvidada, se inició felizmente en la última década del recientísimo siglo pasado. En 1990, Herbert Lottman, el biógrafo de Camus, Flaubert y autor de uno de los libros más interesantes y reveladores sobre los intelectuales franceses y el compromiso político (La rive gauche) puso al alcance de las nuevas generaciones de lectores la sorprendente vida de esta escritora francesa, una de las más interesantes del siglo, en un libro escrito con una perspectiva bastante menos respetuosa que la que predomina en la biografía que a su vez publicó en 1999 Claude Pichois, un conocido especialista en la obra de Colette.
Ahora, con esta nueva biografía que publica la editorial Siruela y con algunas iniciativas como la de Ediciones del Bronce (también Pre-Textos publicó hace poco una nueva traducción de El nacer del día), es de esperar que salgan de una vez del purgatorio obras imperecederas que no han perdido un ápice de su frescura, ni lo perderán, pues tienen todas ellas un tono inalterable de vibrante modernidad. Es una lástima que en el imaginario de los lectores se haya impuesto la idea de Colette como una escritora anticuada (a lo sumo se le concede el beneficio de ser una gran estilista) que habla de gatos, perros y de las delicias de la vida del campo. Ya es hora de que los lectores actuales se enteren de que la obra de Colette, como la de Proust (no es de extrañar que se admiraran mutuamente ya que ambos son unos egocéntricos y unos mitómanos de tomo y lomo), es una monumental búsqueda de la belleza y del tiempo pasados que incluye toda una reflexión y descripción de sentimientos y sensaciones, expresados con una plasticidad y una sensualidad que sólo puede calificarse de impresionista. Colette, sin dejar de hablar constantemente de ella misma, abre con pasmosa naturalidad la puerta de la casa, poniendo el dedo en la llaga de todas las conciencias, ya sean individuales o colectivas.
Mis aprendizajes, libro del que Ediciones del Bronce acaba de rescatar una antigua y muy deficiente traducción, es una prueba de todo esto. En esta obrita, totalmente autobiográfica, Colette nos desvela algunos de los misterios de su extraña relación con Willy, aquel escritor coyunturalmente famoso a quien ahora sólo se le recuerda por haber sido su primer marido; un simpático y farandulero ladrón de ingenios que la utilizó como negra literaria y que firmó las primeras obras de Colette, las novelas de Claudine, famosas por su tonillo atrevido y escandaloso. Colette aprovecha aquí el ritmo algo descuidado de los recuerdos literarios escritos a vuela pluma (magníficos, sus retratos de los personajes más conspicuos de la bohemia parisina de principios de siglo como la Bella Otero, la actriz Polaire, los escritores Jean Moréas, Jean Lorraine, Pierre Louys) para vengarse casi cruelmente de ese hombre de cuyo amor tuvo que huir para emanciparse literariamente. Una emancipación que, en su caso, no conocería límites. Sirva su caso de ejemplo frente a la incomprensible actitud de una mujer que fue su contemporánea; me refiero a María Lejárraga, la esposa de Gregorio Martínez Sierra que soportó esa «negritud» literaria hasta el final. Historia que resulta todavía más increíble si se tiene en cuenta que María Lejárraga fue, además, una feminista militante (cosa que habría horrorizado a Colette) y una socialista que recorrió España para encontrar soluciones al problema de la sumisión de la mujer…
Antes de esta biografía de Colette, a la que dedicó nueve años, la norteamericana Judtih Thurman había publicado otra de Karen Blixen (o Isak Dinesen, como se quiera), por la que recibió el premio Nacional de biografía. Incluso llegó a colaborar como productora asociada en la famosa película Memorias de Áfica. Además de estos libros, Thurman escribe artículos sobre literatura, cine y moda en diferentes medios de comunicación. Para alguien con estos antecedentes, Colette y su mundo han tenido que ser fascinantes porque esta escritora tuvo, ciertamente, una vida de lo más peliculera: actriz de teatro, cabaretera, casada varias veces y con una escabrosa vida sentimental pero al mismo tiempo, y sobre todo, escritora de renombre, que recibió todo tipo de distinciones y honores (legión de honor, Academia Goncourt, Academia belga de la lengua, donde sucedió a Anna de Noailles) y tuvo una vejez larga y respetable.
En principio podría parecer que la vida de una autora sobre la que existe una amplia biografía y que, además, está hablando constantemente de sí misma es en su propia obra, es pan comido para el biógrafo. Pero una cosa es la realidad pura y dura, que el biógrafo ha de hurgar con la mayor impudicia, y otra la realidad transmutada –-¡y con cuánto virtuosismo!– en obra de arte. Colette, mujer astuta y hábil manipuladora sabía perfectamente que no hay mejor manera de ocultar una cosa que servir en bandeja otra que se le parece de forma portentosa: «¿Piensan ustedes, al leerme, que estoy haciendo mi retrato? Paciencia: es sólo mi modelo.», escribió ella misma en El nacer del día. Si Lottman había conseguido desenmascarar algunas ocultaciones muy significativas que todos los anteriores biógrafos se habían tragado fiándose de la fuente, esto es, la propia Colette, Judith Thurman (ventajas de escribir después) ha querido ahondar en esos «secretos de la carne» de la escritora, en eso que ella llama el « hermafroditismo mental» de Colette, totalmente subversivo, que rompe los esquemas feministas de todas las época a pesar de que su obra, en particular la periodística, es un alegato constante a favor de los derechos de la mujer. Pero incluso aquí todo lo arropa con su arrolladora sensualidad, que tanto repele a la pacata y fría intelectualidad del feminismo programático.
El mérito de Thurman, que ha investigado gran cantidad de documentos nuevos, entrevistas y cartas inéditas, consiste en poner de relieve algunos aspectos, muy conocidos de la vida de Colette, que todos habíamos asumido como ciertos, inducidos por su prosa y por sus exegetas, para descubrir por ejemplo que ni la relación con su madre (Sido, uno de sus mejores «personajes» literarios) fue tan idílica, ni la explotación literaria a la que le sometió Willy (de cuyo yugo como ya dije supo liberarse a tiempo) fue tan impuesta como ella pretendió que creyeramos, ni su vida «licenciosa» tan excepcional como podría parecer. Lo que se conocen como sus «excesos» –lesbianismo, desafío de las convenciones sociales al aparecer desnuda en el escenario, etcétera– eran características comunes a la bohemia de fin de siglo. Pasado ese momento, Colette se dedica a explotar, con todo derecho y un notable talento, una imagen totalmente literaria que había creado de ella misma y que la convirtió en una de las grandes escritoras francesas de todos los tiempos. Particular interés tiene toda la época de la ocupación nazi y la ambigua actitud de Colette durante la misma, aún más extraña si se considera que su último marido era judío y estuvo deportado. Es evidente que esto último, unido a su celebridad y a su avanzada edad, la mantuvieron a salvo de cualquier iniciativa vindicativa y a pesar de ello, como indica Judith Thurman, Colette condenó la depuración con bastante más contundencia que la que utilizó para condenar la Ocupación.
Pero lo que predomina en el retrato de Thurmann es la gran hedonista, la gran gozadora, la gran fagocitadora de vidas ajena que fue esta notabilísima mujer, a quien no amedrentó la edad madura (se casó por tercera vez con un hombre veinte años más joven y durante mucho tiempo fue amante de su jovencísimo hijastro) y cuya prosa, de tremenda plasticidad metafórica y de una riqueza léxica apabullante, dejó pasmados a escritores como André Gide (de él es la frase de donde sacó Thurman el título), Jean Cocteau, François Mauriac, Marcel Proust, por citar a los franceses más conocidos y, entre los anglosajones a escritores tan dispares como a Graham Greene, o Truman Capote (que conoció a Colette ya anciana, con ese aspecto de vieja actriz pintarrajeada que hizo época) y en España, a Pío Baroja, Corpus Barga, y Azorín. En suma, una excelente biografía de una mujer que además de escribir prodigiosamente, ejemplifica la independencia femenina como ninguna otra lo ha hecho jamás en época alguna.
El libro se completa con una amplia bibliografía sobre Colette en la que hay, supongo que obra de la traductora, Olivia de Miguel que ha realizado una notable labor, un apartado dedicado a las traducciones de Colette al español donde se puede ver que, con contadísimas excepciones, las editoriales que se atreven con ella recurren a las mismas traducciones de siempre, plagadas de errores.
Colette, Mis aprendizajes, traducción de Domingo Pruna. Ediciones del Bronce, Barcelona, 2000 , 119 páginas. 1700 ptas.
Judith Thurman, Secretos de la carne. Vida de Colette, traducción de Olivia de Miguel, Siruela, Madrid, 2000, 755 páginas.
18/01/11 en Revista de Libros | Enlace permanente | Comentarios (0)
Algunos libros nacen rodeados de mimos y cuidados que no siempre redundan en su favor pues ponen de relieve sus insuficiencias. Este es el caso del que nos ocupa. Reuniendo en un solo volumen dos libros muy distintos (Las casetas de baño y Rue d’Aboukir) la Galaxia Gutenberg del ahora prestigioso Círculo de Lectores no pretende otra cosa, sin duda, que rendir homenaje a la memoria de su autora, totalmente desconocida en España. Monique Lange, nacida en 1926 y fallecida repentinamente en 1996, estuvo unida sentimental y existencialmente a Juan Goytisolo a quien ayudó de manera especial en su carrera literaria desde el puesto directivo que ocupaba en la Editorial Gallimard, como también ayudó a muchos otros españoles que llegaban a París por aquellos años de exilio, forzado para algunos e inducido o voluntario para otros, pero siempre cruel. ¿Por cierto, para cuando la historia de la edición contemporánea europea donde se nos cuente cómo se boicoteó a las editoriales españolas por motivos puramente políticos, pues se creía -esa era la consigna en la época- que así se derrocaría antes al régimen de Franco? Porque no sólo fue la censura franquista la que impidió que se tradujeran muchas cosas. También algunos editores, como Gallimard y algunos autores, como Malraux, prohibieron que se tradujeran sus libros en España, mientras gobernara Franco, sin darse cuenta que con esa actitud ayudaban en realidad a quienes pretendían derrocar, al anticiparse a un posible rechazo -no siempre asegurado- de los censores. A quienes sí perjudicaron fue a los lectores españoles que no tenían la culpa de nada. Hay mucha gente que no sabe esto y convendría decírselo. Y también conviene recordar que ya existía la editorial Seix Barral donde se empezaban a publicar, precisamente en aquellos años duros muchas cosas que, en principio, parecían imposibles.
La verdad es que los años cincuenta y sesenta fueron muy difíciles para los españoles, tanto dentro como fuera de España, pues si dentro el panorama cultural era hostil y desolado, fuera, en el excesivamente mitificado “extranjero”, resultó ser bastante negativo y retrasó de manera considerable el rearme moral del que estaban tan necesitados los escritores españoles. Me explico: con su postura victimista y autopunitiva la intelligentsia española antifranquista instalada en París (pues no ocurrió lo mismo con la que se instaló en las dos Américas) contribuyó a que, en Francia y a través de Francia en el resto de Europa, se impusiera la imagen de una España inculta, prácticamente ágrafa y sin pasado consistente. Sin duda esa actitud, más que a un plan premeditado, obedecía a criterios políticos muy arraigados en nuestro país (decía Galdós que en España el rencor es un argumento político) y al factor psicológico, plenamente humano, de agradar a quienes te ayudan estimulando su piedad y su paternalismo. A veces he llegado a pensar que uno de los muchos males del franquismo fue el tipo especial de antifranquismo que generó. Todavía estamos sacudiéndonos el barro que unos y otros echaron sobre nuestra cultura, los franquistas porque quisieron reducirla a un mero recuerdo de pasadas glorias sofocando, mediante una censura pacata y rencorosa, la voz y el talento de quienes podían continuarlas, y los antifranquistas, porque para oponerse al franquismo negaron todo tipo de glorias pasadas, presentes o futuras que se pudieran dar o haber dado en España. El catálogo de errores y de necedades a que dieron lugar una y otra postura sería largo y digno de un estudio pormenorizado.
Precisamente el libro de Monique Lange es fiel reflejo de estas penosas circunstancias. De los dos libros que aquí se traducen Las casetas de baño (1982) es el mejor y el más interesante desde cualquier punto de vista. En esta novelita corta, escrita en su edad madura, los elementos autobiográficos son una constante hasta el punto de que se pueden encontrar muchas claves de la vida y de la literatura del propio Goytisolo. La autora relata el rito de pasaje amoroso de una mujer, convaleciente de una grave depresión, que entra en un período de su vida en el que el amor dejará de estar regido por el deseo para nutrirse de recuerdos no demasiado satisfactorios desde el punto de vista erótico pero muy intensos desde el punto de vista afectivo. En la narración se intercalan episodios de su vida en los que los españoles y España están presentes, con mucha sangre de toro, mucho vino y mucha jarana nocturna de por medio, porque otro de los enigmas de esa época todavía reciente es la extraña coincidencia entre los enemigos (franquistas y antifranquista) en unirse en una causa común nacional. Me refiero a los toros, el flamenco y el tapeo por tabernas oleaginosas del barrio chino de Barcelona, como si en España, esa España que la autora/protagonista visita con frecuencia, no hubiera nada más relevante en qué fijarse, sobre todo cuando se la quiere salvar de aquellos que precisamente fomentaban esas “aficiones” por encima de cualquier otra.
En los cuentos, más primerizos, que siguen a esta novelita, en particular los titulados Rue d’Aboukir y La playa española, Lange vacila entre una escritura intimista y testimonial, de corte existencialista, y las obligaciones que le impone su compromiso político, que no necesitó de la existencia de Goytisolo ni de los españoles exiliados para manifestarse, pues ella misma fue una decidida activista de izquierdas y fue procesada por firmar el “Manifiesto de los 121” en favor de la deserción, durante la guerra de Argelia. Como siempre que la denuncia política se mezcla con la literatura (salvo honrosas excepciones) el resultado es insatisfactorio y suele ir en detrimento del componente puramente literario. En este caso, la autora no duda en sacrificar su tendencia al lirismo en aras del ya citado “compromiso” político y consigue un producto que se queda a medio camino de nada. Rue d’Aboukir narra el episodio de una criada italiana (en realidad, la esposa de un industrial de Milán que huyó asqueada de los privilegios -léanse comodidades- de su clase social) dispuesta a sacrificarse para salvar de la cárcel a su amado “señorito”, comprometido con el FLN argelino. La playa española es un ejemplo de todo lo dicho anteriormente sobre la complacencia (y la consigna) en dar una imagen reductora y tópica de España. De muestra, un botón: “En España hay siempre niños en las rodillas, mujeres de rodillas y madres que lloran” (sic), y otras cosas en el más puro estilo de la época.
En el último cuento de esta serie, El entierro, la escritora de verdad reclama sus derechos y se impone a su omnipresente compromiso político. Todo su talento, lo que ella podía haber sido y haber explotado, está contenido aquí, aún más que en Las casetas de baño. En él, ejerce su maestría literaria y da rienda suelta a sus verdaderas obsesiones, la reiteración de la memoria, la angustia existencial, el sentimiento de culpa osbesivo y sofocante se expresan a través de la repetición secuencial de determinadas palabras y frases, junto a la alternancia de modos y tiempos verbales. Pero en general Monique Lange como creadora no parece haber tenido demasiada suerte ni tampoco lo que refleja de su vida parece demasiado positivo. Como dice Manuel Ruiz Lagos en su Epílogo, Lange es Dama Melancolía y así se nos muestra: una mujer atormentada empeñada en hacer, por medio de la literatura, una búsqueda del Santo Amor/Grial para encontrarse de bruces con la Soledad y la Muerte. Tampoco fue buena la etapa literaria que le tocó vivir, y ese “Nouveau Roman” al que pertenece en tono menor, se tuvo que nutrir con las sobras de lo que dejaron los grandes escritores que les precedieron, a ella y a muchos otros que, tristes como sólo ellos podían serlo, hicieron un banquete con dichas sobras y, conscientes de la cultura a la que pertenecían, utilizaron todos los recursos formales de la lengua francesa con fines algo destructivos y resultados casi siempre poco afortunados. Al intentar castigar, se castigaron ellos mismos, tanto, que incluso los mejores, -como decía Marthe Robert de Marguerite Duras, y por cierto, Monique Lange también pasó su infancia en Indochina- sólo pasearon su espejo de novelistas por un camino desierto.
Monique Lange, Las casetas de baño. Introducción de Juan Goytisolo. Traducción de Ana Inés Bonnín y José Martín Arancibia. Madrid, Galaxia Gutenberg, 210 pp.
18/01/11 en Revista de Libros | Enlace permanente | Comentarios (0)
La reciente publicación en español de parte de la correspondencia de Marguerite Yourcenar y la aún más reciente de una nueva biografía, denota hasta qué punto esa autora, de cuya pervivencia se llegó a dudar a raíz de su muerte, ha desafiado al olvido sin apenas haber pasado por el obligado purgatorio. Creo que, desde Colette, ninguna otra escritora de lengua francesa ha despertado tanta devoción. La razón hay que verla en el egocentrismo de sus respectivas escrituras, tan diferentes sin embargo, en ese yo apabullante y regio que exultaba en Colette y que en la Yourcenar, aunque también muy presente, se mantenía vergonzante. Hay otros paralelismos: la bisexualidad, la misoginia, y el amor militante por la naturaleza y los animales, situado en lo más alto de sus respectivas jerarquías amorosas, rasgo que, a mi entender, las acerca de manera notable.
Hay, además, en torno a ambas un intenso culto a la personalidad que en el caso de Marguerite Yourcenar, e Internet mediando, pues la red es, hoy en día, el baremo de la popularidad de un escritor, conocerá su apogeo este año 2003 en el que se conmemora el centenario de su nacimiento,. Basta ver los sitios reservados a su memoria para comprender que no sólo su obra, sino también su vida, tuvieron desde luego secuelas. Belgas, franceses y americanos, rivalizan a este respecto en inventiva, y la tarea está lejos de finalizar, dado el abundante material que permanece inédito y que, según la legislación vigente, lo seguirá estando hasta el año 2075. Los belgas porque Marguerite Yourcenar (anagrama de Crayencour su verdadero apellido) nació en Bruselas en 1903, de madre belga y padre de origen francés; los franceses porque eligió esa nacionalidad y fue, en 1980, la primera mujer en ingresar en la Academia de la Lengua y los americanos porque desde 1939 vivió en los Estados Unidos, amparada por su fiel compañera Grace Frick, con quien mantuvo una relación que recuerda bastante a la de Alice B. Toklas y Gertrude Stein, y porque adquirió la nacionalidad norteamericana en 1947, hasta que tuvo que recuperar la francesa para poder entrar en la Academia. Fue en los Estados Unidos donde Marguerite Yourcenar llevó a cabo la mayor parte de su obra y donde falleció, en 1987, siendo su tumba objeto de constante peregrinación literaria.
Desde que fue nombrada académica, en 1980, hasta la fecha de su muerte, obsesionada en todo momento por el control de su obra, Marguerite Yourcenar se dedicó a depurar su correspondencia cuya publicación deseaba póstuma, pero no aleatoria. A esa delicada tarea la ayudó Grace Frick, hasta que murió en 1979. Después, en medio de su vorágine amorosa y viajera, prosiguió sola esa desesperante y apasionante labor de archivera, a la que, por su misma literatura, estaba abocada. Las Cartas a sus amigos, son, a su vez una selección de esa criba, realizada por Michèle Sarde y Joseph Brami, quienes han escogido 300 de las más de 2000 cartas consignadas en el “Fondo Yourcenar” de Harvard. La escritora quería que su correspondencia se publicara bajo el título de Cartas a sus contemporáneos, pero los editores han preferido este otro título, más acorde con el tono confidencial y cordial de una correspondencia que tiene registros insospechados en una autora tan rigurosa, a la que vemos suelta, espontánea, aunque siempre erudita, comprometida con el mundo y disciplinada.
Los destinatarios son muy variados. Hay escritores muy conocidos, como Thomas Mann, editores, críticos literarios como Charles du Bos, Alain Bosquet, estrellas de cine como Brigitte Bardot, a la que pide que utilice su tirón mediático para proteger a las focas (y sabemos que la hizo caso), escritores y amigos de todas las nacionalidades, pues la Yourcenar fue una curiosa e infatigable viajera. Los temas son variados: desde arduos problemas de investigación y documentación para sus libros, hasta confidencias muy personales sobre problemas de dinero, de salud, o su deseo en un momento dado de adoptar a un niño. Especial significado tiene para nosotros la carta dirigida a Isabel García Lorca, fechada en 1960, de quien fue huésped durante una de sus visitas a España y a la que cuenta el peregrinaje que hicieron ella y Grace a Víznar, el lugar donde supuestamente está enterrado su hermano Federico. Decía Sándor Márai que las únicas obras honestas de los escritores son los diarios y las cartas, seguramente porque es donde mejor se retratan, afirmación que, en el caso de Marguerite Yourcenar, me parece rigurosamente cierta, pues nunca me ha parecido más cálida y vibrante que en estas páginas donde alcanza una dimensión más universal y, desde luego, más humana. Muchas de estas cartas permanecerán inéditas hasta el 2075, como dije, y no dudo que habrá personas que las querrán leer.
Esa humanidad la volvemos a encontrar en la biografía de Michèle Goslar, donde algunos de los episodios de la vida de Marguerite Yourcenar, vislumbrados a través de las cartas, aparecen inscritos en su verdadero contexto en estas páginas de investigación. Es imposible valorar Qué aburrido hubiera sido ser feliz (sacado de una cita de la escritora) sin tener en cuenta las ya existentes, en particular, la gran biografía de Josyane Savigneau, La invención de una vida, publicada en Alfaguara en 1992. Sin desdeñar su excelente labor de documentación, no considero que la señora Goslar aporte globalmente nada nuevo, excepto el esclarecimiento muy puntual de algunos antecedentes familiares que sitúan a Marguerite Yourcenar más cerca de esa “belgitud” que la biógrafa, también belga, está muy interesada en recuperar, para lo cual indaga en sus orígenes genuinamente belgas, investigando por unos derroteros a los que la señora Savigneau no tuvo acceso e intentando demostrar la influencia en la obra de su biografiada, de ciertos episodios y personas que la rodearon en su infancia y que están fuertemente vinculados a Bélgica y a la cultura belga.
También es muy valiosa la labor de actualización de datos, que en estos últimos diez años ha conocido numerosas innovaciones, entre otras, las ya mencionadas en Internet. Desde el punto de vista literario yo reprocharía a este libro la torpeza de su traducción española, en la que se encuentran cosas como “se levantó de buena mañana” y la poca fluidez narrativa en el momento –estelar en toda biografía que se precie- de las anécdotas, aunque ninguna de las dos mitiga su principal mérito: haber ahondado en el misterio de los orígenes de Marguerite Yourcenar, sutilmente enmarañados por ella misma en sus numerosos escritos memorialísticos.
Marguerite Yourcenar, Cartas a sus amigos, traducción de María Fortunata Prieto Barral, Alfaguara, Madrid, 2000, 808 páginas.
Michèle Goslar, Qué aburrido hubiera sido ser feliz, traducción de Nuria Pujol i Valls, Paidós, Barcelona, 2002, 419 páginas.
18/01/11 en Revista de Libros | Enlace permanente | Comentarios (0)
Tintín, el héroe de todas las infancias, el que recorrió el mundo enderezando entuertos y saliendo vencedor de cuantas arriesgadas empresas acometía, cumple setenta años. Con este motivo se ha vuelto a publicar en Bélgica el facsímil de su primer álbum, que se convierte así en el último: Las aventuras de Tintín, reportero del «Petit Vingtième» en el país de los soviets. Su creador era un belga llamado Georges Rémi que adoptó el seudónimo de Hergé, que es la manera de pronunciar RG (acróstico de Rémi, Georges) en francés, de forma que si fuera alguno de sus personajes habría que traducirlo al español por Erregé. Este juego gusta mucho a los belgas. Yourcenar, por ejemplo, es un acrónimo de Crayencour, el verdadero apellido de la escritora. La historia del álbum más buscado por los coleccionistas es la siguiente. El 10 de enero de 1929 aparecía, en blanco y negro, la primera aventura de Tintín y Milú de la que se tiraron 5.000 ejemplares y se hicieron hasta nueve ediciones. El editor fue el semanario católico juvenil, Le Petit Vingtième. Más tarde, cuando la editorial Casterman se ocupó de la publicación de sus álbumes, Hergé, ya famoso, se negó a que lo reeditaran no tanto porque lo considerara políticamente incorrecto (como han creído algunos), sino porque lo encontraba demasiado torpe. Entonces se convirtió en un álbum mítico hasta que en 1969 se volvió a publicar, a raíz del XL aniversario de Tintín, con una tirada de 500 ejemplares, a todas luces insuficiente pues provocó una oleada de ediciones piratas. Por eso Hergé permitió que, en 1973, Casterman lo incluyera en el primer volumen de la colección «les Archives Hergé» junto a sus otros dos primeros álbumes: Tintín en el Congo y Tintín en América. A pesar de ello la piratería siguió hasta que, en 1981, se hizo un primer facsímil y, por fin, tras otro largo período de carencia, esta última reedición conmemorativa que nos llega ahora traducida al castellano por Editorial Juventud, la misma que se ocupó de publicar en España, desde finales de los años cincuenta, los 23 álbumes de la serie protagonizada por el quijotesco reportero y su juicioso perrito. Todos ellos, menos éste que nos ocupa que ha sido traducido por José Fernández (que nadie se llame a engaño, no se trata del famoso traductor del ruso sino de un pseudónimo colectivo utilizado por la editorial para enmascarar una pésima traducción), en versión de Concepción Zendrera que ha salido victoriosa de uno de los mayores retos a los que se puede enfrentar un traductor literario.
Así como Tintín en el Congo y Tintín en América han sufrido correcciones importantes en el tratamiento de determinados aspectos, demasiados tópicos, y se han corregido algunos clichés, casi todos relacionados con el positivo cambio de mentalidad acaecido en Europa (y en el propio Hergé) a raíz de la descolonización y otras circunstancias políticas, Tintín en el pais de los Soviets permanece tal cual y lo que en una época se consideró improcedente, por su anticomunismo primario, es hoy saludado como el producto de una lucidez rayana en la clarividencia, aunque algo ingenua, todo hay que decirlo, pues la crítica de Hergé no surgía de un conocimiento exhaustivo ni contrastado del tema sino que se inscribía en el bien asumido conformismo del autor frente a las ideas políticas del momento (que no siempre fueron tan acertadas como en este caso). Hoy se sabe que las fuentes de Hergé para la confección del álbum se limitaron al libro de un tal Joseph Douillet, ex cónsul belga en Rostov, publicado en 1928 con el título de Moscou sans voiles. Pero tampoco su descubrimiento del agua en Aterrizaje en la luna procedía de un riguroso conocimiento científico (inconcebible, por otra parte, en la época) sino de ese mismo olfato, de esa intuición genial del artista que da en el clavo sin profundizar demasiado. En cuanto al aspecto formal, a pesar de su evidente torpeza, se impone el carácter innovador. Hergé estaba entonces muy influido por los cómics americanos e incorpora el diálogo en la viñeta (el bocadillo), técnica aún desconocida en Europa donde todavía se ponía un texto explicativo debajo de las imágenes. Este álbum tiene además un valor doblemente testimonial al ofrecernos, de manera evidente, el desarrollo del talento creativo de Hergé quien a través de las 138 páginas del álbum consigue perfilar casi definitivamente a sus personajes.
Hay que decir que una vez pulverizado el marxismo «por sus propias contradicciones internas» -tal como Marx auguraba al capitalismo que, sin embargo, se muestra cada vez más agresivo y pujante- esta reedición viene muy a tiempo y encuentra a todo el mundo preparado para recibirla con benevolencia. Es evidente que, por fin, criticar a la Unión Soviética ya no es políticamente incorrecto y en Francia, los propios comunistas ortodoxos, representados por el periódico l´Humanité, que en 1981 habían visto con muy malos ojos la reedición del facsímil de Tintín en el país de los soviets, aplauden la de ahora no sin subrayar que su aparición indica un cambio en el contexto político. L´Humanité, en su «especial Tintín», admite que hay que comprender a Hergé en el contexto «antibolchevique» de la Bélgica de los años treinta y entre los documentos que publican figura el telegrama que dirigió en su día Georges Marchais a Hergé otorgándole una «circunstancia atenuante al padre de Tintín, ese hombre de derechas que asumió las convicciones de su siglo pero que era también un maravilloso donante de sueños compartidos por numerosas generaciones». Marchais, con sensatez, se hizo eco de las declaraciones autoexculpatorias de Hergé, ya al final de su vida: «Tanto para El Congo, como para Tintín en el País de los Soviets, yo estaba poseído de los prejuicios del medio burgués en el que vivía. Era 1930 (...) dibujé según el más puro espíritu paternalista que era el de la época». (Numa Sadoul, Entretiens avec Hergé).
Pero la guinda sobre la tarta de nata no la han puesto los comunistas, al autorizar por fin a sus seguidores a leer unos textos que ya se sabían todos de memoria, sino la Asamblea francesa que hace poco debatía la pertenencia política del personaje de Hergé. La izquierda disputaba a la derecha la ideología del personaje y algunos «disputados» llegaron a reivindicar el izquierdismo de Tintín, comparándolo al Che Guevara, defensor de la revolución permanente, lo que sin duda habría divertido a Hergé e indignado al Che Guevarra. Para que las palabras no se las lleve el viento, el debate se plasmará en un libro que hubiera hecho las delicias de Flaubert y con el que se podría enriquecer su obra inacabada (e inacabable), aquel Tontario donde iba recogiendo las enormidades que han dicho y escrito los grandes hombres.
También, desde el punto de vista documental, sabemos ahora casi todo sobre la vida privada y pública de Hergé gracias a la biografía de Pierre Assouline, traducida recientemente al español. El escritor francés, especialista en desvelar enigmas, ya había desmitificado en su día a otro de los belgas más famosos y traducidos del mundo, el novelista Simenon, al que puso a la altura del betún en el plano moral, para no hablar de su comportamiento político durante la Ocupación, bastante menos «ingenuo» que el de Hergé. Assouline era consciente del disgusto que iba a producir a ciertos belgas al ocuparse nuevamente de uno de sus más eximios representantes, pero no todos pensaron igual, en particular su viuda, Fanny, presidenta de la Fundación Hergé que le prestó toda su ayuda. Gracias a ella no dejó una parcela sin investigar, ya fuese carta, dibujo, cartel publicitario o edicto.
Para empezar analiza al hombre en todas sus etapas: infancia y adolescencia grises (a pesar del misterioso origen de su familia paterna, supuestamente emparentada, por vía natural, con la más rancia aristocracia, tal vez con la realeza), con esa grisura desesperante de los países llanos. También Michaux –otro belga algo menos famoso- había transmitido de forma cruel esa ausencia de color, esa desventura que actúa como un reúma del alma y produce seres de escaso calor afectivo, lo que les empuja a refugiarse fuera. Michaux lo hizo en la mescalina y Hergé en los principios exaltados de lo que Assouline llama «la scout connection» y el lobby católico: compañerismo, obediencia, fidelidad a la causa, etcétera. Por eso cuando fracasó en su intento de estudiar Bellas Artes no tuvo problemas para trabajar en el periódico ultracatólico Le Vingtième Siècle. El tono del semanario en el que colaboraba era de un antisimetismo visceral y tenía máxima difusión entre la juventud. George Orwell ha analizado la eficacia manipuladora de este tipo de publicaciones que siempre han gozado del favor de todos los regímenes totalitarios tanto fascistas como comunistas.
A Hergé no le gustaban los partidos ni la propaganda pero su natural obediente y manso le impedía cuestionar los dictados de sus superiores e ilustraba libros y panfletos ultras sin rechistar, más atento a la forma que al contenido porque, ante todo, se sabía un artista. Aquellos años de entreguerras fueron duros en todas partes. En Francia se produjeron quemas públicas de números de Mandrake el Mago, Batman y Supermán, considerados peligrosos por su contaminación moral. Hergé, a pesar de su militancia, tampoco escapó a la censura católica y vió cómo las inocentes expresiones que ponía en boca de sus personajes del tipo de «¡Qué suerte!» se convertían en «¡Loada sea la divina providencia!» y cosas así. Ante este panorama no es dificil comprender que el joven Hergé no notara demasiados cambios en su semanario cuando se produjo la Ocupación de Bélgica por la Alemania nazi. Más que colaborar lo que hizo fue seguir trabajando como hasta entonces, sin mayores problemas de conciencia. Tras la Liberación, y aunque en Bélgica la ajustes de cuenta fueron menos fratricidas que en Francia, fue purgado, como todos los que colaboraron en los periódicos y revistas durante la Ocupación. Hergé, que consideraba injusto lo que le estaba pasando, cayó en una depresión profunda que casi dio al traste con su carrera. Una vez rehabilitado empezó a trabajar con nuevos bríos y con el resultado que todos conocemos: 150 millones de ejemplares traducidos a 40 idiomas y una legión de admiradores que forman una verdadera secta, la de los tintinófilos.
El libro de Assouline no descubría nada que no estuviera ya perfectamente asumido por los belgas: que el antisemitismo y el racismo eran la moneda corriente en los años de formación del joven Hergé, pero después de la publicación de esta biografía se puede decir que se la levantado la veda y han aparecido unos cuantos títulos bastante más agresivos, como por ejemplo el del grafista neerlandés Huibrecht Van Opstal, Tracé RG, le phénomène Hergé, recién traducido al francés, en el que el autor llega a cuestionar la paternidad de los dibujos de Hergé, acusándole casi de plagiario. Incluso va más allá que Assouline al desvelar nuevas vinculaciones del famoso artista con la ideología fascista. A pesar de su riguroso aparato documental, el libro no ha convencido del todo pues sus argumentaciones son excesivamente suspicaces ya que todo el mundo sabe que Hergé no trabajó solo. Cuando su fama se consolidó y tuvo que atender a demasiados compromisos se vio obligado a vencer los escrúpulos de independencia y perfeccionismo y creó una verdadera factoría, los Estudios Hergé, donde trabajaron los mejores ilustradores de la época, algunos con obra propia como Jacques Martin, Bob de Moor (creador de Barellli, Monsieur Tric, Cori le Moussaillon,), Edgar-Pierre Jacobs (creador de Blake y Mortimer) y un sinfín de dibujantes que él dirigía con mano de hierro y a quienes, según nos cuenta Assouline, no pedía menos de lo que se exigía a sí mismo.
Aunque el mundo de Hergé gravita en torno a Tintín, no se limita a él. Creó también otros personajes como Jo, Zette y Jocke, o Quick y Flupke, los dos pilletes bruselenses, así como todo tipo de diseños publicitarios, cubiertas de libros y revistas, tarjetas de Navidad, etcétera. Pero sobre todo, para arropar a Tintín y darle un soporte más real, Hergé creó toda una serie de comparsas, una verdadera familia de papel, que a veces han llegado a eclipsar a la estrella principal. Además de Milú, su contrapunto y compañero inseparable, están el Capitán Haddock, quien, por fin, le da al joven reportero un domicilio conocido -el castillo de Moulinsart-, los dectectives Hernández y Fernández (afortunada traducción de Dupont et Dupond, que en inglés se convierte en Thompson and Thomson), el profesor Silvestre Tornasol (Tryphon Tournesol, en inglés Cuthbert Calculus) y el único personaje femenino de la serie, la incomparable y temible cantante de ópera, Bianca Castafiore, protagonista absoluta de uno de los álbumes más famosos de la serie: Las joyas de la Castafiore. La arrolladora diva se le escapó totalmente de las manos a su creador y se convirtió en un personaje mucho más importante de lo que éste había pensado en un primer momento. Objeto de culto especial, la Castafiore ha hecho derramar mucha tinta y mucho talento. El filósofo Michel Serres le dedicó un estudio titulado Les bijoux distraits ou la cantatrice chauve (¿perciben el guiño metaliterario?), publicado en la revista Critique (1979). Aunque le halagaron, las interpretaciones de Serres dejaron perplejo a Hergé, a quien se le hacía muy difìcil comprender que su álbum pudiera representar de forma irrefutable «la monadología contemporánea». La tintinomanía se extendió como una epidemia, fomentada por los propios Estudios Hergé que no han desdeñado comercializar ningún producto derivado, en el mejor espíritu americano, tan admirado por Hergé. Setenta años después de la creación de su mejor personaje los seguidores de su obra son legión y pertenecen a todas las edades y estamentos: los niños, los padres de los niños, los estadistas como De Gaulle, ciertos intelectuales como el ya citado Serres, o algunos cineastas como Steven Spielberg que estuvo a punto de colaborar activamente con Hergé a quien rinde homenaje en repetidas ocasiones, en particular en la película Indiana Jones y el templo maldito. Creador de la «línea clara» y de una nueva manera de narrar en viñetas, Hergé es a los cómics lo que Priestley al rock o Hitchock al cine de intriga y de acción: se podrá componer, filmar o dibujar de otra manera pero nadie que haga estas cosas después de ellos podrá permanecer fuera de la órbita de sus respectivas obras.
Pierre Assouline, Hergé, Traductor: Juan Carlos Durán Romero, Destino, Barcelona, 1998, 440 pp.
LXX Aniversario de las Aventuras de Tintín, Las aventuras de Tintín, reportero del «Petit Vingtième» en el país de los soviets, 1929-1999, Editorial Juventud, Barcelona, 1999. Traductor: José Fernández, 138 pp.
Huibrecht Van Opstal, Tracé RG, le phénomène Hergé, traducido del neerlandés, Claude Lefrancq éditeur, 1999. 244 pp.
Bibliografía:
Jean-Marie Apostolides, Les métamorphoses d´Hergé, Casterman, Tournai, 1983
Benoit Peeters, Le monde d´Hergé, Casterman, Tournai, 1983
Numa Sadoul, Entretiens avec Hergé, Casterman, Tournai, 1983
18/01/11 en Revista de Libros | Enlace permanente | Comentarios (0)
lun. | mar. | mié. | jue. | vie. | sáb. | dom. |
---|---|---|---|---|---|---|
1 | 2 | 3 | 4 | |||
5 | 6 | 7 | 8 | 9 | 10 | 11 |
12 | 13 | 14 | 15 | 16 | 17 | 18 |
19 | 20 | 21 | 22 | 23 | 24 | 25 |
26 | 27 | 28 | 29 | 30 | 31 |