Publicado en Corcillum. Estudios de Traducción, Lingüística y Filología dedicados a Valentín García Yebra
(coord. Consuelo Gonzalo García y Pollux Hernúñez)
Editorial Arco/Libros, Madrid, 2006, 1078 páginas
ISBN 84-7635-648-X
“Yo no creo que haya nada que enriquezca tanto una lengua como las traducciones que se hacen a esa lengua, entendiendo como traducción no solamente lo que normalmente llamamos así, que podemos llamar también, para distinguirla de la otra, la traducción explícita o escrita, sino también la que yo he llamado traducción implícita, que es la que se hace cuando uno lee en una lengua extranjera cosas que luego utiliza en la suya y, por consiguiente, esa lengua extranjera influye en lo que él escribe en su propia lengua. Esos dos sistemas de traducción han enriquecido todas las lenguas del mundo.”
(Entrevista realizada por mí a Valentín García Yebra, Cuadernos Cervantes de la Lengua Española, nº 5 Noviembre de 1995, pp.24-31)
Por circunstancias que no vienen al caso, he ido distanciándome de la práctica intensiva de la traducción, que durante mucho tiempo fue mi principal actividad, a favor de la escritura. Sin embargo, tengo razones muy poderosas para suponer que nunca dejaré de traducir, como mínimo, dos libros al año mientras no me ataque alguna dolencia cerebral que me lo impida y que será, por otra parte, la misma que me impida escribir, lo cual ratifica una vez más el parentesco entre ambas actividades. Avanzaré aquí algunas:
a) porque considero que la traducción es una prolongación de la actividad creadora: una forma diferente de creación, más difícil, si cabe, y también más generosa.
b) porque al obligarnos a ceñirnos a una estructura ajena, pensada y elaborada por otro, la traducción se convierte en un ejercicio de escritura sin parangón: asombra que no se utilice en los talleres de creación literaria.
c) Para terminar, porque aunque nos quejemos de la escasa retribución de la traducción, al menos está retribuida, cosa que no siempre ocurre con los hijos directos del espíritu que a veces se quedan inéditos, muertos de risa (o de pena) en una triste carpeta de nuestro archivador o, lo que es peor, en los archivos del editor, la antesala del crematorio.
Dicho esto, quisiera transmitir aquí, con ocasión del homenaje a Valentín García Yebra, una serie de consideraciones sobre el ejercicio de la traducción, que he ido desgranando en diversos foros[2], y a las que no han sido ajenas las lecciones recibidas del maestro, a través de sus escritos y de su ejemplo.
Traducciones y traductores.
Proust consideraba que en el texto de todo escritor hay otro anterior escrito por el tiempo, escrito por la vida, que él sólo tiene que interpretar, como un traductor interpreta el texto de otro a su propio idioma. Exactamente dijo:
“...el único libro verdadero, un escritor no tiene que inventarlo en el sentido corriente, porque ya existe en cada uno de nosotros, sólo tiene que traducirlo. El deber y el trabajo de un escritor son el deber y el trabajo de un traductor.”[3]
Por su parte, el escritor francés Michel Tournier, que fue traductor antes que escritor, durante una mesa redonda a la que tuve el honor de acompañarle en el Círculo de Bellas Artes, narró una hermosa fábula para ilustrar esta más que evidente hermandad. En un reino lejano y misterioso se convoca un concurso público para decorar el palacio. Acuden dos artistas, el uno chino y el otro griego. El emperador pregunta a este último cuánto va a tardar, y le responde que lo mismo que el chino, quien, preguntado a su vez, da un plazo de dos días. Cuando acaba, preguntan al griego si ha terminado y éste les pregunta: «¿Ha terminado el chino?». «Sí», le contestan. «Pues entonces yo también.» La sala está dividida por una gruesa cortina que no deja ver lo que hacen uno y otro. El emperador y su corte contemplan primero la obra del chino y se pasman: lagos, montañas, cisnes, grullas y el jardín más florido y frondoso que imaginarse pueda. Descorren la cortina y un grito de admiración aún mayor que el causado por el artista chino se levanta de la multitud: el griego había colocado un inmenso espejo donde se reflejaba el jardín y los lagos, los cisnes y las grullas, pero también todos los espectadores, y esa abigarrada multitud daba otra vida y otra dimensión al mismo decorado.
***
Antes de ser escritores o traductores fuimos lectores. Lectores atentos que bebíamos las palabras, las frases o los versos, escuchando con los ojos a los muertos, como decía Quevedo en su famoso soneto[4]. Pero hay un momento de la vida, que suele empezar bastante temprano, en que el lector ingenuo y tierno tiene la tentación de tomar partido por la acción e intervenir en el proceso literario. Al pasar de la edad de la inocencia a la de la razón, el hasta ahora lector se puede convertir en escritor o en traductor, o en las dos cosas a la vez, o en una después de otra. Depende de la historia personal y laboral de cada cual.
***
En cierta ocasión un traductor afirmó en público que, en general, casi todos los traductores literarios son escritores frustrados. Sin duda quien esto decía —traductor literario por más señas— conocía bien esa amargura de crear por delegación, esa reducción o merma de la propia creatividad que parece imponer la traducción cuando se entiende como válvula —y no como prolongación— del estro creativo, y a la que tal vez se refería el poeta místico alemán Matthias Claudius[5] con aquella frase que en español se ha traducido por «quien traduce, reduce» y que he visto traducida también como «quien traduce se subsume», «queda engullido», o, poniéndonos en lo peor, «desaparece».
Como es natural, se trata de una opinión que se puede compartir o rechazar, con independencia del resultado de la labor creativa de cada cual. Publique o no, el traductor que también es escritor (no sólo autor de sus traducciones) no tiene por qué sentirse frustrado; o lo estará, como todos los escritores, traductores, pintores, músicos y actores, por la inseguridad y la insatisfacción que produce siempre la propia obra. Es sintomático que algunas actividades se expliquen por una posible frustración. También se dice de los críticos y de los editores que son escritores frustrados, y de tantas profesiones que, en cierto modo, sirven de puente para vehicular las ideas y los logros ajenos. O los anhelos artísticos, simplemente.
***
Cada vez que se cita el texto (completo o fragmentario) de un autor extranjero se suele utilizar una traducción. Si el citante conoce el idioma (y es traductor) hará su propia traducción pero si no es así recurrirá a alguna ya realizada por otro. Se plantea entonces el problema de si ha de citarse también el autor de la traducción. El «traducido por», indispensable en los créditos de un libro traducido o en la reseña crítica del mismo, se hace aquí aleatorio. Este dilema nos remite una vez más al contexto más amplio del contexto (valga la redundancia) y no parece tener fácil solución. Si en un artículo divulgativo, de menguada extensión, cada vez que se recurre a autores extranjeros hubiera que introducir tras la cita, la cuña del «traducido por», lastraríamos el producto hasta el punto de volverlo inviable. No ocurre así en los textos más extensos, como puedan ser los ensayos, libros de referencia, e incluso las obras literarias que, por su soporte, permiten y en algunos casos exigen, la nota al pie de página. Pero ni en estos breves comentarios sobre la traducción y la lengua, ni en muchas otras contribuciones literarias podemos cumplir con esa merecida mención. En esos casos hay que confiar en el leyente, que diría Borges, convertido de esta manera en creyente.
***
En todas las sociedades hay una sacralización del artista que tiende a colocarlo por encima de los demás mortales. Kafka, en su relato Josefina la cantora, toca muy en lo vivo esa especie de bula que tienen los artistas en el concierto social; pero hay una modalidad que, en el caso de los escritores, sólo funciona cuando se es extranjero y por lo tanto traducido. Me refiero al hecho, generalmente asumido por todos los lectores de traducciones, de que el autor nunca se equivoca y que, de haber un error en su texto, el responsable tiene que ser el traductor. Para empezar están los errores gramaticales y de estilo. Es evidente que no todos los escritores son estupendos redactores ni magníficos prosistas. Muchos —la mayoría— han sido traducidos no tanto por sus méritos literarios sino por razones de tipo coyuntural (moda, presiones políticas, compromisos editoriales, etc.); pero el traductor, si es buen redactor en su idioma, corregirá con entera naturalidad dichos errores. No ocurre lo mismo cuando el autor, en su narración, comete errores de tipo aritmético, o hace una cita equivocada, o desfases cronológicos o cualquier otro tipo de despiste, contrastable en las enciclopedias por el lector bien documentado. En tal caso, el traductor atento y avisado deberá corregirlo si no quiere pasar por asno, convirtiendo al escritor ignorante en un sabio a sus expensas y sin nota del traductor que lo justifique.
***
¿Alguien se ha parado a pensar que un porcentaje muy elevado de los mensajes hablados y escritos que recibimos en español son traducciones y que de la honestidad de estas últimas dependen tanto la calidad del aprendizaje del idioma como su coherencia interna? Contrariamente a lo que podría pensarse, los errores más nocivos no son los más burdos, de fácil localización, sino esas transgresiones sutiles del tipo influenciar por influir o puesta en marcha por aplicación, que se filtran en nuestra lengua, deformándola de forma casi imperceptible, como no ha parado de demostrar el profesor García Yebra en sus escritos. Para no hablar de la traducción de onomásticos, topónimos, teónimos y similares, con fuertes implicaciones culturales, que el lector profano no está obligado a conocer, pero ni el traductor ni el editor pueden eludir. Muchas veces los traductores, por error o ignorancia, olvidan la duplicidad de su misión: desvelar lo que está expresado en un idioma para que se integre completamente en el otro sin desvirtuarlo. Difícil tarea, pero no imposible.
***
En literatura (y en todo) universalidad y traducción van a la par. La primera no puede darse sin la segunda. Es más, depende estrechamente de ella, en particular cuando el autor así consagrado escribe en una lengua de difusión limitada, como pueda ser el checo o el albanés —para circunscribirnos a Europa— e incluso el alemán. Los autores que escriben en idiomas minoritarios saben que dependen de la traducción y se preocupan por ella de manera muy especial. Günter Grass cada vez que saca un libro se reúne con sus traductores y les explica cuanto sea necesario para la mejor comprensión de su texto. Ismail Kadaré asesora gustosamente a sus traductores y Milán Kundera cuenta que en un momento de su vida decidió ocuparse personalmente de sus traducciones al ver los desmanes que algunos cometían en ellas. Como la lengua que mejor conocía era el francés, Kundera llegó a identificarse tanto con ella que mientras escribía La insoportable levedad del ser pensaba más en su traductor francés que en sus lectores checos. Siguió tan de cerca el proceso que acabó por no ver ninguna diferencia entre la traducción y el original, hasta el punto de que permitió que en algunas lenguas se tradujera a partir de esa versión en lengua francesa. Esta pasión por la traducción de Kundera va indisolublemente unida a la pasión por la palabra y, como él ha confesado en diferentes entrevistas, le ha llevado a romper con varias editoriales y estrechar vínculos con otras, entre las que figura Tusquets, la editorial española de sus obras.
***
Si algunos autores consideran la traducción de sus obras una tarea tan importante como la de su escritura y la controlan en todas sus fases, otros sin embargo se inhiben, entre otras cosas porque no tienen competencia lingüística para inmiscuirse, lo cual a veces es muy de agradecer. En cualquier caso, la reacción de los autores frente a las transformaciones que experimentará su obra en la otra lengua también explica algunas de las peculiaridades estilísticas del autor. Estoy pensando, por ejemplo, en Michaux, en ese hermetismo trabajado, labrado a conciencia, que resulta tan difícil transmitir sin que parezca hermetismo del traductor. El poeta belga, naturalizado francés (al que yo he traducido al castellano) desconfiaba, en general, de las traducciones, pero su rechazo se acentuaba si la traducción propuesta era a un dialecto, como nos lo explica en una carta hasta ahora inédita, dirigida a su frustrado pero admirativo traductor en estos polémicos términos:
«El dialecto del que me habla [el valón] no me es del todo desconocido. Si usted supiera que hay que rechazar más de la mitad de las traducciones americanas por planas y vulgares (han transmitido (!) el lado simple, según creen esos traductores) entenderá por qué desconfío de los dialectos en los que, aunque es cierto que un poeta puede escribir, no puede hacerse una traducción sin maltratar los matices originales».[6]
***
La traducción es intercambio, es transferencia, y como en toda operación de este tipo se produce una mutación en las estructuras de las partes implicadas. En este proceso de transformación se pierde y se gana. No estoy descubriendo nada nuevo al decir esto, porque se ha escrito mucho sobre el tema, como no es para menos. ¿Y qué se pierde y se gana con la traducción? Se pierde lo que el traductor no puede salvar de la lengua de partida. Se pierde lo que se conoce por estilo, eso que de manera tan sencilla definió el traductor científico y técnico, Jean Maillot[7], como «la forma de expresar el pensamiento con los recursos de la lengua». Al ser distintos los recursos de cada lengua, el estilo no puede ser el mismo. Es decir, que el estilo de un texto traducido será el estilo del traductor y poco más. A lo sumo, habrá conseguido imitar (que no traducir) el del autor, como quien hace un pastiche, cosa poco frecuente excepto cuando se intenta reproducir el habla de una época o caracterizar a un personaje o un medio social. Se gana lo que el traductor sabe llevar a su lengua de llegada. Y aquí entrará en juego otra vez el estilo, su estilo con el que, si tiene talento, contribuirá a enriquecer su lengua con tanta eficacia como la que haya podido desplegar el autor en la suya. Se puede ganar también vocabulario si el traductor sabe rescatar formas dormidas, o crear neologismos. En ambos casos, será la pericia del traductor la que salve lo imprescindible y gane lo suficiente para demostrar, una vez más, que su trabajo es, ante todo, un trabajo de creación de lenguaje.
****
Todo lo que se dice sobre la imposibilidad de traducir poesía son pamplinas. Traducir poesía, como traducir cualquier otra cosa, es posible por dos razones. La primera, porque se hace, y la segunda porque es eficaz. Gracias a esas traducciones supuestamente imposibles, generaciones enteras de lectores de todos los idiomas han podido disfrutar de lo que los poetas escribían en otros, para ellos desconocidos. Errónea o acertada, pero no imposible, la traducción de poesía ha fecundado a poetas de todos los países, a veces de forma insospechada. Bien por traducción implícita, incorporada indirectamnte a la tradición de la lengua de llegada, bien por traducción pura y dura, Shakespeare, Calderón de la Barca, Rimbaud, Machado, Anna Ajmátova, Borges, Gabriela Mistral..., ¿cuántos más?, han abierto el camino de la creación a otros poetas que los han leído en traducciones, mediocres o acertadas, pero en suma eficaces. Algunas son tan vigorosas que han arraigado de forma duradera. ¿Cuánto tardarán las nuevas traducciones de Ángel-Luis Pujante en sustituir en el imaginario español a las traducciones de Astrana Marín? Pero Pujante tiene más rivales que los que tuvo este último y pasará mucho tiempo hasta que se citen los versos del poeta inglés en sus traducciones. Hasta entonces, generaciones enteras de lectores seguiremos citando los versos del poeta inglés en las otras, y no conozco a nadie que, al leerlos, piense que no está leyendo al mismísimo Shakespeare. Ahí reside la magia y el enigma de la traducción literaria.
***
Borges, que tradujo muchísimo, definió la traducción como «la más abnegada y la menos pretenciosa de las tareas literarias», y Michel Tournier la consideraba un «ejercicio de virtud literaria». Es evidente que ambos, sin menoscabo de su evidente utilidad, la tenían por actividad humilde y recatada a la que conviene cierto apocamiento. No les faltaba razón, como tampoco a Ortega cuando la calificó de actividad ancilar, en su famoso artículo «Miseria y esplendor de la traducción». Abnegada o no, es cierto que se trata de una labor subordinada, pues depende de un texto ajeno, pero también es una labor de creación y como tal un acto de soberana independencia, es decir, una opción. Ningún texto es definitivo, pero una traducción todavía menos. Pocos se atreverán ya, como se hacía en el pasado, a alterar el contenido del Quijote, pongo por caso, pero nadie duda en revisar y adaptar su traducción al aire de los tiempos, por muy canónica que sea. Los autores son intocables, la lengua no, y la traducción es ante todo un acto de lengua. El traductor, además de hacer de trujimán de otro idioma, hace lengua en el propio, como el escritor, y aquí se detiene la relación entre traducción y creación aunque les duela a algunos traductores. Es más, para traducir literatura o ciencia no es obligatorio ser escritor ni científico; y cuando alguno de ellos traduce se ve constreñido por el texto del otro como cualquier hijo de vecino: lo que está haciendo no es más que escribir en su propio idioma lo que en realidad se le ocurrió a otro en el suyo. Muy borgiano. Pienso que esto explicaría lo que dijo Cabrera Infante, escritor que algunas veces se metió a traductor, sobre la diferencia entre uno y otro: que ahí donde el escritor se atreve, el traductor duda. ¡Ay de él si no dudara!
***
Dice Steiner que hay que aprender a traducir a través del tiempo. Creo que, de mejor o peor manera, es lo que hacemos ya todos. Somos deudores de nuestra tradición y de los que, antes que nosotros, abrieron las sendas por las que hoy transitamos. Por eso en traducción, como en cualquier otra profesión práctica, aprendemos de los errores, nuestros y ajenos, como puede aprender un ingeniero de caminos a rectificar una curva mal trazada por él mismo, o por otro. Y por eso no entiendo por qué muchos colegas se rasgan las vestiduras cuando se exponen a la luz las jugosas meteduras de pata que salpican tantas publicaciones. No se trata, como es natural, de cebarse en el malhadado traductor que la ha cometido, por el dudoso placer de reírse del torpe, sino en destacarla y señalarla para que no se vuelva a cometer jamás. Al impedir que se comente una mala traducción estamos haciendo un flaco favor a nuestra profesión, pues permitimos que funcione el peor de los corporativismos: el que sirve para enmascarar incompetencias y premiar nulidades. Además, y eso es todavía peor, contribuimos a estafar y engañar al verdadero destinatario de nuestro trabajo: el lector, el único que todavía no tiene establecidos sus derechos.
***
El traductor, como autor, ha tardado bastante en hacerse notar. En algunos momentos del pasado (y hoy se está volviendo a esta práctica), la labor del traductor era anónima, de equipo; por tanto el nombre del traductor era un dato innecesario. Ello era debido a un concepto instrumental de la traducción - mero transmisor, vehículo de una lengua a otra sin poner de sí mismo más que lo necesario para ser comprensible Pero cuando el traductor se hizo insustituible para conocer al autor, muchas veces consiguió suplantarlo y así se ha dado la paradoja de que Cervantes, fue conocido en el mundo entero por sus traducciones francesas (retraducidas a su vez a otros idiomas) hasta el punto de que algunos lectores dudaron si lo que estaban leyendo eran las aventuras de un caballero español escritas por un compatriota o la invención de un escritor francés, de forma que el Pierre Ménard de Borges, no era una boutade literaria, después de todo.
***
Los traductores siempre nos hemos quejado de la poca importancia que editores, críticos y lectores prestan a nuestro trabajo, y hemos responsabilizado a los dos primeros elementos de la indiferencia del tercero. Es imposible, argüimos, que los lectores conozcan nuestra existencia si el editor la oculta, ni que valoren nuestro trabajo si a su vez los críticos no lo mencionan. Esta falta de reconocimiento es, para muchos, más importante incluso que los derechos específicamente laborales. El silencio de los editores estaba condicionado, y en muchos casos sigue estándolo, por numerosos factores, todos ellos cuantificables, y, por tanto, reconocibles y denunciables. Sin duda, la eficaz labor reivindicativa de las asociaciones, sin perjuicio de la calidad literaria de algunos traductores, ha contribuido a que se mencione el nombre del traductor en el libro, a veces incluso en lugares tan destacados como la cubierta o la solapa; pero lo que no se ha conseguido todavía es que dicha práctica se extienda a los medios de comunicación, y, menos aún, que los críticos literarios se pronuncien sobre la traducción, ni a favor ni en contra, y desde luego no con la profundidad necesaria.
Es evidente que todos deseamos que esta situación cambie, pero hay un interrogante que no parece que se haya planteado nadie: ¿le interesa al lector saber algo sobre la traducción o el traductor? Mi experiencia personal me permite aventurar que desgraciadamente no. Al lector —amarga decepción— le importa muy poco enterarse de cómo se llama el traductor del libro que con tanta fruición lee, como tampoco le interesa saber quién haya corregido las pruebas o el estilo, ni cuál sea la calidad del papel, ni, por supuesto, cómo se llame personalmente el editor. Casi es un milagro que recuerde el nombre del escritor. El lector común, que es el lector más extendido por estos pagos, considera que esos datos son puramente técnicos; luego prescindibles, porque, como me dijo un oyente que se quejaba de mi prolija información al respecto: «Para eso les pagan, ¿no?».
***
Una de las cosas que más desasosiego produce a los traductores, en particular, a los literarios, es la indefensión en la que está su texto una vez que ha entregado el trabajo. En principio, y de acuerdo con lo reflejado en el contrato, la editorial se reserva el derecho a rechazar o aceptar la traducción tras una revisión adecuada, pero sin que se mencione quien la llevará a cabo. Algunas editoriales, cuyo volumen de traducciones justifica ese gasto, tienen a una persona que se ocupa de esos menesteres, pero el traductor no tiene garantía alguna de que esté debidamente cualificada para juzgar y corregir su trabajo. Como además el mundo laboral se rige según la lógica paradójica, esa labor que requiere una formación y una sensibilidad similares, cuando no superiores, a la del escritor o el traductor, está en manos de los más inexpertos por la sencilla razón de que, a pesar de su enorme responsabilidad, son los que están peor pagados. Pertrechado con las mismas armas que han acompañado al traductor o al escritor en la lucha, a las que hay que añadir las específicas de normativa de la lengua y de práctica editorial, el corrector se enfrenta a una tarea indispensable pero por demás delicada que requiere conocimientos, sensibilidad y, desde luego, mucho tacto. El escritor no ha de temer sobre si será o no consultado, pero el traductor, excepto que tenga cierta nombradía (y a veces ni siquiera) será con toda seguridad completamente marginado de esa labor indispensable y de la que depende (muchas veces para bien) la calidad final de su texto.
***
Un error muy extendido entre los editores y los críticos consiste en creer que basta con mencionar al traductor (¡faltaría más!) para informar de que se trata de una traducción. Evidentemente que ya es algo, pero resulta a todas luces insuficiente. Nadie duda que el lector es lo bastante inteligente como para darse cuenta de que si lee en su propia lengua un libro escrito por un autor de nombre extranjero es porque ha sido traducido; pero podría suceder que no, y el lector tiene derecho a saberlo. También tiene derecho a saber cómo se llama el traductor, cuál ha sido su trayectoria, qué otros libros ha traducido, y una serie de datos que a mi entender resultan indispensables para elegir una lectura u otra, pues de la pericia del traductor dependerá en gran medida la fortuna del escritor. El editor también debería ser lo suficientemente inteligente como para saber hasta qué punto mejoraría su producto si admitiera públicamente la existencia del traductor y le diera el protagonismo que merece en la cadena de la producción editorial. Además de conseguir de él una mayor responsabilidad que redundaría en la calidad de su trabajo, satisfaría su legítima vanidad, pues el traductor, sin ser, lógicamente, tan egotista como el escritor, también tiene su corazoncito.
***
Muchas veces me he preguntado cuáles son los criterios por los que triunfan o fracasan los escritores en las lenguas extranjeras a las que son traducidos. Por qué algunos consiguen traspasar con éxito las fronteras lingüísticas y culturales mientras que otros, también prestigiosos, pasan totalmente desapercibidos. No me refiero a ciertos aspectos coyunturales como puedan ser las modas literarias o los intereses editoriales, sino a algo más auténtico, más profundo que hace que un escritor pase satisfactoriamente lo que Antoine Berman[8] llamó, en su libro del mismo título, «la prueba del extranjero». Y lo más llamativo es que los autores cuyas traducciones tienen más resonancia son los que en principio resultan más intraducibles. A veces, la afortunada recepción se produce casi al mismo tiempo que triunfan en sus países de origen, como es el caso de Cervantes, Galdós, o Concha Espina; otras más tarde, por mediación de algún lector-traductor entusiasta y en ocasiones, mucho antes de que hayan conseguido labrarse un lugar en su propia lengua, como ocurrió con Kafka, por ejemplo. Sin embargo, otros autores que parecen más fácilmente exportables, porque su prosa contiene menos localismos y sus temas resultan más de todas y de ninguna parte, producen una indiferencia absoluta al ser recibidos en la lengua extranjera. Creo que la explicación está en que los primeros satisfacen nuestra legítima curiosidad por lo extranjero, mientras que los segundos nos decepcionan con una similitud que nos produce cierto desconcierto, porque realmente nos esperábamos otra cosa y no una canción cuya letra ya conocemos.
***
No hay texto sin escritor, ni se puede trasladar a otros idiomas sin traductor, ni hacerse público sin editor, ni, ya convertido en libro, llegar al público sin librero; pues así como en la naturaleza la supervivencia de la especie funciona mientras se mantenga el equilibro ecológico, así en el sector editorial, si falla algún integrante de la cadena, fracasa el invento y entonces todos se echan la culpa: el traductor, al autor; el autor, al traductor; el editor, al traductor (con lo cual lo reconoce como autor, pues si no fuera una traducción culparía al escritor); y el librero, al editor y al distribuidor. El lector es quien, sin saber nada de todo esto, sufrirá las consecuencias. Como puede verse, conforme se amplía el radio de acción de la transmisión del texto, el distanciamiento con el autor, y no digamos ya con el traductor, es cada vez mayor. El escritor reconoce a su traductor (a veces hasta lo aprecia), y el editor, aunque no puede ignorar su existencia, intenta marginarlo todo lo que puede excepto para hacerle reproches, si se tercia. El librero, si es culto —y antes lo era—, sabrá muy bien que la traducción determina el texto y apreciará o vituperará la labor del traductor. Pero ni el distribuidor ni el posible lector entrarán en esas sutilezas. Al primero lo único que le importa son las ventas; pero al segundo, a quien lo único que le interesa es el autor, se le hace un flaco favor escamoteándole el traductor. O al menos eso creemos.
***
Lo clásico es lo contrario de lo que está transitoriamente de moda. Es aquello que, parafraseando a Rimbaud, siempre resulta absolutamente moderno». Por eso nada hay menos definitivo que una traducción. Un texto puede ser inmortal y, sin embargo, su traducción habrá de ser revisada periódicamente, porque en ella la lengua no cesa de revalidarse y adaptarse al aire de los tiempos. Cada época tiene su manera, o si se prefiere, estilo de traducir: el que impera en el momento en que lo toca a vivir a su traductor. La traducción es un caso de exorcismo por posesión lingüística o quizás de bautismo o naturalización. El texto traducido tiene un padre que es el escritor y un padrino, el traductor, que trabajando las ideas y las palabras extrañas en el crisol de su propia lengua las convierte en lo mismo dicho de otro modo: un milagro, otro nombre. Pero un milagro que se repite constantemente, de todas las maneras posibles, oralmente o por escrito, y que se transmite también a través de todos los soportes de comunicación posibles: el libro, los tebeos, los periódicos, la televisión, el cine... Un milagro que aunque se suele producir directamente, también puede ocurrir de manera indirecta porque todos, incluso los más políglotas, han sido alguna vez lectores de textos traducidos, o de textos escritos por personas que practican lo que Valentín García Yebra califica de traducción implícita, que es la que todos los que saben idiomas realizan al utilizar lo leído en dicho idioma para incorporarlo a la expresión castiza de su pensamiento o de su creatividad. De ahí la importancia nunca demasiado ensalzada del dominio que ha de tener el traductor de su propia lengua. De ahí la importancia, reconocida por todos los lingüistas, de la traducción en el proceso de formación de una lengua y en su evolución posterior De ahí, también, la responsabilidad educadora del traductor y lo incomprensible que resulta su escaso, por no decir inexistente reconocimiento social e intelectual.
***
Así como el creyente al comulgar asume sin cuestionarlo que está ingiriendo el cuerpo de Cristo, así el “leyente”, cuando lee una traducción piensa que está leyendo directamente al autor. Y es estupendo que así sea, porque precisamente de eso se trata. Lo que no parece tan estupendo es que un crítico literario, cuya obligación es conocer las circunstancias más nimias del libro que analiza, no sea capaz de asumir que en el texto al que se enfrenta se ha producido una suerte de transubstanciación que él, a diferencia del lector, sí está obligado a entender, a cuestionar e incluso a explicar.
Por supuesto que hay excepciones, pero sólo son eso; y el día en que los críticos literarios comprendan que ellos no son lectores inocentes ni pasivos, que su misión es la de vigilar no sólo a los escritores para que no les den gato por liebre sino también a los traductores exactamente para lo mismo, y que la crítica de un libro traducido pasa por la crítica de su traducción, se habrá dado un paso de gigante tanto en el terreno de la traducción como en el de la propia crítica literaria. No me estoy refiriendo solamente al reconocimiento social o intelectual del traductor, que en mayor o menor medida ya lo tiene, sino al reconocimiento ontológico de la traducción, de la presencia real de la traducción, que atañe directamente a la esencia más intrincada y más enrevesada del lenguaje
***
La mayoría de las veces el traductor de un texto literario pasa desapercibido, sin que sepamos muy bien si este hecho es bueno o malo; pero es evidente que cuando los teóricos de la traducción se refieren a la tan cacareada invisibilidad del traductor, no están diciendo, como creen algunos editores, que hay que escamotear su nombre o sus derechos, sino algo muy diferente que en definitiva remite al debate, muy antiguo, entre forma y sentido. Entre el consejo horaciano de no verter palabra por palabra un texto y la postura de Fray Luis de León, que exalta la fidelidad ante todo y reclama casi contar las palabras, ni más ni menos, hay una serie de opciones más ajustadas a la realidad. En la actualidad prima la que pretende transmitir la extrañeza del texto sin traicionar ni descalabrar en demasía la expresión de la lengua de llegada. Esta tendencia no sólo obedece a una decisión del traductor, sino también al talante del lector, cada vez más acostumbrado a comprender que está leyendo una traducción, es decir, la versión en su idioma, de un texto escrito en otro y para otros. Sobre esas diferentes maneras de traducir hay un texto clásico, el de Friedrich Schleiermacher, cuya traducción, obra de Valentín García Yebra y fechada originariamente en 1978, resultó ser fuente de inspiración para la traducción francesa, obra de Antoine Berman. Don Valentín lo cuenta (y lo demuestra) con todo pormenor en el prólogo[9]. Acostumbrados como estamos a que durante demasiados años los españoles tradujeran a los autores alemanes (y rusos e ingleses) del francés, no deja de ser motivo de orgullo que ahora sean las traducciones españolas las que sirvan de pauta a los otros.
***
Hay una objeción que los traductores, aún más que los traductólogos, suelen hacer a los suplementos literarios y a las revistas que se dedican a la crítica de libros: que no prestan la merecida atención a la traducción. La mayoría se limita a cumplir con el requisito de citar al traductor y los más puristas llegan, como mucho, a mencionar la lengua de la que ha sido traducido el libro. Pare usted de contar. Quienes somos traductores a un tiempo que críticos hemos tenido más de una vez la dolorosa experiencia de ver mutilados nuestros textos precisamente donde más nos duele: en las escasas líneas que el exiguo formato de la revista o el periódico de turno nos permite, dedicadas la traducción; y da igual que lo hagamos para denostarla o ensalzarla: la tijera del editor no encuentra mejor segmento de nuestro discurso que el que se dedica precisamente a analizar dichos aspectos. No hay duda de que la crítica de la traducción es algo más serio y profundo que una mera apreciación estilística y que no basta con despachar con un adjetivo todo un proceso de elaboración filológica, (que es lo que se suele hacer casi siempre), pero de ahí al absoluto silencio sobre una transacción intelectual sin la cual el libro no sólo no podría ser objeto de crítica sino tan siquiera de lectura por parte de quienes carecen de competencia lingüística para acceder al original, hay un gran paso que todavía no se ha dado.
*** Es comprensible que la crítica de un libro traducido atribuya más importancia al autor que al traductor. Si exigimos la presencia de este último en la reflexión sobre el libro no es protagonismo lo que pedimos: es la respuesta a una legítima aspiración del lector y del intelectual, que se merecen una explicación sobre un texto que, siendo obra de un autor extranjero, está escrito en nuestro idioma. Creo que este hecho (la oportunidad de la opción elegida, la comparación con otras traducciones de la misma obra en ese u otros idiomas, etc.) es digno de ser comentado, y asombra que los críticos no reparen con más frecuencia en ello, creídos como están de que la traducción es cosa de traductores y traductólogos. Durante una época algunas revistas literarias dieron cobijo a los aspectos más generales de la traducción. Incluso algunas, como la revista Lateral de Barcelona, tenían una sección titulada Traducido por en la que los traductores podían dar su siempre interesante punto de vista sobre la obra traducida. Pero eran épocas sin demasiados espacios aún donde desarrollar una reflexión en profundidad sobre la traducción. Las cosas han cambiado, pero me gustaría señalar que las revistas especializadas, aunque han venido a llenar un hueco importantísimo, también han creado de rechazo un vacío, ya que las revistas literarias han delegado en ellas no sólo el análisis traductológico —lo que es natural—, sino también el literario, aspecto éste que tendría que ser tratado por ambas pero que, a la postre, acaba sin ser tratado por ninguna. |
*** Hay, en francés, una serie de términos que los traductores de ese idioma consideran intraducibles por no existir correspondencia conocida en español. Es normal, entonces, acudir al préstamo o al calco para evitar perífrasis enojosas, recurso este último del que debe huir el traductor literario como de la peste. El préstamo, conviene recordarlo, sería la renuncia total a la traducción, y el calco el colmo de la misma, y ambos forman parte de procesos a veces simultáneos, a veces correlativos, de la historia de cualquier lengua y civilización de contacto que se precie. Como cuesta mucho tiempo fijar en una lengua los aportes de otras —que se introducen a la par que usos y conceptos—, es lastimoso que por carecer de lecturas suficientes, muchos escritores, traductores y lo que es peor, lexicólogos, hayan renunciado a ciertos logros obtenidos en el pasado. Este retroceso no se habría producido si hubieran leído, recordado e imitado a los clásicos, y, sobre todo, si no hubieran subestimado gravemente la cultura española de finales del siglo XIX y principios del XX, de cuando antes de la guerra. Voy a referir unos cuantos ejemplos extraídos de una de las grandes creadoras y maestras del lenguaje. Me refiero a Doña Emilia Pardo Bazán, gran conocedora de la literatura no sólo francesa, sino también inglesa y rusa, curiosa viajera, inteligente e ingeniosa como —o más que— muchos de sus excelsos contemporáneos varones, a los que hacía de rabiar como nadie. Pues bien, en doña Emilia he encontrado términos que ahora se utilizan como préstamos del francés y que sin embargo tenían su correspondencia y su uso muy bien establecidos en español; y poco importa que procedan de costumbres importadas del exterior cuando han sido tan sabiamente asimilados a nuestro vocabulario como lo ha hecho ella. La primera es consumado para referirse a lo que ahora llamamos consomé. Ella lo utiliza de forma tan recurrente que no es posible pensar sino en uso generalizado. Lo mismo ocurre con la palabra mamelón, referida a montes que tienen esa sugerente forma, y que yo utilicé en una reciente traducción de Colette, con cierta perplejidad por parte de la correctora de la editorial, ignorante de que en la literatura española se usara una palabra que ella creía específicamente francesa (me pregunto por qué). También me salió en Rimbaud y pude comprobar que, salvo contadas excepciones, los traductores recurrían a genéricos como monte, colina o montaña, temerosos de cometer un calco al traducir correctamente. El último ejemplo es aún más sorprendente. Se trata de barnizado, que doña Emilia utiliza tranquilamente como sustantivo en su novela La quimera para referirse a algo que, sin duda, estaba perfectamente asumido en la sociedad española de la época: el momento previo a la inauguración de una exposición, en la que los artistas acuden para retocar el barniz de sus cuadros, y al que invitan a los amigos y críticos especializados. O sea, el vernissage, tal cual. |
*** |
Si el escritor, una vez que ha publicado, se mete en una mecánica que puede resultar angustiosa, hecha de plazos, expectativas que cumplir (no digamos ya si triunfa) y presiones de la crítica —ya que de él se espera una producción continuada y, de ser posible, uniforme—, el traductor, por su parte, no conocerá de estos demonios más que el de los plazos. Él nunca triunfará, en el sentido en que puede triunfar un escritor (algunos pensarán que ni falta le hace), ni genera expectativas de la crítica, ni de ningún otro eslabón de esa cadena que aherroja a la sociedad lectora, si exceptuamos la lógica inquietud del editor por el buen fin de su trabajo. Incluso si es un conocido escritor o un prestigioso profesor universitario, su labor como traductor permanecerá en el anonimato y si se le premian por ello, los medios de comunicación omitirán sistemáticamente que se trata de un premio de traducción. En general cuando los medios de comunicación se refieren a la «sociedad literaria» la entienden como un colectivo compuesto por el escritor, el editor, el crítico y el lector, olvidándose, muy significativamente, de los traductores. Aunque estos últimos saben perfectamente que el prestigio sólo puede tenerlo entre los suyos y en lo suyo (si exceptuamos a algunos editores y a muy pocos críticos) y que la fama, criatura efímera, le estará negada, su puesto en la correa transmisora de la cultura, y concretamente de la cultura española, es innegable. El escritor, el traductor, el editor, el librero y el lector, ésa es la verdadera sociedad lectora. Y si me apuran, incluso los quiosqueros y las agentes literarias.
*** |
El traductor literario, más que ningún otro, está sometido a la tiranía del libro, y eso es lo que le caracteriza y le define como esencialmente literario. El libro tiene un prestigio social e intelectual en el que está implicado, por supuesto, el escritor y en su caso, como es natural, el traductor. A dicho prestigio es al que los traductores literarios se aferran cuando intentan defender su diferencia respecto a los demás traductores, seducidos por unos hipotéticos derechos de autor que les equipara a los creadores “puros”, es decir, a los escritores. Hay también otro aspecto que le da al libro su puesto privilegiado en las preferencias de los traductores literarios: la actitud ante un texto literario y su tratamiento varía en función del medio en el que va expresado. No es lo mismo vehicular un texto, incluso tratándose del mismo, a través de un libro que de una revista, o periódico, pues ni el receptor del mensaje, que es el lector, ni siquiera el traductor se sienten igualmente implicados. Son responsabilidades diferentes, porque son tratamientos diferentes. Es más, la traducción de un texto literario descontextualizado, incorporado a otro tipo de discurso, no tiene la misma trascendencia ni por lo tanto, el mismo reconocimiento por aquellos mismos que practican este tipo de traducción, los cuales prefieren estar asimilados al traductor de un libro de trajes regionales que a cualquier traductor de agencia que, sin mención alguna de su nombre, traduce ora un poema aparecido en un catálogo, ora un artículo de Anthony Burgess, ora una selección de textos para un suplemento literario.
***
Otra de las causas de este prestigio de la traducción literaria se refiere al supuesto papel integrador del traductor en el proceso editorial, que tiene que ver con cierta romántica y periclitada concepción de la traducción, que dista mucho de ser real. En efecto, en la cadena de la transmisión cultural, el traductor literario ha sufrido una merma de su importancia conforme aumentaba su profesionalización y sus derechos frente al texto traducido. Antiguamente, cuando casi todo estaba por hacer, el traductor era muchas veces un escritor o un profesor universitario, o un erudito autodidacto que, movido por un ansia misional, como dice el profesor Louis Truffaut, acudía a un editor que bebía literalmente su propuesta, cual maná caído del cielo. Esto ya no es así, la masificación de la cultura, que tanto ha afectado al sector editorial, ha relegado al traductor a un mero profesional, contratado por página o a tanto alzado, sin que tan siquiera se le pida, salvo en contadísimas excepciones, opinión crítica sobre el texto que tiene que traducir y sin tener, por supuesto, ninguna capacidad decisoria. El libro que va a traducir el independiente y autosatisfecho “autor de su traducción” lo han leído, propuesto, corregido y enjuiciado otras personas que, tal vez, ni siquiera conocen la lengua original de la que dicho libro ha sido traducido, con las consiguientes alteraciones, incluso sevicias, que ponen en entredicho la capacidad del traductor de influir en el texto al que le unen tantos vínculos. Así pues se puede afirmar que, en la actualidad, el traductor literario está más aherrojado que nunca, prisionero de una larga serie de procesos editoriales de los que él está completamente excluido.
Punto final.
Cuando pienso que hace veinte años eran muy pocos los traductores (y aún menos los escritores) que trabajaban con ordenador, me admira lo fácil que resulta olvidarse del pasado. Ahora nos parece imposible un mundo sin ordenadores, teléfonos móviles, lavadoras, neveras ni lavavajillas; pero lo hubo y lo asombroso es que funcionaba. Que lo hiciera mejor o peor que ahora, con tantos instrumentos de apoyo, es algo que nos toca juzgar a quienes vivimos esa situación fronteriza, no a los que nacieron prácticamente con código de barras y módem incorporado. Creo que ha pasado suficiente tiempo para poder comparar resultados y sacar conclusiones. Por ejemplo, que el presente sólo es insuficiente cuando se ha convertido en pasado; que mientras está en activo y, por así decirlo, funciona como presente, parece que no puede ser superado por nada. De forma que cuando trabajábamos con la máquina de escribir moliente y corriente, con el modestísimo típex (pronto sustituido por el salvador líquido corrector), manteníamos ante el texto la misma embriagadora sensación de acción que después, con las máquinas eléctricas y sus bolitas correctoras o con las pantallitas líquidas de las máquinas electrónicas que retenían casi una frase entera, o que ahora con los sofisticados ordenadores que han roto el techo de nuestra competencia. Pero eso no lo sabíamos entonces, y en aquel universo cerrado, cuya soledad sólo era turbada por el teléfono fijo del pasillo o del salón, éramos igual de felices o de desdichados que podemos ser ahora, por el ancho y proceloso mundo de Internet y de la telefonía móvil.
[3] Marcel Proust, A la recherche du temps perdu.
[4] Francisco de Quevedo:
[5] Matthias Claudius, Wer uebersetzt, der untersetzt (literalmente, “el que traduce pone arriba
[6] Henri Michaux, «Une correspondance d’Henri Michaux et Marcel Hicter», Le Carnet et les Lettres. Lettres belges de langue française, Nº 106, 15 de enero al 15 de marzo, Bruselas, 1999.
[7] Jean Maillot, La traducción científica y técnica. Prólogo de Valentín García Yebra, versión españolad e Julia Sevilla Muñoz. Madrid, Gredos, 1997.
[8] Antoine Berman, L’épreuve de l’étranger, París, Gallimard, 1984.
[9] [9] Friedrich Schleiermacher, Sobre los diferentes métodos de traducir, traducción y comentarios de Valentín García Yebra. Edición bilingüe. Madrid, Gredos, 2000