Un amigo me contó que la primera vez que fue a París en su vida, allá por los años sesenta, una de las cosas que más le llamó la atención fue la variada oferta de productos comerciales. En España, por esa misma época, apenas había dos o tres marcas de cada producto alimenticio: chocolate, café, mantequilla, etc. También le sorprendió gratamente la libertad con la que la gente se expresaba en los foros culturales, acostumbrado como estaba, en su patria, a no encontrarla más que en las casas particulares y las tertulias de los cafés, dolosamente entreverada con la política.
Aquel año Francia estaba de luto porque acababan de morir Edith Piaff y Jean Cocteau y mi amigo tuvo la singular experiencia para un español de la época de ver esos acontecimientos, así como el asesinato de Kennedy, que se produjo aquel mismo año, en el televisor de un café.
En Madrid, su ciudad natal, la televisión, como los debates, estaba también refugiada en las casas y según y cuáles. Pero me contó que hubo una cosa más que impresionó sobremanera su juvenil curiosidad, algo más sutil, más impalpable y menos previsible: el buen nivel cultural que pudo percibir en la gente así llamada corriente: guardias de la porra (que también los había), vendedoras de grandes almacenes, alguna enfermera y alguna peluquera con las que salió.
Y es que todas esas personas hablaban bien, se expresaban con corrección (he de explicar que mi amigo era y es completamente bilingüe), su conversación se apoyaba en un trasfondo cultural impropio de esas profesiones, al menos desde la vara de medir de un español de la época.
Sólo mucho después, casi cuando empezó a ocurrir lo mismo en España, entendió que el problema era de base: se trataba de que esos profesionales, no demasiado cualificados desde el punto de vista académico, habían hecho el mismo bachillerato que los altos directivos, abogados, funcionarios o médicos, se trataba del entramado cultural que debe armarse muy pronto, desde los primeros años de colegio, aunque después cada cual lo vaya conformando a sus circunstancias.
Pero lo importante es que esa educación de base siempre estaría ahí y eso es lo que faltaba en la España de la época, donde el bachillerato, aunque excelente, todavía no era obligatorio, marcando así de forma dramática una diferencia cultural que afortunadamente ya no existe y cuya ausencia tanto impresionó a mi amigo.
Lo malo es que aquí y en Francia la formación de base, ese poderoso rasero igualitario que marca por igual a los políticos que a la peluquera de barrio pasando por los diseñadores de programas para ordenador, es empeorable, en particular si se descuida, como se está haciendo, la correcta educación del lenguaje, de la expresión escrita y hablada, todo aquello que se conseguía espléndidamente con la enseñanza de la gramática pre-estructuralista, a la vieja usanza, ésa a la que se refería Eugenio D´Ors cuando exclamó: “Contra el exabrupto, la gramática”. ¡Qué pocos sabrían utilizarla ahora!