Discurso de recepción del Premio Stendhal
Julia Escobar
Para empezar, quiero dar las gracias a Manuel Borrás por sus generosas palabras, a todas las personas que se han desplazado hasta aquí para acompañarme en estos gratísimos momentos y, por supuesto, a los miembros del jurado que tuvieron a bien elegir mi traducción para recibir esta novena edición del premio Stendhal, decisión que me honra especialmente al haber tenido que competir con un traductor a quien admiro y respeto, como es Luis Martínez de Merlo y cuyo trabajo ha sido mencionado en el Acta, como acabamos de oír. Es para mí una gran alegría entrar a formar parte de esa ya respetable lista de premiados, en la que figura el propio Martínez de Merlo, junto a Jorge Reichman –cuyo premio tuve el honor de presentar precisamente el año pasado en este mismo local– Antonio Martínez Sarrión, Javier Albiñana, María Teresa Gallego Urrutia e Isabel Reverte, entre los que me vienen ahora a la memoria. No sería admisible que omitiera en mis agradecimientos a la ACE, que con tanta generosidad viene prestando su local para presentar estos actos de entrega y, por supuesto a la ACEtt –veo aquí a su presidente, Mario Merlino y a algunos de sus miembros– que, desde la desaparición de APETI, ha tomado el relevo en la custodia y apoyo a la Fundación Consuelo Berges, entidad patrocinadora de este galardón y para la que reservo mis últimos agradecimientos, no porque ocupe el último lugar, sino, al contrario, porque quisiera destacar su relevancia en el mundo de la traducción y en mi trayectoria personal, ya que durante muchos años, por razones inherentes a mi cargo de presidenta de APETI, y por decisión estatutaria de la Fundación, fui también presidenta de esta última, de forma que conozco muy bien el grado de objetividad, la honradez intelectual, la profesionalidad y el absoluto desinterés con el que los sucesivos jurados trabajan sus deliberaciones.
Han pasado ya muchos años desde que estuve, codo con codo, junto a Mercedes Saorí, Rafael Conte y nuestra llorada Esther Benítez, gestionando esta institución y aprovecho la oportunidad que se me brinda para rendir un homenaje a la memoria de su fundadora, Consuelo Berges, prototipo de profesional de la traducción, actividad que practicaba con una integridad y una dedicación verdaderamente ejemplares. Ella es uno de esos pocos casos en los que se conjugan técnica y arte, amor por la palabra y devoción por los autores traducidos. Ese mismo espíritu es el que yo he procurado que me animara siempre, incluso en los momentos en que he traducido, pro pane lucrando, textos para la Comunidad Europea, artículos de prensa y catálogos de arte. Afortunadamente, ha llegado un momento en el que he podido compaginar otras actividades –mi propia labor creativa, por ejemplo– con la traducción exclusivamente literaria, y tiene razón Manuel Borrás al mencionar la generosidad del traductor que en cierto modo, renuncia a su propia obra para entregarse a la difusión de la de ciertos autores con los que entabla, según la feliz expresión de Holderlin, un fructífero “diálogo poético”. Ese ha sido mi caso y he comprendido que el traductor que escribe (no me refiero a la escritura de la traducción que, con ser también creativa, lo es de una manera muy diferente de la otra, aunque, personalmente, sitúo a ambas en un mismo plano, pero esto es harina de otro costal) tiene encima la losa de la aplastante superioridad de los autores admirados. En mi caso, figura entre ellos, muy en primer lugar, el poeta belga de nacionalidad francesa, Henri Michaux, autor del libro por el que he tenido la alegría de recibir este premio, y veo en ello cierta justicia poética.
Me explico: cuando en 1983, Consuelo Berges, que todavía vivía, instituyó la Fundación, convocó de manera extraordinaria el premio con la idea de que las siguientes convocatorias se hicieran después de su muerte. Ni corta ni perezosa, me presenté con un libro de Henri Michaux (En otros lugares, Alianza Editorial); no sólo era mi primer libro de este autor sino también mi primera traducción literaria de envergadura (hasta entonces había traducido dos o tres libros de sociología, algunos artículos para periódicos y unos cuantos poemas en diferentes revistas) y, como es natural, no me lo dieron, y digo que es natural porque revisando la traducción me he asombrado de mi osadía, propia de la juventud y de la ignorancia. Ahora, casi “veinte años después” me cabe la gran satisfacción de sacarme esa espina y he podido comprender, en toda su extensión, lo que significan las palabras “experiencia” y “perseverancia”. Entretanto, hubo en mi vida otros textos de este autor, y otros amores, también otras traiciones (mucha, demasiada Comunidad Europea) y luego, cuando pude superar ese apocamiento, ese miedo a publicar que tenemos los traductores, avergonzados de tener que competir con los grandes, o simplemente de tener que decidir entre dos vocaciones, igualmente apremiantes, vino la urgencia de mi propia obra, a colarse entre medias “con el pudor impropio de lo propio”, como escribí –permítanme que me cite– en uno de mis poemas.
Hasta que llegó el momento en que se pudo plasmar, gracias a la editorial Pre-Textos, un proyecto largamente acariciado por mí, puesto que procede de una primera traducción, publicada en 1984, en la revista Poesía, de la también primera entrega de lo que en su momento titulé, supongo que con ese atrevimiento destacado por el jurado, Puntos de referencia. Posteriormente, Michaux completó esos aforismos hasta formar el libro cuya traducción completa, junto con la de Frente a los cerrojos, ahora se premia. Como verán, han sido muchos años de paciente trabajo, de torturadora entrega –hay mucho masoquismo en esta profesión, admitámoslo– y aunque no llegué a tratar directamente con Michaux (de hecho estaba muy enfermo y murió poco después de que apareciera En otros lugares) amigos comunes –me refiero a Carlos Semprún y, sobre todo, a su mujer Nina, que tenía una galería de arte en la que exponía Michaux (para quienes no lo sepan les diré que también era un excelente y originalísimo pintor)– me dijeron que conocía mi traducción y que le había gustado. Es cierto que Michaux sabía español, pues en su azarosa juventud se fue de grumete a Ecuador y estuvo brujuleando algún tiempo en Buenos Aires, donde fue novio de la hermana pequeña de las hermanas Ocampo (la familia le rechazó por vago e indocumentado), pero es evidente que no tanto como para apreciar mis evidentes torpezas. Pero bueno, le gustó. Más tarde, también pude tranquilizarme respecto a mi osadía de haber llamado puntos de referencia a lo que evidentemente eran postes angulares. Hace apenas dos años, durante la exposición que la Fundación Carlos de Amberes hizo de la obra pictórica de Michaux, en Madrid, conocí a su viuda quien me aseguró que, efectivamente, a él le había gustado, lo que en esta ocasión me llenó de perplejidad, pues poco antes acababa de leer una carta inédita de Michaux cuyo tenor era como para desalentar al más avezado de los traductores. La carta, publicada en el boletín de las Lettres belges de langue française, titulado Le carnet et les instants, era la respuesta a un honrado funcionario y profesor universitario que había tenido la osadía de pedirle permiso para traducir y representar al valón Plume, la obra más regocijante y, por otra parte, más conocida de Michaux. Hay que explicar que la carta de petición (también reproducida en la revista) empezaba con la expresión del más rendido entusiasmo hacia la obra del poeta, lo que hace aún más punzante la réplica, que traduzco íntegramente:
Carta de Henri Michaux a Marcel Hicter. París, a 5.6.77
Señor:
Su carta empieza bien y termina con todo lo que más detesto.
Las representaciones, e incluso las presentaciones. No sólo las rechaza mi carácter. He tenido algunas experiencias. Porque desde hace tiempo ha habido personas que han tenido ideas parecidas. Todo eso ha sido o un fracaso, o una divulgación odiosa.
Salíamos enfermos (yo y mis amigos con sensibilidad)
Mis escritos necesitan distancia. Pretender hacerlos públicos, y en público, es una ilusión. Pierden su contención. Lo que significa perder su naturaleza.
Sin transgresión, no se puede llegar a cierto público. Y no tengo ningunas, ningunas gana de tener más público. Y si alguna vez las tuviera, sería de lectores y no de espectadores.
No digo más. No lleva usted treinta años leyendo mis libros sin comprender lo que siento. Le pido, pues, que renuncie a sus proyectos.
El dialecto del que usted me habla no me es del todo desconocido. Aunque tenga algunos logros, no tengo intención de ser arrastrado por ahí. Si le dijera que he tenido que rechazar más de la mitad de las traducciones americanas por planas y vulgares (¡han pretendido transmitir el lado “simple”, piensan esos traductores!) comprenderá usted que desconfíe de esos dialectos en los que, ciertamente, un poeta puede escribir, pero a los que sólo se puede hacer una traducción dislocando los matices originales.
Lamento tener que rechazar todo lo que me pide, y le ruego, proyectos aparte, que me considere cordialmente suyo.
Henri Michaux
Aunque la carta, como traductora, me dejó helada, me confirmó lo que yo había podido ver sobradamente en sus textos como lectora: que Michaux era un hombre solitario, independiente y mordaz, a quien la mescalina y otras drogas habían aguzado los sentidos de manera especial, acrecentando su sensibilidad hacia “las grandes pruebas del espíritu y de las innumerables pequeñas” como tituló uno de sus libros, traducido por cierto al español por Francesc Parcerisas. Porque Michaux es un autor bastante difundido para ser un escritor “de culto”. Al español lo tradujo primero –tenían amistades e inclinaciones estéticas comunes– Jorge Luis Borges, aunque tengo que decir que el resultado de la traducción no fue muy afortunado, si es que era obra suya, porque según confiesa él mismo en una pequeña autobiografía que le he leído hace poco, muchas de las traducciones que firmaba, las hicieron en realidad su hermana y su madre. Pero esto es otra historia y me aparta de mi relación personal con la literatura de Henri Michaux y lo que me resultaba atractivo en ella: su causticidad, su sobriedad, su agudeza y ese sentido del humor que nunca termina de estallar del todo en una carcajada estridente. Aunque depende. Esa fluctuación entre un dramatismo larvado y una ironía que Octavio Paz calificó de saturnina –humor negro, para enterarnos– me sedujeron de manera especial y me plantearon serios problemas a la hora de no simplificarlo demasiado –explicándolo– cosa que, como pude comprobar en la carta arriba citada, le hubiera espantado y, debo decirlo, con razón, porque en ese difícil equilibrio entre lo dicho y lo callado, se establece su zona de plena influencia, su auténtico reino. Para terminar, quiero leerles unos fragmentos que he escogido para demostrar todo lo anterior:
“Conserva el ectoplasma necesario para ser “su” contemporáneo”
“No dejes que nadie escoja tus chivos expiatorios. Es asunto tuyo. Si coincide con el chivo expiatorio de otra persona, o de cientos de personas, cambia de chivo, no puede ser el tuyo”.
“El lobo que comprende al cordero está perdido, morirá de hambre, no habrá comprendido al cordero, se habrá equivocado con el lobo y le queda casi todo por conocer sobre el ser”.
“No es el cocodrilo el que tiene que gritar: ¡Cuidado con el cocodrilo!”
y esta muestra de su dominio del “glíglico” o “gíglico”, esa lengua ficticia que consiste en utilizar palabras sin sentido, con una construcción sintáctica totalmente correcta, de la que hay sobrados ejemplos en literatura:
“Cuando amerriguéis bastros de clivetes, aunque le reje a la calafeta, ¡venid glitones, venid chalados y lovogramas, la hora de Orca ha sonado, gran Lustafú!”
Y, por último, este texto escalofriante, verdadera obra maestra de un género muy de moda actualmente: el “cuento hiperbreve” :
“Era tan triste el rostro del transeúnte desconocido que venía hacia mí, que en los pocos metros que tardó en llegar, grabó en mi rostro dos arrugas profundas… duras arrugas marcadas con toda su miseria desalentada y de las que ya no puedo deshacerme.
“Desde entonces, mi vida, moldeándose a mi pesar sobre esa marca de un pasado terrible, ha cambiado, y transcurre entre gente cansada y miserable dónde, mezclado a dramas demoledores que no me estaban destinados, me hundo y me pierdo… por haberme dejado sorprender un día en la calle por un rostro tocado de la más profunda desgracia.”
Y aquí me detengo, porque no quiero abrumarles más con mis tribulaciones de traductora. Muchas gracias.
[1] Título de una de las obras que Michaux dedicó a la mescalina.
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