Pierre Michon, Señores y sirvientes, traducción de María Teresa Gallego Urrutia, Anagrama, Barcelona, 2003, 198 pp.
Sobre Pierre Michon (nacido el 28 de marzo 1945, en Cards, Francia) todo el mundo parece haberse puesto de acuerdo: es un genio. Desde luego nadie le niega el talento, y los cuatro premios (Premio France Culture por Vidas minúsculas; Premio de la Ciudad de Paris por toda su obra; Premio Louis Guilloux en 1997 por La Grande Beune; Premio Décembre 2002 por sus libros Abbés y Corps du roi) que ha recibido por sus doce títulos parecen avalarlo. Como para mitigar tanta perfección, muchos se apresuran a aclarar que su vocación es tardía y que no se prodiga demasiado pues ninguno de sus libros rebasa las 200 páginas. Lo primero se debe a que empezó a publicar a los 37 años, pero queda desmentido por sus antecedentes: padres maestros, estudios de letras en la universidad de Clermont-Ferrand, tesina sobre el teatro de Artaud, y muchos años dedicados a la lectura y al teatro; además, todos sabemos que publicar y escribir no son palabras sinónimas como tampoco hay una relación directa entre cantidad y calidad. Ni para bien ni para mal. Lo cierto es que, en los libros que le llevo leídos, las páginas que utiliza me parecen suficientes para decir todo lo que a mí me interesa leer. Ni más ni menos.
Al referirse a su estilo, los críticos hablan de orfebrería, de delicadeza de trazos, y se emplean para describir su prosa palabras con resonancias plásticas, muy similares a las que él utiliza. Pero dichas palabras no se pierden en el sopor de una tarde de verano, como si estuviera bordando o ensayando gamas en el piano. Son frases rotundas, con las que las ideas cobran cuerpo y se hacen sinfonía, se hacen cuadro. Por eso se complace en detallar, por lo menudo la vida de los grandes. Si en Rimbaud, el hijo (traducido también por Maria Teresa Gallego y publicado en Alfaguara) vemos a Rimbaud hecho un gusarapo, engrandeciendo con su tortuosa existencia la insignificancia de sus contemporáneos, en Señores y sirvientes, son cinco grandes pintores –Van Gogh, Goya, Watteau, Pierro della Francesca, Claudio de Lorena– quienes iluminan y trastornan la vida de otros tantos personajes, marcadamente inferiores, que los admiran y contemplan.
Esta edición española en realidad se puede considerar un original. No sólo por la magnífica traducción de María Teresa Gallego, sino porque reúne los tres libros que Michon ha publicado, por separado, sobre pintores. El primero, “Vida de Joseph Roulin”, está dedicado a reconstruir la evanescente figura de Van Gogh. Michon recrea al buen factor, en plena flor de sus pecados, enardecido por la amistad del pintor y redimido por ella. Van Gogh muere loco, pobre e ignorado, pero su amigo, el cartero que le acompañaba por sus correrías por las afueras de Arles (que la edición española insiste en transcribir con la caduca grafía de Arlés), que le servía a menudo de modelo, que no entendía nada de pintura, vive lo suficiente para conocer su gloria póstuma y honrarla mejor que nadie. La segunda consta de tres episodios. En “Dios no acaba” una hipotética maja nos presenta a Goya como a un hombre calculador, casi un trepa, confiado, tal vez demasiado, en su capacidad de trabajo hasta que le encargan unas copias de Velázquez y queda subyugado por su talento.
En “Quiero solazarme”, el humilde párroco de Nogent, un hombre como todos, tiene la suerte de agradar a Watteau y no sólo se convierte en su Pierrot favorito, sino en cómplice de su hastío del arte así como de sus anhelos más inconfesables: no hay gran hombre para su criado. En el tercer episodio, titulado “Con este signo vencerás”, Lorentino, que trabajó en su juventud con Piero della Francesca y del que sólo se conoce su nombre, mencionado por Vasari, muy de paso, es en su madurez un pintor de tercerilla y lo peor es que siente el arte con mayor intensidad que su maestro, al que, sin embargo nunca se podrá comparar ni por asomo. Cruel paradoja del arte.
Completa el volumen el texto más reciente de los tres, El rey del bosque. El pintor elegido es Claudio de Lorena, y el testigo un supuesto zagal, que acabará siguiéndole, fascinado por el mundo de formas y esplendores del bosque. Todo plasmado por Michon con ese estilo suyo, inimitable, de miniaturista feroz, porque lo que él consigue describir en los demás no es el tormento y el gozo de la creación, con sus grandezas y servidumbres, que afecta sólo a los creadores, sino el reconcomio del gusanillo del arte, que afecta a todos.