Jules Verne
PARÍS EN EL SIGLO XX
Traducción de Julia Escobar
Capítulo I
La Sociedad General de Crédito para la Instrucción
El 13 de agosto de 1960, una parte de la población parisina se dirigía a las numerosas estaciones del ferrocarril metropolitano y se encaminaba por los empalmes hacia el antiguo emplazamiento del Campo de Marte. Era el día de la entrega de premios en la Sociedad General de Crédito para la Instrucción, vasto establecimiento de educación pública. Su Excelencia, el Ministro para el Embellecimiento de Paris, debía presidir aquel acto solemne. La Sociedad General de Crédito para la Instrucción respondía perfectamente a las tendencias industriales del siglo: lo que hace cien años se denominaba el Progreso había adquirido un desarrollo inmenso. El monopolio, ese nec plus ultra de la perfección, tenía entre sus garras a todo el país. Se multiplicaban, fundaban y organizaban sociedades cuyos imprevistos resultados habrían dejado atónitos a nuestros padres. El dinero no faltaba, pero hubo un instante en que casi quedó inmovilizado, cuando los ferrocarriles pasaron de las manos de los particulares a las del Estado. Así pues, abundaba el capital, y sobre todo abundaban los capitalistas en busca de operaciones financieras, o de negocios industriales. En consecuencia, no ha de sorprendernos lo que hubiera asombrado a un parisino del siglo XIX, entre otras maravillas, la creación del Crédito para la Instrucción. Esta sociedad funcionaba con éxito desde hace unos treinta años, bajo la dirección financiera del barón de Vercampin. A fuerza de multiplicar sucursales de la Universidad, institutos, colegios, escuelas primarias, cursos preparatorios, seminarios, conferencias, asilos, orfelinatos, la instrucción, bajo cualquiera de sus formas, se había filtrado hasta en las capas más bajas del orden social. Aunque ya nadie leía, al menos todo el mundo sabía leer, incluso escribir; no había hijo de artesano ambicioso, de campesino desplazado, que no pretendiera un puesto en la Administración. El funcionarismo se desarrollaba bajo todas las formas posibles. Más adelante veremos la legión de empleados que el gobierno gestionaba férrea y militarmente. Ahora sólo se trata de explicar de qué manera los medios para la instrucción tuvieron que incrementarse a la par que las personas por instruir. ¿No ocurrió lo mismo cuando en el siglo XIX se quiso rehacer una nueva Francia y un nuevo París y se inventaron las sociedades inmobiliarias, los despachos de contratistas y el Crédito Inmobiliario?
Y construir o instruir es una misma cosa para los hombres de negocios, pues la instrucción no es, en realidad, más que un tipo de construcción algo menos sólida. Esto es lo que pensó en 1937 el barón de Vercampin, muy conocido por sus vastas empresas financieras; tuvo la idea de fundar un inmenso colegio en donde pudieran crecer todas las ramas del árbol de la Enseñanza dejando al Estado el cuidado de tallarlas, podarlas y descocarlas a su antojo. El barón fusionó en un solo establecimiento los Institutos de Enseñanza Media de París y de provincias, Sainte-Barge y Rollin, y las diferentes instituciones particulares; centralizó en él la educación de toda Francia; los capitales respondieron a su convocatoria, pues presentó el asunto como una operación industrial. La habilidad del barón era una garantía en materia de finanzas. Afluyó el dinero afluyó. La Sociedad quedó fundada. Fue en 1937, bajo el reinado de Napoleón V cuando el barón lanzó su negocio. Se tiraron cuarenta millones de ejemplares de su prospecto. El encabezamiento era el siguiente:
Sociedad General de Crédito para la Instrucción. Sociedad anónima constituida mediante acto celebrado ante los notarios de París, Sres Mocquart y colega, el 6 de abril de 1937, y aprobado por Decreto Imperial de 19 de mayo de 1937. Capital social: cien millones de francos,dividido en 100 000 acciones de 1 000 francos cada una. Consejo de administración: Barón de Vercampin, Presidente: de Montaut, Director de los Ferrocarriles de Orléans. Vicepresidentes: Garassu, banquero, marqués de Amphisbon, senador, Roquamon, coronel de gendarmería, Dermangent, diputado, Frappeloup, Director General del Crédito para la Instrucción. Seguían los estatutos de la Sociedad cuidadosamente redactados en lenguaje financiero. Podemos ver que no hay un sólo nombre de erudito ni de profesor en el Consejo de Administración. Era más seguro para la empresa comercial. Un inspector del gobierno vigilaba las operaciones de la Compañía e informaba al Ministro para el Embellecimiento de París. La idea del barón era buena y singularmente práctica, por ello triunfó por encima de toda esperanza. En 1960 el Crédito para la Instrucción contaba con algo más de 157.342 alumnos a quienes se infundía la ciencia por procedimientos mecánicos. Confesaremos que el estudio de las bellas letras, de las lenguas antiguas (incluido el francés) se sacrificó casi por completo. El latín y el griego no sólo eran lenguas muertas, sino enterradas; todavía existía, para guardar las apariencias, algunas clases de letras, mal seguidas, poco considerables, y aún menos consideradas. Los diccionarios, los gradus[1],las gramáticas, las antologías de temas y de versiones, los autores clásicos, toda la profusión de libros como los de Viris, los Quinto Curcios, los Salustios, los Tito Livios se pudrían tranquilamente en los estantes de la antigua casa editorial Hachette; sin embargo los compendios de matemáticas, tratados de descriptiva, de mecánica, de física, de química, de astronomía, los cursos de industria práctica, de comercio, de finanzas, de artes industriales, todo lo relacionado con las tendencias especulativas del día, se compraban a miles de ejemplares. Para resumir, las acciones de la Compañía, centuplicadas en veintidós años, valían ahora 10.000 francos cada una. No insistiremos más en el estado floreciente del Crédito para la Instrucción; según un proverbio bancario, los números lo dicen todo. Hacia finales del siglo pasado la Escuela Normal declinaba visiblemente. Se presentaban muy pocos jóvenes con vocación por las letras; se vio a muchos de ellos, y entre los mejores, colgar sus ropas de profesor para precipitarse en la masa de periodistas y autores; pero este lamentable espectáculo no volvió a repetirse porque desde hacía diez años sólo los estudios científicos conseguían hacinar candidatos a los exámenes de la Escuela. Mientras los últimos profesores de griego y de latín acababan de extinguirse en sus clases abandonadas, ¡qué posición, en cambio, la de los señores titulares de Ciencias, y cuán distinguidos eran sus emolumentos! Las Ciencias se dividían en seis ramas: el jefe de la división de matemáticas, con sus subjefes de aritmética, geometría y e álgebra - el jefe de la división de astronomía, el de mecánica, el de química y, por último, el más importante, el jefe de la división de las ciencias aplicadas, con sus subjefes de metalurgia, construcción de fábrica, mecánica y química aplicada a las artes.
Las lenguas vivas, excepto el francés, estaban muy en boga. Se les concedía una consideración especial; un filólogo apasionado habría podido aprender las dos mil lenguas y los cuatro mil idiomas hablados en el mundo entero. Desde la colonización de la Conchinchina, el subjefe de chino reunía gran número de alumnos. La Sociedad de Crédito para la Instrucción poseía inmensos edificios, que se alzaban sobre el emplazamiento del antiguo Campo de Marte, ahora inútil desde que Marte no figuraba en el presupuesto. Era una ciudad completa, una verdadera urbe, con sus barrios, sus plazas, sus calles, sus palacios, sus iglesias, sus cuarteles, algo así como Nantes o Burdeos, que podía contener ciento ochenta mil almas, incluidas las de los maestros de estudios.Un arco monumental daba acceso al vasto patio de honor, llamado Estación de la Instrucción, rodeado de los hangares de la ciencia. Los refectorios, los dormitorios, la sala del Concurso Generaldonde cabían cómodamente tres mil alumnos, merecían ser visitados pero ya no asombraban a aquellas personas acostumbradas desde hacía cincuenta años a tantas maravillas. Como decíamos, la multitud se precipitaba ávidamente a esa entrega de premios, solemnidad siempre curiosa que entre parientes, amigos o allegados, concernía a unas quinientas mil personas. La gente del pueblo acudía a través de la estación del ferrocarril de Grenelle, situada entonces en la extremidad de la calle de l'Université. Sin embargo, a pesar de la afluencia de público, todo se desarrollaba con orden; los empleados del gobierno, menos aplicados y por consiguiente, menos insoportables que los agentes de las antiguas compañías, dejaban gustosamente las puertas completamente abiertas; habían tenido que transcurrir ciento cincuenta años para admitir esta verdad, que ante las grandes multitudes es mejor multiplicar los accesos que reducirlos. La Estación de la Instrucción estaba suntuosamente dispuesta para la Ceremonia; pero no hay plaza tan grande que no se pueda llenar y el patio de honor no tardó en estarlo. A las tres, el Ministro para el Embellecimiento de París hizo su entrada solemne, acompañado del barón de Vercampin y de los miembros del Consejo de Administración. El barón estaba a la derecha de su Excelencia; a la izquierda, campaba el Sr. Frappeloup. Desde lo alto de la tribuna, la mirada se perdía en un océano de cabezas. Entonces, las diferentes músicas del Establecimiento estallaron con estruendo en todos los tonos y ritmos más irreconciliables. Esta cacofonía reglamentaria no pareció sorprender en absoluto a los doscientos cincuenta mil pares de orejas en los que caía.
La Ceremonia empezó. Se hizo un silencioso rumor. Había llegado el momento de los discursos. Durante el siglo pasado cierto humorista llamado Karr trató como se merecían a los latines proferidos en los discursos oficiales de las entregas de premios; en nuestra época no hubiera podido hacer esa broma pues la elocuencia latina había caído en desuso. ¿Quién la habría comprendido? ¡Ni siquiera el subjefe de retórica! Un discurso chino sustituía provechosamente al latín. Varios pasajes levantaron murmullos de admiración; un magnífico ladrillo sobre las civilizaciones comparadas de las islas de la Sonda recibió incluso los honores del bis. Todavía comprendían esta última palabra. Por último, el Director de Ciencias Aplicadas se levantó. Momento solemne. Era el número fuerte. Este discurso furibundo se parecía de forma sorprendente a los silbidos, los rozamientos, los gemidos, los mil y un ruidos desagradables que se escapan de una máquina de vapor en acción. El atropellado caudal del orador recordaba a disco lanzado a toda velocidad; habría sido imposible frenar esa elocuencia a alta presión, y las frases chirriantes se engranaban como ruedas dentadas, las unas en las otras. Para completar la ilusión, el Director sudaba a chorros y una nube de vapor le envolvía de la cabeza a los pies.
-¡Diantre!, dijo riendo a su vecino un viejo cuya fina estampa expresaba el máximo desprecio hacia esas tonterías oratorias- ¿Qué le parece a usted Richelot?
El señor Richelot , por toda respuesta, se limitó a alzar los hombros.
-Se calienta demasiado, continuó el viejo prosiguiendo su metáfora; me dirá usted que tiene válvulas de seguridad, pero si un Director de Ciencias Aplicadas estallara sería un penoso precedente
- Muy bien dicho, Huguenin, respondió el señor Richelot.
Unos vigorosos chistidos interrumpieron a los dos conversadores que se miraron sonriendo.
Sin embargo el orador proseguía con más ardor. Se lanzó a la desesperada en el elogio del presente en detrimento del pasado; entonó la letanía de los descubrimientos modernos; incluso dio a entender que, en este sentido, el porvenir tendría muy poco qué hacer; habló con un desprecio benevolente del pequeño París de 1860 y de la pequeña Francia del siglo diecinueve; enumeró con profusión de epítetos los beneficios de su tiempo, las comunicaciones rápidas entre los diferentes puntos de la capital, las locomotoras atravesando el alquitrán de los bulevares, la fuerza motriz enviada a domicilio, el ácido carbónico destronando al vapor de agua y, por último, el Océano, el propio Océano bañando con sus olas las orillas de Grenelle; estuvo sublime, lírico, ditirámbico, en suma, perfectamente insoportable e injusto, olvidando que las maravillas del siglo veinte ya estaban en germen en los proyectos del siglo diecinueve. Una salva de aplausos frenéticos estalló en la misma plaza donde, ciento setenta años antes los bravos acogían la fiesta de la federación. Sin embargo, como todo tiene que tener un fin aquí en la tierra, incluso los discursos, la máquina se detuvo. Los ejercicios oratorios habían concluido sin accidente, y se procedió a la entrega de premios.
La cuestión de altas matemáticas planteada en el gran Concurso era la siguiente: "Tenemos dos circunferencias OO': desde un punto A tomado en O, se llevan unas tangentes a O'; se unen los puntos de contacto de dichas tangentes: se lleva la tangente en A hasta la circunferencia O; ¿Cuál es el lugar del punto de intersección de dicha tangente con la cuerda de los contactos en la circunferencia O'?" Todos comprendían la importancia de tal teorema. Sabían como había sido resuelto según un método nuevo por el alumno Gigoujeu (François Némorin) de Briançon (Altos Alpes). Los bravos redoblaron cuando se pronunció este nombre; fue pronunciado setenta y cuatro veces durante aquella memorable jornada: se rompían los asientos en honor del premiado, cosa que, incluso en 1960, seguía siendo una metáfora destinada a pintar la virulencia del entusiasmo.
Gigoujeu (François Némorin) ganó en esta ocasión una biblioteca de tres mil volúmenes. La Sociedad de Crédito para la Instrucción hacía muy bien las cosas.No podemos citar la infinita nomenclatura de las Ciencias que se enseñaban en aquel cuartel de la instrucción: un palmarés de la época hubiera sorprendido enormemente a los tatarabuelos de estos jóvenes sabios. La entrega de premios seguía su curso y las risa sarcásticas estallaban cuando algún pobre diablo de la división de letras, avergonzado al oír su nombre, recibía un premio de tema latino o un accésit de versión griega. Pero hubo una ocasión en que las burlas subieron de tono, en que la ironía adoptó las formas más desconcertantes. Fue cuando el Sr. Frappeloup pronunció las palabras siguientes: "Primer premio de versos latinos: Dufrénoy (Michel Jérôme), de Vannes (Morbihan)."
La hilaridad fue general, en medio de frases como éstas:
- ¡Premio de versos latinos!
- ¡Será el único que los ha hecho!
- ¡Vaya con este numerario del Pindo!
- ¡Este contertulio del Helicón!
- ¡Este pilar del Parnaso!
- Subirá o no subirá. Etc.
Sin embargo, Michel Jérôme Dufrénoy subió, incluso con aplomo, desafiando las risas; era un joven rubio con un aspecto encantador, mirada hermosa, ni torpe, ni esquiva. Sus largos cabellos le daban una apariencia algo femenina. Su frente resplandecía. Llegó hasta la tribuna y arrancó, más que recibió, su premio de manos del Director. Dicho premio consistía en un solo volumen: El manual del perfecto dueño de fábrica. Michel miró el libro con desprecio y, tirándolo al suelo, volvió tranquilamente a su sitio, con la corona en la frente, sin tan siquiera haber besado las mejillas oficiales de Su Excelencia
- Muy bien, dijo el Sr. Richelot.
- Buen chico, dijo el Sr. Huguenin.
Los murmullos se oyeron en todas partes. Michel los acogió con una sonrisa desdeñosa y volvió a su sitio en medio de las burlas de sus condiscípulos. Esta gran ceremonia se terminó sin incidentes hacia las siete de la tarde; fueron entregados quince mil premios y veintisiete mil galardones. Los principales laureados de Ciencias cenaron aquella misma noche en la mesa del barón de Vercampin, con los miembros del Consejo de Administración y los grandes accionistas. ¡La alegría de estos últimos se explicará mediante los números! El dividendo para el ejercicio de 1960 acababa de ser fijado en 1.169 francos con 33 céntimos por acción. El interés actual superaba ya el precio de emisión.
[1] Verne se refiere a un tipo de diccionarios poéticos, llamados así por el Gradus ad Parnassum, diccionario de prosodia latina, del siglo XVIII. (N. de la T.).
Capítulo II
Repaso general a las calles de París
Michel Dufrénoy siguió a la multitud, simple gota de agua de ese río al que la ruptura de sus diques cambiaba en torrente. Su excitación remitió. El campeón de la poesía latina se convertía en un joven tímido en medio de aquella alegre algazara; se sentía solo, extraño, y como aislado en el vacío. Mientras sus condiscípulos avanzaban con paso rápido, él caminaba lentamente, vacilante, aún más huérfano en esta reunión de padres satisfechos; parecía echar de menos su trabajo, su colegio, su profesor. Sin padre ni madre, tenía que volver con una familia que no podía comprenderlo, seguro de que su premio de versos latinos iba a ser mal recibido. "En fin, se dijo, ¡ánimo! ¡Soportaré estoicamente su mal humor! Mi tío es un hombre positivo, mi tía una mujer práctica, mi primo un chico especulativo; yo y mis ideas no estaremos bien vistos en casa; ¿pero qué le voy a hacer? ¡Adelante!" Sin embargo, no se daba prisa, pues Michel no era uno de esos colegiales que se precipitan a sus vacaciones como los pueblos a la libertad. Su tío y tutor ni siquiera había considerado correcto asistir a la entrega de premios; sabía de lo que su sobrino era "incapaz", decía, y se hubiera muerto de vergüenza al verlo coronado como criatura de las Musas. La multitud arrastraba al infeliz galardonado; Michel se sentía atrapado por la corriente como un hombre a punto de ahogarse. "La comparación es justa, pensó; heme aquí arrastrado a plena mar; ahí donde se precisarían las aptitudes de un pez, yo aporto los instintos de un pájaro; ¡me gusta vivir en el espacio, en las regiones ideales adonde ya no se va, al país de los sueños, de donde nunca se vuelve!" Mientras reflexionaba, empujado y baqueteado, Michel llegó a la estación de Grenelle del ferrocarril metropolitano.
Este carril comunicaba la orilla izquierda del río por el bulevar Saint-Germain, que se extendía desde la estación de Orléans hasta los edificios del Crédito Para la Instrucción; ahí, desviándose hacia el Sena, lo cruzaba por el puente de Iéna, recubierto con una plataforma superior para el servicio de la vía férrea y se unía entonces al carril de la orilla izquierda; este último, desembocaba en los Campos Elíseos a través del túnel del Trocadéro, avanzaba por la línea de los bulevares subiendo hasta la plaza de la Bastilla y enlazaba con el carril de la orilla izquierda por el puente de Austerlitz. Este primer cinturón de vías férreas unía poco más o menos el antiguo París de Luis XV en el mismo emplazamiento del muro en el que sobrevivía este verso eufónico: “El muro que amuralla París hace a París murmurante”. Una segunda línea enlazaba los antiguos arrabales de París, prolongando en treinta y dos kilómetros los barrios situados antaño más allá de los bulevares exteriores. Siguiendo la línea de la antigua circunvalación, un tercer carril se desplegaba a lo largo de cincuenta y seis kilómetros. Por último, una tercera red enlazaba la línea de los fuertes y comunicaba a una extensión de más de cien kilómetros. Como puede verse, París había roto su cerco de 1843 y se había abierto camino por el bosque de Boulogne, las llanuras de Issy, de Vanves, de Billancourt, de Montrouge, de Ivry, de Saint-Mandé, de Bagnolet, de Pantin, de Saint-Denis, de Clichy y de Saint-Ouen. Los altos de Meudon, de Sèvres, de Saint-Cloud, habían detenido su invasión por el oeste. La capital actual estaba delimitada por los fuertes del Mont-Valérien, de Saint-Denis, de Aubervilliers, de Romainville, de Vincennes, de Charenton, de Vitry, de Bicêtre, de Montrouge, de Vanves y de Issy; una ciudad con una circunferencia de veintisiete leguas que había devorado a todo el departamento del Sena.
Cuatro círculos concéntricos de vías férreas formaban la red metropolitana; se enlazaban entre sí mediante empalmes que, en la orilla derecha, seguían las prolongaciones de los bulevares de Magenta y Malesherbes y, en la orilla izquierda, las calles de Rennes y de los Fossés-Saint-Victor. Se podía circular de un extremo a otro de París con la mayor rapidez. Estos ferrocarriles existían ya desde 1913; se construyeron por cuenta del Estado, según un sistema presentado durante el siglo pasado por el ingeniero Joanne. En aquella época, se presentaron al gobierno numerosos proyectos que fueron examinados por un consejo de ingenieros civiles, pues los ingenieros de puentes y caminos ya no existían desde 1889, fecha de la supresión de la Escuela Politécnica; pero estos señores estuvieron durante mucho tiempo divididos sobre el asunto; algunos querían establecer una vía a nivel en las principales calles de París; otros preconizaban redes subterráneas imitadas del ferrocarril de Londres; pero el primero de estos proyectos habría necesitado el establecimiento de barreras cerradas al paso de los trenes; de donde se seguiría una aglomeración de peatones, coches, carretas, fácilmente concebible; el segundo acarreaba enormes dificultades de ejecución; además, la perspectiva de meterse en un túnel interminable no habría sido nada atractiva para los viajeros. Todas las vías establecidas con anterioridad en estas condiciones deplorables, tuvieron que rehacerse, entre otras, la del bosque de Boulogne que, tanto por sus puentes como por sus subterráneos, obligaba a los viajeros a interrumpir veintisiete veces la lectura de su periódico, en un trayecto de veintitrés minutos.
El sistema Joanne pareció reunir todas las cualidades de rapidez, facilidad, bienestar y, en efecto, desde hacía cincuenta años, los ferrocarriles metropolitanos funcionaban en medio de la satisfacción general. Dicho sistema consistía en dos vías separadas, una de ida y otra de vuelta; por eso era imposible cualquier encuentro en sentido contrario. Cada una de estas vías estaba establecida según el eje de los bulevares, a cinco metros de las casas, por encima del borde exterior de las aceras; unas elegantes columnas de bronce galvanizado las sujetaban y se unían entre sí por armaduras caladas; estas columnas se apoyaban, de tramo en tramo, en las casas circundantes mediante arcos transversales. El largo viaducto que sujetaba a la vía férrea, formaba así una galería cubierta, bajo la cual los paseantes encontraban abrigo para la lluvia o el sol; la calzada alquitranada quedaba reservada a los coches; el viaducto pasaba por encima de las principales calles que cortaban su ruta sobre un elegante puente, y el ferrocarril, suspendido a la altura de los entresuelos, no obstaculizaba en modo alguno la circulación. Algunas casas colindantes, transformadas en salas de espera, formaban las estaciones; comunicaban con la vía mediante amplias pasarelas; por debajo, se desplegaba la escalera de doble dirección que daba acceso a la sala de viajeros. Las estaciones del ferrocarril de los bulevares estaban situadas en el Trocadéro, en la Madeleine, en el bazar Bonne Nouvelle, en la rue du Temple y en la plaza de la Bastilla. Este viaducto, apoyado en simples columnas, no habría podido resistir los antiguos métodos de tracción que exigían locomotoras de mucho peso; pero merced a la aplicación de propulsores nuevos, los trenes eran muy ligeros; se sucedían de diez en diez minutos, llevando cada uno de ellos mil viajeros en sus coches rápidos y confortablemente dispuestos. Las casas del vecindario no padecían los efectos ni del vapor ni del humo por la sencilla razón de que no había locomotora. Los trenes funcionaban por aire comprimido, según el sistema William, preconizado por Jobard, célebre ingeniero belga que prosperó a mediados del siglo XIX. Un tubo vector, de veinte centímetros de diámetro y de dos milímetros de grosor, reinaba a lo largo de toda la vía entre los dos raíles; encerraba un disco de hierro forjado que se deslizaba por dentro bajo la acción del aire comprimido a varias atmosferas, suministrado por la Sociedad de las Catacumbas de París. Dicho disco, expelido a gran velocidad en el tubo, como el proyectil en la cerbatana, arrastraba consigo al primer coche del tren. ¿Y cómo se unía este coche al disco encerrado dentro del tubo si este último no debía tener ninguna comunicación con el exterior? Mediante la fuerza electromagnética.
En efecto, el primer coche llevaba entre sus ruedas unos imanes distribuidos a derecha e izquierda del tubo, lo más cerca posible, aunque sin tocarlo. Dichos imanes operaban a través de las paredes del tubo sobre el disco de hierro forjado*. Este último, al deslizarse, arrastraba al tren detrás de él, sin que el aire comprimido pudiera escaparse por ninguna salida. Cuando un tren tenía que detenerse, un empleado de la estación manipulaba un grifo; el aire se escapaba y el disco permanecía inmóvil. Una vez cerrado el grifo, el aire presionaba y el tren recuperaba inmediatamente la rapidez de su marcha.Así pues, con ese sistema tan simple, de mantenimiento tan fácil, no había humo, ni vapor, ni choque, se podían subir todas las cuestas y parecía que estas vías tenían que haber existido desde tiempo inmemorial. El joven Dufrénoy sacó su billete en la estación de Grenelle y diez minutos después se detenía en la estación de la Madeleine; bajó por el bulevar y se dirigió hacia la rue Impériale diseñada siguiendo el eje de la Ópera hasta el jardín de las Tullerías. La multitud se apretujaba en las calles; la noche empezaba a caer; las suntuosas tiendas proyectaban a lo lejos reflejos de luz eléctrica; los candelabros, establecidos según el sistema Way mediante la electrificación de un hilo de mercurio, brillaban con incomparable claridad; estaban unidos por hilos subterráneos; al mismo instante, las cien mil farolas de París se encendían de una sola vez. Sin embargo, algunas tiendas anticuadas permanecían fieles al viejo gas hidrocarburado; la explotación de las nuevas minas de hulla permitía su entrega, es verdad, a diez céntimos el metro cúbico; pero la compañía conseguía unas ganancias considerables, sobre todo al propagarlo como agente mecánico.
La mayoría de los innumerables coches que surcaban la calzada de los bulevares caminaba sin caballos; se movían por una fuerza invisible, mediante un motor de aire dilatado por la combustión del gas. Era la máquina Lenoir aplicada a la locomoción. La principal ventaja de esta máquina, inventada en 1859, consistía en la supresión de la caldera, del fogón y del combustible; un poco de gas de alumbrado, mezclado al aire introducido bajo el pistón y encendido por la chispa eléctrica, producía el movimiento; unas arquetas para gas instaladas en las diferentes estaciones de coches proporcionaban el hidrógeno necesario; una serie de nuevos perfeccionamientos habían permitido suprimir el agua destinada en otra época a enfriar el cilindro de la máquina. Esta última era fácil, simple y manejable; el mecánico, sentado en su asiento, guiaba una rueda rectora; un pedal situado bajo su pie le permitía modificar instantáneamente la marcha de su vehículo. Los coches, cuya fuerza era la de un caballo-vapor, no costaban al día ni la octava parte que un caballo; el gasto del gas, controlado de una manera precisa, permitía calcular el trabajo útil de cada coche y la Compañía no podía ser engañada como antaño por sus cocheros. Estos gaseomóviles consumían muchísimo hidrógeno, para no hablar de esos enormes carromatos, cargados de piedras y de materiales que desplegaban fuerzas de veinte a treinta caballos. El sistema Lenoir también tenía la ventaja de que no costaba nada durante las horas dedescanso, ahorro imposible en el caso de las máquinas de vapor que devoran su combustible incluso paradas. Los medios de transporte eran, por tanto, rápidos en unas calles menos atestadas que en otros tiempos, porque una disposición del Ministerio de la Policía prohibía que los carros carretas y camiones circularan después de las diez de la mañana excepto por determinadas vías reservadas. Estas diferentes mejoras eran muy adecuadas para este siglo febril, donde la multiplicidad de asuntos no dejaba reposo alguno y no permitía ningún retraso. ¡Que dirían nuestros antepasados si pudieran ver esos bulevares iluminados con un resplandor comparable al del sol, esos miles de coches circulando sin ruidos sobre el sordo alquitrán de las calles, esas tiendas ricas como palacios donde la luz se expandía en blancas irradiaciones, esas vías de comunicación amplias como plazas, esas plazas vastas como llanuras, esos hoteles inmensos donde se alojaban suntuosamente veinte mil viajeros, esos viaductos tan ligeros; esas largas galerías elegantes, esos puentes lanzados de una calle a otra y, por últimos, esos trenes resplandecientes que parecían surcar los aires con una fantástica rapidez! Se habrían asombrado muchísimo, sin duda; pero a los hombres de 1960, ya no les admiraban de tales maravillas; las aprovechaban tranquilamente, sin ser más felices, porque, en su caminar apresurado, en su paso acelerado, en su fogosidad americana, se veía que el demonio de la fortuna les empujaba hacia adelante sin piedad ni descanso.
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* Aunque un electroimán pueda soportar un peso de 1.000 kg. al contacto, su fuerza de atracción sigue siendo de 100 kg. a una distancia de 5 milímetros (nota del autor)
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Capítulo III
Una familia eminentemente práctica
Finalmente el joven llegó a casa de su tío, el señor Stanislas Boutardin, banquero y director de la Sociedad de las Catacumbas de París. Este importante personaje residía en un magnífico hotel de la calle Imperial, enorme construcción de un mal gusto maravilloso, perforada por multitud de ventanas, un verdadero cuartel transformado en vivienda particular, no imponente, pero maciza. Las oficinas ocupaban los bajos y los anejos del hotel. "¡Aquí es donde va a transcurrir mi vida! pensó Michel mientras entraba. ¿Tendré que abandonar toda esperanza en la puerta? Entonces se apoderó de él un invencible deseo de huir lejos; pero se contuvo y apretó el timbre eléctrico del portalón. Éste se abrió sin ruido, movido por un resorte oculto y se volvió a cerrar por sí solo, tras haber franqueado el paso al visitante. Un amplio patio daba acceso a las oficinas dispuestas circularmente bajo un techado de cristal esmerilado; al fondo se abría un amplio cobertizo bajo el cual varios gaseomóviles esperaban las órdenes del amo. Michel se dirigió al ascensorio, especie de cámara rodeada por un diván acolchado; un criado de librea naranja estaba ahí permanentemente.
-¿El señor Boutardin? preguntó Michel.
- El señor Boutardin acaba de sentarse a la mesa, respondió el lacayo.
- Haga el favor de anunciar a su sobrino, el señor Dufrénoy.
El criado accionó un timbre de metal situado en la madera y el ascensorio se elevó con un movimiento insensible hasta la altura del primer piso, donde se encontraba el comedor.
El criado anunció a Michel Dufrénoy. El señor Boutardin, la señora Boutardin y su hijo estaban sentados a la mesa; al entrar el joven se hizo un profundo silencio; su cubierto le estaba esperando; la cena acababa de empezar; a una señal de su tío, Michel tomó sitio en el festín. No le dirigieron la palabra. Era evidente que conocían su desastre. Michel no pudo comer nada. Esta comida tenía un aire fúnebre; los criados servían sin ruido; los platos subían en silencio por los pozos practicados en las gruesas paredes; eran opulentos con un aspecto de avaricia y parecían alimentar a los comensales a disgusto. En esta triste sala, ridículamente dorada, se comía deprisa y sin convicción. Lo importante, en efecto, no era alimentarse, sino ganar con qué alimentarse. Michel sentía este matiz; estaba asfixiándose. A los postres, su tío tomó la palabra por primera vez y dijo:
- Señor, mañana a primera hora tenemos que hablar.
Michel se inclinó sin contestar; un criado naranja le condujo a su habitación; el joven se acostó; el techo hexagonal traía a su mente una multitud de teoremas geométricos; Michel, a pesar suyo, soñó con triángulos y rectas inclinadas desde el vértice sobre uno de sus lados. "¡Qué familia", pensó en medio de su sueño agitado.
El Sr. Stanislas Boutardin era el producto natural de este siglo industrial. Había crecido en un invernadero y no en plena naturaleza; hombre práctico ante todo, no hacía nada inútil, dirigía todas sus ideas hacia lo útil, con un deseo inmoderado de ser útil, que derivaba en un egoísmo verdaderamente ideal; uniendo lo útil a lo desagradable, como hubiera dicho Horacio; su vanidad se traslucía en sus palabras aún más que en sus gestos y no habría permitido a su sombra que le precediera; se expresaba en gramos y en centímetros y siempre llevaba encima una cinta métrica, lo que le daba un gran conocimiento de las cosas de este mundo; despreciaba soberanamente las artes y en particular a los artistas, para hacer creer que los conocía; para él, la pintura se detenía en la aguada, el dibujo en el diseño, la escultura en el molde, la música en el silbido de las locomotoras, la literatura en los boletines de la Bolsa. Este hombre, educado en la mecánica, explicaba la vida por los engranajes o las transmisiones; se movía regularmente con la menor fricción posible, como un pistón en un cilindro perfectamente calibrado; transmitía su movimiento uniforme a su mujer, a su hijo, a sus empleados, a sus criados, verdaderas máquinas-instrumentos, de las que él, el gran motor, sacaba el mejor provecho del mundo. Fea naturaleza, en suma, incapaz de un movimiento bueno, pero tampoco malo; no era ni bueno ni malo, sino insignificante, mal engrasado, chillón, horriblemente común. Había hecho una enorme fortuna, si es que se puede llamar a eso hacer; el impulso industrial del siglo le arrastró; y se mostró agradecido hacia la industria a la que adoraba como a una diosa; fue el primero que adoptó tanto en su casa como para él, las ropas de hilo de hierro que aparecieron en 1934. Este tipo de tela era suave al tacto como la cachemira, poco cálida, cierto; pero en invierno, con un buen forro, se podía tirar. Cuando estas ropas inutilizables se oxidaban, las repasaban con una lima y las volvían a pintar con los colores de moda. La posición social del banquero era la siguiente: Director de la Sociedad de las Catacumbas de París y de la fuerza motriz a domicilio.
Los trabajos de dicha sociedad consistían en almacenar el aire en aquellos inmensos subterráneos durante tanto tiempo inutilizados; se le metía bajo una presión de cuarenta y cincuenta atmósferas, fuerza constante transportada por unas tuberías a los talleres, fábricas, factorías, fábricas de hilados, almacenes de harina, ahí donde fuera necesaria alguna acción mecánica. Este aire servía, como se ha visto, para mover los trenes sobre los carriles de los bulevares. Mil ochocientos cincuenta y tres molinos de viento, instalados en la llanura de Montrouge lo comprimían en aquellas vastas reservas mediante bombas. Esta idea, muy práctica sin duda alguna, y que era un retorno al empleo de las fuerzas naturales, fue vivamente preconizada por el banquero Boutardin; se convirtió en el Director de esta importante Compañía, sin dejar de ser miembro de quince o veinte Consejos de vigilancia, Vicepresidente de la Sociedad de las Locomotoras Remolcadoras,, Administrador de la Subsecretaría de Alquitranes Fusionados, etc., etc. Se había casado, cuarenta años antes con la señorita Athenaïs Dufrénoy, tía de Michel; era la digna y rancia compañera de un banquero, fea, gruesa, con todo el aspecto de la tenedora de libros y de la Cajera y nada de la mujer; sabía de contabilidad, era una maestra de la partida doble y habría inventado la partida triple si hubiera hecho falta; una verdadera administradora, la hembra de un administrador. ¿Amó al señor Boutardin y fue amada por él? Sí, tanto como pueden amarse esos corazones industriales; una comparación acabará de pintarles a ambos. Ella era la locomotora y él el fogonero-maquinista; él la mantenía en buen estado, la frotaba, la engrasaba, y ella llevaba funcionado así desde hacía medio siglo, con tanta imaginación como una Crampton. Es inútil añadir que no descarriló jamás.
En cuanto al hijo, multiplíquese a la madre por el padre y se obtendrá el coeficiente Athanase Boutardin, socio principal de la banca Casmodage y Cía; un gallardo mozo que se parecía a su padre en lo alegre y a su madre en lo elegante. No había que decir ninguna frase ingeniosa en su presencia; parecía que se le faltaba al respeto y sus cejas se fruncían sobre sus ojos alelados. En el gran concurso había ganado el primer premio de banca. Se puede decir que no sólo hacía trabajar el dinero, lo agotaba; olía a usurero; pretendía casarse con alguna horrible muchacha cuya dote compensara enérgicamente su fealdad. A los veinte años ya llevaba gafas de aluminio. Su inteligencia estrecha y rutinaria le llevaba a marear a sus empleados con pejiguerías de chinche. Una de sus manías consistía en creer que su caja estaba desguarnecida cuando en realidad rebosaba de oro y de billetes. Era un mal hombre, sin juventud, sin corazón, sin amigos. Su padre le admiraba mucho.
Esta era la familia, la trinidad doméstica a la que el joven Dufrénoy iba a pedir ayuda y protección. El Sr. Dufrénoy, hermano de la señora Boutardin, poseía todas las dulzuras de sentimientos y las delicadezas exquisitas que se habían traducido en su hermana por asperezas. Aquel pobre artista, músico de gran talento, nacido para un siglo mejor, sucumbió joven a las contrariedades, y no legó a su hijo más que sus tendencias de poeta, sus aptitudes y sus aspiraciones. Michel tenía por alguna parte un tío, un tal Huguenin del que nunca se hablaba, uno de esos hombres cultos, modestos, pobres, resignados, de quienes se avergüenzan las familias opulentas. Pero Michel tenía prohibido visitarle y ni siquiera le conocía; así pues no tenía ni que pensar en él. La situación del huérfano en el mundo estaba bien establecida: por una parte, un tío incapaz de ayudarle, por otro, una familia rica de esas cualidades que se moldean con monedas, con el corazón estrictamente necesario para bombear la sangre a las arterias. No había ahí nada por lo que agradecer a la providencia.
Al día siguiente Michel bajó al despacho de su tío, un despacho severo, si los hay, y forrado con una tela severa: ahí estaban el banquero, su mujer y su hijo. Aquello amenazaba con ser solemne. El señor Boutardin, de pie junto a la chimenea, con la mano en su chaleco, y sacando pecho, se expresó en estos términos:
-Señor, va usted a escuchar unas palabras que le pido grabe en su memoria. Su padre era un artista. Esto lo dice todo. Me gusta pensar que usted no ha heredado sus malhadados instintos. No obstante, he descubierto en usted gérmenes que es importante destruir. Nada usted gustosamente en las arenas de lo ideal y hasta aquí, el resultado más claro de sus esfuerzos ha sido ese premio de versos latinos que le han concedido vergonzosamente ayer. Calibremos la situación. Carece usted de fortuna, lo cual es una torpeza; un poco más, y no tendría parientes. Ahora bien, no quiero poetas en mi familia, ¿me entiende? No quiero a ese tipo de individuos que escupen rimas a la cara de la gente; su familia es rica, no la comprometa. Porque el artista no está lejos del adulador a quien lanzo cien soles de mi talego para que distraiga mis digestiones. ¿Me entiende usted? No quiero talento, quiero capacidades. Como no he observado en usted ninguna aptitud especial, he decidido que entre a trabajar en la banca Casmodage y Cía bajo la alta dirección de su primo; tómelo como ejemplo; ¡trabaje para convertirse en un hombre práctico! Recuerde que una parte de la sangre de los Boutardin corre por sus venas y para recordar mejor mis palabras, cuide usted de no olvidarlas jamás.
Como puede verse, en 1960 la raza de los Prud'homme aún no había desaparecido; habían conservado las hermosas tradiciones. ¿Qué podía responder Michel ante semejante discurso? Nada, por eso calló, mientras que su tía y su primo aprobaban con la cabeza.
-Sus vacaciones, prosiguió el banquero, han empezado esta mañana y terminarán esta noche. Mañana se presentará ante el jefe de la firma Casmodage y Cía. Váyase."
El joven salió del despacho de su tío; las lágrimas inundaban sus ojos, pero resistió a la desesperación. "Sólo tengo un día de libertad, pensó; al menos lo emplearé a mi gusto; tengo algunos soles; empezaré por fundar mi biblioteca con los grandes poetas y los autores ilustres del siglo pasado. Por la noche me consolarán de las sevicias del día.
Capítulo IV
Que trata de algunos autores del siglo XIX y de la dificultad de conseguirlos
Michel salió rápidamente a la calle y se dirigió a la librería de las Cinco partes del Mundo, inmenso hangar situado en la rue de la Paix, dirigido por un alto funcionario del Estado. "Todas las producciones del espíritu humano deben de estar ahí metidas", pensó el joven. Entró en un amplio vestíbulo, en cuyo centro un despacho telegráfico correspondía con los puntos más apartados de las tiendas; una legión de empleados circulaba incesantemente; de las paredes colgaban escaleras que llevaban a los empleados hasta los estantes superiores de las salas; una multitud considerable acosaba el despacho y los mozos se doblaban bajo las cargas de libros.Michel, estupefacto, intentaba en vano contar las innumerables obras que tapizaban las paredes, y su mirada se perdía en las galerías infinitas de este establecimiento imperial. "Nunca conseguiré leer todo esto", pensó poniéndose a la cola ante el despacho. Al fin llegó a la ventanilla
- ¿Qué desea usted, señor?, le preguntó el empleado, jefe de la Sección de Pedidos.
- Me gustaría conseguir las obras completas de Victor Hugo", respondió Michel.
El empleado abrió unos ojos desmesurados.
- ¿Victor Hugo?, dijo. ¿Qué ha hecho ése?
- Es uno de los grandes poetas del siglo XIX, el más grande incluso, respondió el joven sonrojándose.
- ¿Lo conoce usted? preguntó el empleado a un segundo empleado, jefe de la Sección de Búsquedas.
- Jamás he oído hablar de él, respondió este último. ¿Está usted seguro del nombre?, preguntó al joven.
- Perfectamente seguro.
- Es que es raro, prosiguió el empleado, que vendamos aquí obras literarias. Pero en fin puesto que está usted seguro.... Ugo, Ugo... dijo telegrafiando.
- Hugo, con hache, repitió Michel. Y pregunte también por Balzac, Musset, Lamartine.
- ¿Son sabios?
- ¡No! Son escritores.
- ¿Están vivos?
- Murieron hace un siglo
- Señor, vamos a hacer lo que podamos para atenderle; pero me temo que nuestras investigaciones van a ser largas, sino vanas.
- Esperaré, respondió Michel.
¡Y se retiró a un rincón, anonadado! ¡Así que toda esa gran fama sólo duraba un siglo! Las Orientales, las Meditaciones, las Primeras Poesías, la Comedia humana, ¡olvidadas, perdidas, inencontrables, desconocidas, ignoradas! Sin embargo, unas inmensas grúas de vapor bajaban en medio de los patios cargas de libros y los compradores se precipitaban a la oficina de pedidos. Pero éste quería ver la Teoría de los frotamientos en veinte volúmenes, aquel la Compilación de los problemas eléctricos, aquel otro el Tratado práctico del engrasado de las ruedas motrices, el de más allá, la Monografía del nuevo cáncer.
- Cómo! se dijo Michel, ¡ciencia, industria! Aquí es como en el colegio ¡y las artes, nada! ¡Y yo que parezco un demente pidiendo obras literarias! ¿Estaré loco?
Michel se hundió en estas reflexiones durante un hora larga; y las búsquedas continuaban, y el telégrafo funcionaba sin cesar, y pedían confirmación del nombre de los autores; rebuscaron en los sótanos y en los graneros; pero fue en vano. Hubo que renunciar.
- Señor, dijo por fin al joven un empleado, jefe de la Sección de Respuestas, no tenemos eso. Estos autores sin duda eran poco conocidos en su época; sus obras no habrán sido reeditadas...
- Nôtre-Dame de Paris, respondió Michel, tuvo una tirada de quinientos mil ejemplares.
- Le creo señor, pero en cuanto a autores antiguos reimprimidos en la actualidad, sólo tenemos a Paul de Kock, un moralista del siglo pasado; parece bien escrito y si usted quiere...
- Buscaré en otra parte, respondió Michel.
- Irá por todo París sin encontrar nada. Lo que no está aquí no está en ningún sitio.
- Ya veremos, dijo Michel alejándose
- Pero, señor, prosiguió el empleado, digno por su celo de ser empleado de ultramarinos, ¿desea usted obras literarias contemporáneas? Tenemos algunas producciones que han hecho cierto ruido estos últimos años; no se han vendido mal para ser libros de poesía...
- Ah! dijo Michel esperanzado, ¿tienen poesías modernas?
- Sin duda. Entre otras las Armonías Eléctricas de Martillac, obra laureada por la Academia de Ciencias, las Meditaciones sobre el oxígeno de M. Pulfasse, el Paralelograma poético, las Odas descarbonatadas....
Michel no quiso oír más y salió a la calle aterrado, estupefacto. ¡Aquella pequeña parcela del arte no había podido escapar a la influencia perniciosa de los tiempos! ¡La ciencia, la química, la mecánica, irrumpían en el ámbito de la poesía!
- !Y se leen estas cosas! repetía corriendo por las calles; ¡incluso las compran! ¡Y las firman! ¡Y las colocan en las estanterías de literatura! ¡Y buscan en vano un libro de Balzac, de Victor Hugo! Por cierto ¿dónde podría encontrarlos? ¡Claro! En la Biblioteca.
Michel se dirigió con paso rápido a la Biblioteca Imperial; sus edificios, singularmente ampliados, se extendían sobre una gran parte de la calle Richelieu, luego por la calle Neuve-des-Petits-Champs, hasta la rue de la Bourse. La incesante aglomeración de libros había hecho que reventaran las viejas paredes del Hotel de Nevers. Todos los años se imprimían cantidades fabulosas de obras científicas; los editores no daban a basto, el propio Estado editaba: los novecientos volúmenes dejados por Carlos V, multiplicados por mil no habrían dado la cifra actual de los volúmenes apilados en la Biblioteca; de ochocientos mil que había en 1860, superaban ahora los dos millones. Michel preguntó por la parte de los edificios reservados a las letras y subió por la escalera de los jeroglíficos que unos albañiles estaban restaurando a golpe de piqueta. Una vez llegado a la sala de las letras, la encontró desierta, y más curiosa hoy en día en su abandono que antaño llena de una multitud estudiosa. Algunos extranjeros la seguían visitando, como quien va a ver el Sahara, y les enseñaban el lugar donde murió un árabe, en 1875 en la misma mesa que ocupó durante toda su vida.
Las formalidades necesarias para obtener una obra no dejaban de ser complicadas; el formulario firmado del solicitante debía contener el título del libro, su formato, la fecha de su publicación, el número de la edición, y el nombre del autor, es decir que a no ser que se fuera ya un sabio, nunca se llegaba a saber; además, el solicitante indicaba su edad, su domicilio, su profesión y la finalidad de su investigación. Michel se atuvo al reglamento y remitió su formulario perfectamente en regla al bibliotecario que dormitaba; emulándole, los mozos roncaban aparatosamente sobre unas sillas apoyadas en las paredes; sus funciones habían llegado a ser una sinecura tan completa como la de acomodador en el Odeón. El bibliotecario, que se despertó sobresaltado, miró al osado joven; leyó el formulario y pareció atónito por el pedido; después de haber reflexionado largamente, ante el terror de Michel, se dirigió a un empleado subalterno, que trabajaba junto a su ventana, sentado a una mesa solitaria. Michel se encontró ante un hombre de setenta años de edad, mirada despierta, cara sonriente y con un aspecto de sabio que creyera ignorar todo. Este modesto empleado tomó el boletín y lo leyó atentamente.
-Pide usted autores del siglo XIX, dijo, es un honor para ellos; esto va a permitirnos quitarles el polvo. Hemos dicho señor.... ¿Michel Dufrénoy?
Ante este nombre, el viejo levantó rápidamente la cabeza.
- ¡Es usted Michel Dufrénoy!, exclamó. ¡Claro, aún no le había mirado!
- ¿Me conoce usted?
- ¡Que si le conozco!...
El viejo no pudo continuar; sobre su bondadoso rostro se dibujaba una verdadera emoción; tendió la mano a Michel y éste se la estrechó afectuosamente, con entera confianza.
- Soy tu tío, dijo por fin el buen hombre, tu viejo tío Huguenin, el hermano de tu pobre madre.
- ¡Es usted mi tío! exclamó Michel emocionado.
- ¡Tú no me conoces, pero yo sí que te conozco, muchacho! ¡He asistido a la entrega de tu magnífico premio de versificación latina! ¡Mi corazón latía muy deprisa, y tú no sospechabas nada!
- ¡Mi tío!
- No es culpa tuya, querido muchacho, ya lo sé. Me he mantenido apartado, alejado de ti, para no perjudicarte ante la familia de tu tía; ¡pero he seguido tus estudios paso a paso, día a día! Yo me decía: es imposible que el hijo de mi hermana, el hijo de un gran artista, no haya conservado nada de los instintos poéticos de su padre, ¡y no me engañaba porque vienes aquí a pedirme a nuestros grandes poetas de Francia! ¡Sí, muchacho! ¡Te los voy a dar! ¡Los vamos a leer juntos! ¡Nadie nos mira! ¡Ven que te abrace por primera vez!
El viejo estrechaba al joven en sus brazos, y éste se sintió renacer bajo sus abrazos. Era, hasta ese momento, la más dulce emoción de su vida.
- Pero tío, preguntó Michel, ¿cómo ha podido usted estar al corriente de mi infancia?
- Querido muchacho, mi mejor amigo es una excelente persona que te quiere muchísimo, tu profesor Richelot, ¡y él me ha dicho que eres uno de los nuestros! te he visto actuar; he leído tus versos en latín; un tema un poco difícil de tratar, por ejemplo, por culpa de los nombres propios: El mariscal Pélissier en la torre Malacoff. Pero bueno, la moda sigue fijada en los viejos temas históricos ¡y a fe mía que no te las has arreglado mal!
- ¡Ah! profirió Michel.
- Pero, prosiguió el viejo sabio, has hecho dos largas y dos breves con Pelissierus una breve y dos largas con Malacoff ¡y has hecho bien! Mira, recuerdo dos versos preciosos:
Jam Pellisiero pendenti ex turre Malacoff
Sebastopolitam concedit Jupiter urbem.[1]
¡Ay hijo mío! ¡Cuántas veces, sin esa familia que me desprecia y que, en suma, pagaba tu educación, cuántas veces hubiera apoyado tus hermosas inspiraciones! Pero ahora serás tú quien venga a verme a menudo.
- Todas las tardes, tío, en mis horas libres.
- Pero me parece que tus vacaciones...
- ¡Vacaciones, tío! ¡Mañana entro en el banco de mi primo!
- ¡Tú en un banco! exclamó el viejo. ¡Tú en los negocios! ¡Es verdad! ¿Qué va a ser de ti? ¡Un pobre desgraciado como yo no puede ayudarte! ¡Ay, hijo mío, con tus ideas, con tus aptitudes, has nacido bien tarde, no me atrevo a decirte muy temprano, porque al ritmo al que van las cosas ni siquiera se puede esperar en el futuro!
- ¿Pero no me puedo negar? ¿Acaso no soy libre?
- ¡No! no eres libre; desgraciadamente el señor Boutardin es algo más que tu tío, es tu tutor; no quiero, no debo animarte a seguir una vía funesta; no, eres joven; trabaja para ganar tu independencia y entonces, si tus gustos no han cambiado, si todavía estoy en este mundo, ven a mi encuentro.
- Pero este oficio de banquero me horroriza, respondió Michel vivamente.
- No lo dudo, muchacho, y si hubiera sitio para dos en mi casa te diría: ven, seremos felices; pero esta existencia no te llevaría a ninguna parte, porque inevitablemente hay que ir a algún sitio; ¡no! ¡trabaja! olvídame durante algunos años; yo te daría malos consejos;no digas que has visto a tu tío; podría resultarte fatal; no pienses más en el viejo que ya habría muerto hace tiempo si no fuese porque todos los días tiene la deliciosa costumbre de reunirse con sus viejos amigos en los estantes de esta sala.
- Cuando sea libre, dijo Michel.
- ¡Sí! ¡Dentro de dos años! Ahora tienes dieciséis; serás mayor de edad a los dieciocho; esperaremos; pero no olvides Michel que siempre guardaré para ti un buen apretón de manos, un buen consejo y un buen corazón. Vendrás a verme, añadió el anciano contradiciéndose a sí mismo.
- ¡Sí, tío, sí! ¿Dónde vive usted?
- ¡Lejos, muy lejos! en la llanura de Saint-Denis; pero el empalme del bulevar Malesherbes me pone a dos pasos de mi casa; allí tengo un habitación muy pequeña y muy fría, pero cuando tú vengas será grande y se calentará cuando apriete tus manos en las mías.
La conversación del tío y del sobrino prosiguió de esta guisa; el viejo sabio quería ahogar en el joven esas hermosas tendencias que él admiraba, y sus palabras traicionaban a cada paso su voluntad; sabía cuán falsa, cuán imposible, cuán desplazada sería la situación de un artista.
Hablaron de todo; el buen hombre se presentó como un libro viejo que el joven vendría hojear algunas veces, y que como mucho sólo serviría para contarle cosas del tiempo pasado.
Michel habló de la finalidad de su visita a la Biblioteca e interrogó a su tío sobre la decadencia de la literatura.
-La literatura está muerta, hijo mío, respondió el tío; miras esas salas desiertas, y esos libros sepultados en su polvo; ya no se lee; soy el guardián del cementerio, y la exhumación está prohibida.
Durante esta conversación el tiempo transcurrió rápidamente.
- Son las cuatro, exclamó el tío, tenemos que separarnos.
- Le volveré a ver, dijo Michel.
- Sí ¡No, hijo mío! ¡no hablemos nunca de literatura! ¡ni de arte! ¡Acepta la situación tal como es! ¡Eres el pupilo del señor Boutardin antes que el sobrino de tu tío Huguenin!
- Déjeme acompañarle, dijo el joven Dufrénoy.
- ¡No! podrían vernos. Iré solo.
- Entonces hasta el domingo, tío.
- Hasta el domingo, querido hijo.
Michel fue el primero en salir, pero esperó en la calle; vio cómo el anciano se dirigía hacia el bulevar con un paso todavía firme; le siguió de lejos hasta la estación de la madeleine.
- Por fin, pensó, ¡ya no estoy solo en el mundo!
Y volvió al hotel. Por fortuna la familia Boutardin cenaba fuera de casa y Michel pasó tranquilamente en su habitación la primera y última velada de las vacaciones.
[1] Entonces, Pelissier cuyo destino pendía de la torre de Malacoff/ Es abandonado por Júpiter en Sebastopol
Capítulo V
Que trata de las máquinas de calcular y de cajas que se defienden solas
Al día siguiente, a las ocho, Michel Dufrénoy se dirigió a las oficinas de la banca Casmodage y Cía; Estaban situadas en la calle Neuve-Drouot, y ocupaban una de aquellas casas construidas en el emplazamiento de la antigua ópera. El joven fue introducido en un vasto paralelogramo, provisto de aparatos de una singular estructura cuya presencia, al principio, no advirtió. Parecían pianos de un tamaño impresionante. Michel miró hacia el despacho adyacente y divisó unas cajas gigantescas: parecían fortalezas; un poco más y eran almenadas, y cada una de ellas hubiera podido alojar fácilmente una guarnición de veinte hombres.
Michel no pudo dejar de estremecerse ante la vista de aquellos cofres acorazados y blindados. "Parecen estar a prueba de bomba", pensó. Un hombre de unos cincuenta años, con su pluma de ganso matinal en la oreja, se paseaba solemnemente entre aquellos monumentos. Michel reconoció al punto que pertenecía a la familia de la gente de número, orden de los Cajeros; ese individuo exacto, metódico, gruñón y cascarrabias, cobraba con entusiasmo y pagaba con dolor; se diría que consideraba sus pagos como robos a su caja y sus cobros como devoluciones. Unos sesenta empleados, escribientes, copistas, garabateaban y calculaban bajo su elevada dirección. Michel tenía que sentarse entre ellos; un mozo de oficina le llevó hasta el importante personaje que le esperaba.
- Señor, le dijo el Cajero, al entrar aquí, lo primero que tiene usted que olvidar es que pertenece a la familia Boutardin. Es la orden.
- No pido otra cosa, respondió Michel.
- Para empezar su aprendizaje, le asignaremos a la máquina nº 4.
Michel se volvió y divisó la máquina nº 4. Era un aparato para calcular. Había pasado mucho tiempo desde que Pascal construyera un instrumento de esta suerte, cuya concepción pareció tan maravillosa en su momento. Depués, el arquitecto Perrault, el conde de Stanhope, Thomas de Colmar, Mauret y Jayet, aportaron afortunadas modificaciones a este tipo de aparato. La casa Casmodage poseía verdaderas obras maestras; sus instrumentos parecían enormes pianos; apretando las teclas de un teclado se obtenía al instante totales, remanentes, productos, cocientes, reglas de proporción, cálculos de amortización y de intereses compuestos para periodos infinitos a todos los tipos posibles. ¡Había notas altas que daban hasta el ciento cincuenta por cien! Nada más maravilloso como esas máquinas que hubieran derrotado fácilmente a los Mondeux. Pero había que saber tocar y Michel tuvo que tomar lecciones de digitación.
Como podemos ver, Michel entraba en una casa de banca que le requería y adoptaba todos los recursos de la mecánica. Por otra parte, en aquella época la abundancia de negocios y la proliferación de la correspondencia dieron a los simples artículos de escritorio una importancia extraordinaria. Por ejemplo, el correo de la casa Casmodage incluía más de tres mil cartas al día, remitidas a todos los rincones de ambos mundos. Una máquina Lenoir con una fuerza de quince caballos copiaba sin cesar las cartas que quinientos empleados le enviaban sin descanso. Y sin embargo la telegrafía eléctrica habría tenido que reducir singularmente el número de cartas, porque había nuevos perfeccionamientos que permitían al remitente corresponder directamente con el destinatario; el secreto de la correspondencia quedaba a salvo y se podían tratar a distancia negocios de mucha consideración. Cada casa tenía sus hilos particulares, según el sistema Wheatstone en uso desde hacía tiempo en toda Inglaterra.Los precios de los innumerables valores cotizados en el mercado libre se inscribían solos en unas esferas situadas en los centros de las Bolsas de París, Londres, Francfort, Amsterdam, Turín, Berlín, Viena, San Petersburgo, Constantinopla, Nueva York, Valparaíso, Calcuta, Sidney, Pekín, Nuku-Hiva
Además, la telegrafía fotográfica, inventada durante el siglo pasado por el profesor Giovanni Caselli de Florencia, permitía enviar a puntos alejados el facsímil de cualquier tipo de escritura, autógrafo o dibujo, y firmar letras de cambio o contratos a cinco mil leguas de distancia. La red telegráfica cubría entonces toda la superficie de los continentes y el fondo de los mares; América no estaba a un segundo de Europa, y en la solemne prueba que se hizo en 1903 en Londres, dos experimentadores correspondieron entre sí después de haber hecho dar a su mensaje la vuelta a la tierra. Se comprende que en esta época de negocios el consumo de papel había tenido que aumentar en proporciones inesperadas; Francia, que fabricaba sesenta millones de kilogramos de papel hace cien años, gastaba ahora más de trescientos millones; ya no se temía que escasearan los trapos porque estaban provechosamente sustituidos por el esparto, el áloe, el topinambur, el altramuz y otras veinte plantas poco costosas; en doce horas, los procedimientos de Watt y Burgess convertían un pedazo de madera en papel magnífico; los bosques ya no servían para la calefacción sino para la impresión.
La casa Casmodage fue una de las primeras en adoptar este papel de madera; cuando lo empleaba en letras de cambio, billetes o acciones, lo preparaban con el ácido gálico de Lemfelder, que le hacía invulnerable a los agentes químicos de los falsificadores; el número de ladrones aumentaba con el de los negocios y había que ser desconfiado. Ésta era la casa en la que se cocían negocios enormes. El joven Dufrénoy iba a desempeñar en ella el papel más modesto; iba a ser el primer servidor de su máquina de calcular y ese mismo día entró en funciones.
Aquel trabajo mecánico le presentaba grandes dificultades; no tenía el fuego sagrado y el aparato funcionaba bastante mal bajo sus dedos; por mucho que lo intentara, un mes después de su instalación cometía más errores que el primer día y sin embargo, estuvo a punto de volverse loco. Encima le trataban con dureza para doblegar sus veleidades de independencia y sus instintos de artista; no tuvo un solo domingo, ni una sola velada para dedicarla a su tío, y su único consuelo fue escribirle en secreto. Pronto fue presa del desánimo y el desagrado; se sintió incapaz de continuar aquel trabajo de obrero.
A finales de noviembre, el Sr. Casmodage, Boutardin hijo y el Cajero tuvieron la siguiente conversación sobre él:
- Este chico es soberanamente ininteligente, dijo el banquero.
- La verdad me obliga a aceptarlo, respondió el Cajero
- Es lo que se llamaba antes un artista, apostilló Athanase y lo que nosotros llamamos un insensato.
- La máquina se convierte en un instrumento peligroso en sus manos, respondió el banquero; ¡nos trae sumas en lugar de restas y nunca nos ha podido calcular un interés ni al quince por ciento!
- Es penoso, dijo el primo.
- ¿Pero en qué vamos a emplearlo? prosiguió el Cajero.
- ¿Sabe leer?, preguntó el Sr. Casmodage
- Es de suponer, respondió Athanase con aire de duda.
- Se le podría utilizar en el Libro Mayor; dictaría a Quinsonnas que reclama un ayudante.
- Tiene usted razón, replicó el primo; dictar, eso de lo único de que es capaz, porque tiene una escritura espantosa.
- Y esto en una época en la que todo el mundo escribe bien, respondió el Cajero.
- Si no hace bien este nuevo trabajo, sólo podrá servir para barrer los despachos.
- Y eso habría que verlo, afirmó el primo.
- Que venga, dijo el banquero.
Michel compareció ante el temible triunvirato.
- Señor Dufrénoy, dijo el jefe de la casa, haciendo aflorar en sus labios la más despreciable de sus sonrisas, su notoria incapacidad nos obliga a retirarle de la dirección de la máquina nº 4; los resultados que usted obtiene son causa incesante de errores en nuestras escrituras; esto no puede seguir así.
- Lo siento, señor... respondió fríamente Michel.
- Sus disculpas son inútiles, repuso severamente el banquero; de ahora en adelante se le asignará al Libro Mayor. Me dicen que sabe leer. Se ocupará de dictar.
Michel no respondió nada. ¡Le importaba tan poco el Libro Mayor como la Máquina! ¡Eran prácticamente lo mismo! Así pues se retiró después de haber preguntado cuando cambiaría su posición.
- Mañana, le respondió Athanase; el señor Quinsonnas estará advertido.
El joven se marchó de las oficinas pensando no en su nuevo trabajo, sino en ese Quinsonnas cuyo nombre le espantaba. ¿Quién podía ser aquel hombre? ¡Algún individuo envejecido en la copia de los artículos del Libro Mayor, trajinando durante sesenta años cuentas corrientes, presa de la fiebre de saldo y del frenesí de la contrapartida! A Michel sólo le asombraba una cosa, y era que el tenedor de libros no hubiera sido todavía sustituido por una maquina.
Sin embargo, experimentó una verdadera alegría al abandonar su aparato de calcular; estaba orgulloso de haberlo dirigido mal; aquella máquina tenía un falso aspecto de piano que le repugnaba. Michel, encerrado en su habitación, vio llegar rápidamente la noche en medio de sus reflexiones; se acostó pero no podía dormir; una suerte de pesadilla se apoderó de su cerebro. El Libro Mayor se le aparecía con unas proporciones fantásticas; tan pronto se sentía presionado entre las hojas blancas como las plantas secas de un herbario, como aprisionado en el dorso de la cubierta que le aplastaba bajo su armazón de cobre.
Se levantó muy agitado y presa del irresistible deseo de contemplar aquella máquina prodigiosa.
- Es una chiquillada, pensó, pero me quedaré tranquilo.
Saltó fuera de su cama, abrió la puerta de su habitación, y tanteando, tropezando, con los brazos extendidos y los ojos entornados, penetró en las oficinas. Las enormes salas estaban oscuras y silenciosas, cuando habitualmente el estruendo del dinero, el tintineo del oro, el roce de los billetes, el chirrido de las plumas sobre el papel, llenaban sus salas durante el día con ese ruido característico de las casas de banca. Michel avanzaba al azar, perdiéndose en medio de ese laberinto; no estaba muy al tanto de la ubicación del Libro Mayor; pero avanzaba; tuvo que atravesar la sala de las máquinas y las divisó entre las sombras.
- Están durmiendo, pensó, ahora no calculan
Y prosiguió su viaje de reconocimiento, metiéndose por el despacho de las cajas gigantescas, tropezando a cada paso. De pronto, sintió que le faltaba la tierra bajo sus pies, y se oyó un ruido espantoso; las puertas de las salas se cerraron con estrépito; los cerrojos y los pestillos se precipitaron en sus cerraduras; unos silbidos ensordecedores salieron de las cornisas; una luz repentina iluminó las oficinas, mientras Michel, que seguía cayendo, parecía sepultarse en algún abismo sin fondo. Desesperado, espantado, cuando el suelo pareció tener consistencia, quiso emprender la huida. Pero fue imposible. Estaba prisionero en una jaula de hierro. Entonces, unas personas a medio vestir se precipitaron sobre él.
- Es un ladrón, dijo uno
- ¡Lo hemos atrapado, dijo el otro!
- ¡Id a buscar a la policía!
Michel no tardó en reconocer entre los testigos de su desastre al Sr. Casmodage y a su primo Athanase.
- ¡Usted! exclamó el uno.
- ¡Él! exclamó el otro.
- ¡Iba usted a forzar mi Caja!
- ¡Lo que faltaba!
- Es un sonámbulo, dijo alguien.
Para el buen nombre del joven Dufrénoy, esta opinión unió a la mayoría de aquellos hombres en camisón. Liberaron al prisionero, víctima inocente de las Cajas perfeccionadas que se defienden solas. Al extender los brazos en la oscuridad, Michel había rozado la Caja de valores, sensible y pudorosa como una doncella; un dispositivo de seguridad se puso en marcha al punto. Una tarima móvil se abrió en el suelo, mientras los despachos se iluminaban eléctricamente conforme se cerraban las puertas con violencia. Los empleados, despertados por las fortísimos timbrazos, se precipitaron hacia la jaula que había bajado hasta el sótano.
- ¡Esto le enseñará a pasearse por donde no debe! dijo el banquero al joven.
Michel avergonzado, no respondió nada.
- ¡Vaya aparato ingenioso! exclamó Athanase.
- Sin embargo, le replicó el Sr. Casmodage, no estará completo hasta que el ladrón caiga en un vagón de seguridad que le lleve, mediante un resorte, hasta la prefectura de policía.
- ¡Y sobre todo, pensó Michel, hasta que la máquina no aplique por sí sola el artículo del código relativo a los robos con fractura!
Pero se guardó esta reflexión para sus adentros y se marchó en medio de grandes carcajadas.
CAPITULO VI
Donde Quinsonnas aparece en la cúspide del Libro Mayor
Al día siguiente Michel se dirigió a las oficinas de contabilidad en medio de los comentarios irónicos de los empleados; su aventura nocturna corría de boca en boca y nadie disimulaba sus risas. Michel llegó a una sala inmensa rematada por una cúpula de cristal esmerilado; en medio, y apoyado en un único pie, obra maestra de la mecánica, se erguía el Libro Mayor de la casa de banca. Merecía este apelativo de Mayor con más justicia que Luis XIV el de Grande; tenía veinte pies de alto; un mecanismo inteligente permitía dirigirle como un telescopio hacia todos los puntos del horizonte; un sistema de pasarelas ligeras, ingeniosamente combinado, bajaba o subía según las necesidades del escribiente.
Sobre las hojas blancas, de tres metros de ancho, se desplegaban en letras de tres pulgadas, las operaciones diarias de la casa. Las Cajas de Diversos, los Diversos a Caja las Cajas de Negociaciones, destacadas en tinta de oro, causaban placer a las personas a quienes les gustan estas cosas. Otras tintas multicolores realzaban vivamente los transferencias y la paginación; en cuanto a las cifras, soberbiamente superpuestas en las columnas de sumas, los francos se destacaban en rojo escarlata y los céntimos, llevados hasta la tercera decimal, en verde oscuro.
Michel quedó estupefacto ante este espectáculo. Preguntó por el Sr. Quinsonnas. Le señalaron un joven inclinado sobre la pasarela más elevada; Michel tomó la escalera de caracol y en pocos instantes llegó a la cumbre del Libro Mayor. El Sr. Quinsonnas estaba modelando una F mayúscula de tres pies de largo, con incomparable soltura.
- Señor Quinsonnas, dijo Michel.
- Tómese la molestia de entrar, respondió el tenedor de libros; ¿a quién tengo el honor de hablar?
- Al señor Dufrénoy.
- ¿Es usted el héroe de esa aventura que...?
- Soy ese héroe, respondió Michel con atrevimiento.
- Es un elogio para usted, replicó Quinsonnas, es usted un hombre honrado; un ladrón no se hubiera dejado agarrar. Ésa es mi opinión.
Michel miró fijamente a su interlocutor; ¿se estaría burlando de él? La figura espantosamente seria del tenedor de libros no permitía tal suposición.
- Estoy a sus órdenes, dijo Michel.
- Y yo a las suyas, respondió el copista.
- ¿Qué tendré que hacer?
- Lo siguiente: dictarme con voz clara y lenta los artículos del diario que yo paso al Libro Mayor. ¡No se equivoque! Acentúe. !Voz profunda! ¡Nada de errores! Una tachadura y me ponen en la calle.
No hubo más entrada en materia, y el trabajó comenzó. Quinsonnas era un muchacho de unos treinta años que, a fuer de serio, podía aparentar cuarenta. Sin embargo, no había que mirarle con demasiada atención, porque bajo esa pavorosa seriedad acababa uno por desvelar mucha jovialidad contenida y un aire endiabladamente inteligente. Michel, al cabo de tres días, creyó notar algo de este tipo. Y sin embargo la reputación de simplicidad del tenedor de libros, para no decir de estupidez, estaba muy consolidada en las oficinas; se contaban de él historias que harían palidecer a los Calinos de la época. Pero su precisión y su hermosa escritura eran sus dos cualidades indiscutibles; nadie le igualaba en la Gran Bastarda y no tenia rival en la Inglesa Retorcida. En cuanto a su exactitud, no se le podría exigir más completa, porque, gracias a su proverbial falta de inteligencia, había escapado a dos prestaciones tan molestas para un empleado como son las del jurado y la Guardia Nacional. Estas dos grandes instituciones seguían funcionando en el año de gracia de 1960.
Éstas son las circunstancias por las cuales Quinsonnas fue borrado de las listas de la primera y de los cuadros de la segunda. Hacía un año más o menos la suerte le condujo al banco de los jurados; se trataba de un asunto criminal muy grave, pero sobre todo muy largo; duraba ya ocho días y se esperaba que por fin concluyera; ya se estaba interrogando a los últimos testigos, pero no se había contado con Quinsonnas. En medio de la vista, aquél se levantó y rogó al presidente que planteara cierta pregunta al acusado. Se hizo así y el acusado respondió a la pregunta de su jurado.
- Pues bien, dijo Quinsonnas, en voz alta, es evidente que el acusado no es culpable.
¡Júzguese el efecto! ¡Está prohibido que el jurado emita su opinión durante los debates, bajo pena de nulidad! La torpeza de Quinsonnas hizo que se tuviera que remitir el asunto a otra sesión! Y Todo tenía que volver a empezar; ¡y como el incorregible jurado, involuntaria o más bien ingenuamente, volviera a caer en la misma falta, no se pudo juzgar ninguna causa! ¿Qué se lo podía decir al malhadado Quinsonnas? Hablaba evidentemente a pesar suyo, bajo la emoción de los debates; ¡se le escapaba lo que pensaba! Era una enfermedad, pero en fin, como la justicia tenía que seguir su curso, hubo que borrarle definitivamente de la lista de jurados.
Lo de la Guardia Nacional fue otra cosa.
La primera vez que le pusieron como centinela a la puerta de su alcaldía, tomó su guardia en serio; se plantó militarmente ante su garita, con su fusil montado, el dedo en el gatillo, y dispuesto a disparar, como si el enemigo fuera a aparecer por la calle de al lado. Como es natural, la gente se paraba a mirar a aquel centinela tan diligente; algunos transeúntes inofensivos sonrieron. Eso disgustó al enérgico guardia nacional; detuvo a uno, luego a dos, luego a tres; al cabo de sus dos horas de guardia, el puesto estaba repleto. Casi se origina un tumulto. ¿Qué se le podía decir? Estaba en su derecho; ¡Aducía que había sido insultado estando bajo las armas! Para él la bandera era una religión. La cosa se repitió en la guardia siguiente y como no hubo forma de mitigar ni su diligencia ni su susceptibilidad, tan honorable a pesar de todo, le borraron de los cuadros. Quinsonnas pasó por un imbécil en el fondo, pero así fue como no volvió a participar ni en el jurado ni en la Guardia Nacional. Liberado de estas dos grandes cargas sociales, Quinsonnas se convirtió en un tenedor de libros modelo.
Durante un mes, Michel dictó regularmente; su trabajo era fácil, pero no le dejaba ni un instante de libertad; Quinsonnas escribía, lanzando a veces una mirada sorprendentemente inteligente al joven Dufrénoy cuando este último se ponía a declamar con acento inspirado los artículos del Libro Mayor.
- ¡Curioso muchacho! pensaba para sus adentros; ¡parece sin embargo superior a su oficio! ¿Por qué le habrán puesto aquí, siendo el sobrino de Boutardin? ¿Será para que me sustituya? ¡Imposible! ¡Escribe como el gato de la portera! ¿Será verdaderamente un joven imbécil! Tengo que saberlo.
Por su parte Michel se entregaba a reflexiones idénticas.
- Este Quinsonnas esconde algo, se decía ¡Evidentemente no ha nacido para modelar eternamente efes o emes! ¡Hay ocasiones en que le oigo reír para sus adentros! ¿En qué pensará?
Los dos camaradas del Libro Mayor se observaban mutuamente; había momentos en que se miraban con ojos claros y francos de los que surgía una chispa comunicativa. Aquello no podía durar, Quinsonnas se moría de ganas de preguntar y Michel de contestar y un buen día, sin saber porqué, por necesidad de desahogarse, Michel se vio impelido a contar su vida; lo hizo con ardor, lleno de sentimientos largamente reprimidos. Quinsonnas probablemente se emocionó porque estrechó calurosamente la mano de su joven compañero.
- Pero su padre, le preguntó...
- Era músico.
- ¡Cómo! ¡El Dufrénoy que dejó las últimas páginas de las que la música pueda enorgullecerse!
- El mismo
- Un genio, respondió Quinsonnas con pasión, pobre y desconocido, querido muchacho, y que fue mi maestro.
- ¡Su maestro! profirió Michel estupefacto
- ¡Pues sí!, exclamó Quinsonnas blandiendo su pluma, al diablo el disimulo! ¡Io no sono pictor! Soy músico.
- ¡Un artista! replicó Michel.
- ¡Sí! ¡Pero no tan alto! me la ganaría, dijo Quinsonnas reprimiendo la sorpresa del joven.
- Pero...
- Aquí soy tenedor de libros; el copista alimenta al músico, por el momento...
Se detuvo, mirando fijamente a Michel.
- ¿Y bien? profirió este último
- ¡Pues hasta que haya encontrado alguna idea práctica!
- ¡En la industria! replicó Michel decepcionado.
- No hijo mío, respondió paternalmente Quinsonnas. En música.
- ¿En música?
-¡Silencio! ¡No me pregunte! ¡Es un secreto! ¡Pero yo quiero asombrar a mi siglo! ¡No nos riamos! ¡La risa está castigada con la muerte en nuestra época, que es una época seria!
- Asombrar a su siglo, repetía mecánicamente el joven.
- Ése es mi lema, respondió Quinsonnas; ¡asombrarlo, ya que no es posible fascinarlo! Como usted, he nacido cien años demasiado tarde; imíteme, ¡trabaje! Gane su pan ya que hay que conseguir esa cosa innoble: ¡comer! Le enseñaré orgullosamente la vida, si usted quiere; hace quince años que alimento a mi individuo de una manera insuficiente y he necesitado una buena dentadura para triturar lo que el destino me metía en la boca; ¡pero con una buena mandíbula se sale adelante! Felizmente he encontrado una especie de oficio; ¡tengo buena mano, como se dice! ¡Santo cielo si me quedara manco! ¿Qué haría yo? ¡Ni piano, ni Libro Mayor! ¡Bah! con el tiempo, se tocará con los pies! Mira, mira, por dónde, eso sí que podría asombra a mi siglo.
Michel no pudo reprimir la risa.
- ¡No se ría desgraciado! prosiguió Quinsonnas. ¡Está prohibido en la casa Casmodage! Míreme, ¡tengo una cara que parte la piedras, y un aspecto que congela el estanque de las Tullerías en pleno julio! Usted no ignora que los filántropos americanos imaginaron antaño encerrar a sus prisioneros en celdas redondas para ni siquiera dejarles la distracción de los ángulos. ¡Pues bien, hijo mío, la sociedad actual es tan redonda como esas prisiones! Y también tan aburrida.
- Pero, respondió Michel, me parece que en usted hay un fondo alegre...
- ¡Aquí no! ¡Pero en mi casa es diferente! ¡Tiene que visitarme! ¡Tocaré buena música! ¡La de los viejos tiempos!
- Cuando usted quiera, respondió Michel con alegría; pero tendría que estar libre...
- ¡Bueno! les diré que necesita tomar lecciones de dictado. ¡Pero basta de conversaciones subversivas! ¡Yo soy un engranaje, usted es un engranaje! ¡Funcionemos y volvamos a la letanía de la Santa Contabilidad!
- Caja de Diversos, prosiguió Michel.
- Caja de Diversos repitió Quinsonnas.
Y el trabajo continuó. Desde aquel día, la existencia del joven Dufrénoy cambió significativamente; tenía un amigo; hablaba; podía hacerse comprender, feliz como un mudo que hubiera recuperado la voz. Las cumbres del Libro Mayor ya no se le antojaban unas cimas desiertas y respiraba tranquilo. Pronto, los dos camaradas se honraron con el tuteo recíproco. Quinsonnas comunicaba a Michel todas las adquisiciones de su experiencia y éste, durante sus insomnios, meditaba sobre las decepciones de este mundo; por la mañana regresaba al despacho, enardecido por sus pensamientos nocturnos, y atosigaba al músico quien no conseguía imponerle silencio.
El Libro Mayor no tardó en no estar al día.
- Vas a conseguir que hagamos algún error gordo, repetía sin cesar Quinsonnas, y nos pondrán en la calle.
- Pero es que necesito hablar, respondía Michel.
- Pues bien, le dijo un día Quinsonnas, vendrás a cenar a mi casa hoy mismo, con mi amigo Jacques Aubanet.
- ¡A tu casa! ¿y el permiso?
- Aquí lo tengo. ¿Por donde íbamos?
- Caja de Liquidación, prosiguió Michel.
- Caja de Liquidación, repitió Quinsonnas.
Capítulo VII
Tres bocas inútiles a la Sociedad
Una vez cerradas las oficinas, los dos amigos se dirigieron a la casa de Quinsonnas, situada en la calle de la Grange-aux-Belles; se marcharon colgados del brazo, Michel, contento por ser libre, avanzaba como un conquistador. Hay mucha distancia desde el banco a la calle de la Grange-aux-Belles; pero no era fácil encontrar alojamiento en una capital demasiado pequeña para sus cinco millones de habitantes; a fuerza de ensanchar las plazas, construir avenidas y multiplicar bulevares, el terreno para las viviendas particulares empezaba a faltar. Lo que justificaba un dicho de la época: en París ya no hay casas, ¡sólo calles! Había incluso barrios que no ofrecían un solo alojamiento a los habitantes de la Capital, entre otros, la Cité donde sólo se erguían el Tribunal de Comercio, el Palacio de Justicia, la Jefatura de Policía, la catedral, el depósito de cadáveres, es decir, lo necesario para ser juzgado, condenado, encarcelado, enterrado e incluso rescatado. Los edificios habían expulsado a las casas. Esto explicaba la excesiva carestía de los alquileres actuales; la Compañía Imperial General Inmobiliaria poseía más o menos todo París, a medias con el Crédito Inmobiliario y generaba magníficos dividendos. Esta sociedad, debida a dos hábiles financieros del siglo diecinueve, los hermanos Péreire, era también propietaria de las principales ciudades de Francia, Lyon, Marsella, Burdeos, Nantes, Estrasburgo, Lille, después de haberlas reconstruido poco a poco. Sus acciones, quintuplicadas, todavía se cotizaban a 4.450 francos en el mercado libre de la Bolsa. La gente poco acomodada que no quería alejarse del centro de los negocios, tenía que alojarse en los pisos altos; lo que ganaban en proximidad, lo perdían en altura, cuestión de fatiga, entonces, y no de tiempo.
Quinsonnas vivía en el duodécimo piso, en una vieja casa con escaleras que pedía a gritos un ascensorio. Pero una vez en su casa, el músico no se encontraba peor. Cuando llegaron a la calle de la Grange-aux-Belles, Quinsonnas voló hacia la escalera de caracol. “¡No temas seguir subiendo, le dijo a Michel quien le siguió en su vuelo! ¡Llegaremos! Nada es eterno en este mundo, ni siquiera las escaleras. Ya estamos", dijo, mientras abría él mismo la puerta tras la agotadora subida. Empujó al joven a "sus aposentos", una habitación de dieciséis metros cuadrados. "No tengo vestíbulo, le dijo. Eso es para quienes hacen esperar y, como la multitud de solicitantes nunca se precipitará hasta mi duodécimo piso, por la razón estrictamente física de que nadie se precipita de abajo arriba, prescindo de esa pieza superflua; también he suprimido el salón que habría puesto muy de relieve la ausencia de comedor.
- Pero me parece que estás muy bien aquí, dijo Michel.
- Con el mejor aire que permite el amoniaco de los lodos de París.
- A primera vista parece pequeño, dijo Michel
- y a la segunda también, pero es suficiente.
- Además, está bien distribuido, respondió Michel riendo.
- Bien, abuela, dijo Quinsonnas a una anciana que entraba en aquel momento, ¿la cena está ya preparada? Somos tres comensales hambrientos.
- Está en camino, señor Quinsonnas, dijo la mujer de la limpieza; pero no he podido poner los cubiertos, a falta de mesa.
- ¡Prescindiremos de ella! exclamó Michel, que encontraba encantadora la perspectiva de cenar con el plato en las rodillas.
- ¡Cómo que prescindiremos! replicó Quinsonnas; ¿piensas que voy a invitar a mis amigos a cenar sin una mesa que ofrecerles?
- No veo ninguna, respondió Michel, echando una ojeada inútil a su alrededor...
La habitación no contenía ni mesa, ni cama, ni armario, ni cómoda, ni silla; ni un solo mueble, sólo un piano considerable. "¿Qué no la ves?, respondió Quinsonnas. ¡Pues bien! ¿para qué sirve la industria, nuestra buena madre, para qué sirve la mecánica, esa excelente muchacha? ¿te olvidas de ellas? Mira la mesa por la que preguntas." Mientras decía esto, se acercó al piano, apretó un botón y surgió -es la palabra- una mesa provista de bancos a la que se podían sentar tres comensales muy cómodamente.
- ¡Qué ingenioso, dijo Michel.
- Ha sido preciso, respondió el pianista, pues lo angosto de los apartamentos ya no permite tener muebles especiales. ¡Mira este complejo instrumento, producto de las Casas Érard y Jeanselme fusionadas! Sirve para todo y apenas abulta, y te ruego que creas que la calidad del piano no se resiente en absoluto.
En aquel momento el timbre de la puerta sonó. Quinsonnas abrió y anunció a su amigo Jacques Aubanet, empleado en la Compañía general de Minas marítimas. Mchel y Jacques fueron presentados el uno al otro sin ninguna clase de ceremonia.
Jacques Aubanet, era un guapo mozo de veinticinco años muy amigo de Quinsonnas y tan poco integrado como él. Michel no sabía en qué tenían que trabajar los empleados de la Compañía de las Minas marítimas; pero Jacques traía un apetito formidable. Felizmente la comida estaba preparada; los tres jóvenes la devoraron y después de esta primera lucha con los comestibles, algunas palabras se filtraron a través de los mordiscos, ya menos ansiosos.
- Querido Jacques, dijo Quinsonnas, al presentarte a Michel Dufrénoy he querido que conocieras a un joven amigo que es de los nuestros, uno de esos pobres diablos a quienes la Sociedad niega el uso de sus aptitudes, una de esas bocas inútiles a las que aherrojan para no alimentarlas.
- ¡Entiendo! El señor Dufrénoy es un soñador, respondió Jacques.
- ¡Un poeta, amigo mío! y te pregunto qué ha venido a hacer a este mundo en donde el primer deber del hombre es el de ganar dinero.
- Evidentemente, dijo Jacques, se ha equivocado de planeta.
- Amigos míos, dijo Michel, no son ustedes muy esperanzadores; pero comprendo sus exageraciones.
- Este querido muchacho, replicó Quinsonnas, espera, trabaja, se entusiasma por los buenos libros, ¡y cuando ya nadie lee a Hugo, Lamartine, Musset, espera que le lean a él! Pero, desgraciado! ¿has inventado acaso alguna poesía utilitaria, alguna literatura que sustituya el vapor de agua o el freno instantáneo? ¿No? ¡Pues tasca el tuyo querido mío! Si no cuentas - nada asombroso, ¿quién te va a escuchar? ¡El arte ya sólo es posible si se convierte en proeza! ¡Ahora Hugo recitaría sus Orientales montado en un caballo de circo y Lamartine sus Armonías subido a un trapecio con la cabeza hacia abajo!
- ¡Qué cosas! exclamó Michel dando un respingo.
- Tranquilo, muchacho, respondió el pianista, y pregunta a Jacques si tengo razón.
- Cien veces, dijo Jacques; este mundo no es ya más que un mercado, una inmensa feria, y hay que entretenerlo con numeritos de titiritero.
- ¡Pobre Michel! suspiró Quinsonnas, ¡su premio de versos latinos le volverá tarumba!
- ¿Que quieres demostrar?, preguntó el joven
- ¡Nada, hijo mío! ¡Después de todo, sigues tu destino! ¡Eres un gran poeta! He visto tus obras; me permitirás tan sólo que te diga que no son conformes al gusto del siglo.
- ¿Y por qué?
- ¡Pues claro que no! ¡Tus temas son poéticos y esto ahora es un defecto en poesía! ¡Cantas las praderas, los valles, las nubes, las estrellas, el amor, todo cosas gastadas y de las que ya nadie quiere saber nada!
- ¿Pero de qué hablar sino?, preguntó Michel
- ¡Tienes que celebrar en tus versos las maravillas de la industria!
- ¡Eso jamás! profirió Michel.
- Pues se trata de eso, replicó Jacques.
- Veamos, repuso Quinsonnas, ¿conoces la oda laureada hace un mes por los cuarenta de Broglie que atestan la Academia?
- ¡No!
- ¡Pues bien! ¡Escucha y aprende! Éstas son las dos últimas estrofas:
¡El carbón lleva entonces su llama incendiaria
A la ardiente caldera de la gran maquinaria!
¡El monstruo así cargado no teme los escollos!
La pavorosa máquina sacude su corteza
Y, lanzando vapor, logra una fortaleza
de ochenta caballos.
Pero con su palanca obliga el fogonero
del espeso cilindro abrirse al manillero,
Rápido y gemebundo, ¡corre el doble pistón!
¡La rueda ha patinado! ¡Qué veloz es ahora!
¡Se oye el silbato! ... ¡Saludo a la locomotora
del sistema Cramptón!
- ¡Qué horror!, exclamó Michel
- Bien versificado, apostilló Jacques.
- Así es hijo mío, replicó implacablemente Quinsonnas. Quiera el cielo que no te veas obligado a mantenerte con tu talento y aprende de nosotros que nos rendimos a la evidencia a la espera de días mejores.
- ¿El señor Jacques también se ve obligado a ejercer algún oficio repugnante?, preguntó Michel.
- Jacques es expedicionario[1]en una compañía industrial, respondió Quinsonnas, ¡lo que no quiere decir, para su desgracia, que forme parte de ninguna expedición!
- ¿Qué quiere decir entonces? preguntó Michel
- Quiere decir, respondió Jacques que me hubiera gustado ser soldado.
- ¡Soldado!, profirió asombrado el joven.
- ¡Sí! ¡Soldado! Oficio encantador, en el que hace apenas cincuenta años se ganaba uno honorablemente la existencia.
- A no ser que la perdiera aún más honorablemente, replicó Quinsonnas. En fin, es una carrera acabada porque ya no hay ejército, a no ser que se haga gendarme. Jacques en otra época habría entrado en alguna Academia militar o se habría enrolado, y unas veces vencedor y otras vencido, habría llegado a general como un Turenne o a emperador como un Bonaparte. Pero, mi querido y valiente oficial, ahora hay que renunciar a ello.
- ¡Bah! ¡Quien sabe! respondió Jacques. Francia, Inglaterra, Rusia, Italia, han despedido a sus soldados, es verdad; durante el siglo pasado se perfeccionaron hasta tal punto las máquinas de guerra, y aquello llegó a ser tan ridículo, que Francia no pudo dejar de reírse...
- Y después de reír, dijo Quinsonnas, fue desarmada.
- ¡Sí! ¡Bromista de mal gusto! ¡Admito que excepto la vieja Austria, las naciones europeas han suprimido el Estado militar! ¿Pero se ha conseguido suprimir con ello el espíritu de batalla inherente al hombre y el espíritu de conquista, inherente a los gobiernos?
- Sin duda, respondió el músico
- ¿Y por qué?
- ¡Porque la mejor razón que tenían aquellos instintos para existir era la posibilidad de satisfacerlos! ¡Porque nada empuja a la batalla mejor que la paz armada, según el viejo proverbio! ¡Porque si suprimes a los pintores, ya no hay pintura, si a los escultores, escultura, si a los músicos, música, y si suprimes a los guerreros, deja de haber guerras! Los soldados son unos artistas.
- ¡Estoy de acuerdo!, exclamó Michel y antes que ejercer mi espantoso oficio estaría dispuesto a enrolarme.
- ¡Vaya, te metes en la conversación, mocoso!m respondió Quinsonnas, ¿te gustaría combatir?
- Según Stendhal, respondió Michel, uno de los grandes pensadores del siglo pasado, el combate eleva el alma.
- ¡Claro! m dijo el pianista, y luego añadió: ¿Qué inteligencia hay que tener para dar una estocada?
- Hay que tener mucha para hacerlo bien, respondió Jacques.
- ¡Y aún más para recibirla! replicó Quinsonnas. No sé, amigos míos, es posible que tengáis razón, desde cierto punto de vista, y os animaría a que os hicieseis soldados, si todavía hubiera ejército; ¡con un poco de filosofía es un hermoso oficio! Pero, en fin, puesto que el Campo de Marte ha sido convertido en un colegio, hay que renunciar a luchar.
- Se volverá, dijo Jacques; un buen día, surgirá una complicación inesperada...
- No lo creo amigo mío, porque las ideas bélicas están desapareciendo, incluso las ideas honorables. En Francia antaño se tenía miedo al ridículo ¡y ya sabes en que ha quedado el sentido del honor! Nadie se bate en duelo, se ha pasado de moda; hay que transigir o pleitear; ¿y si ya nadie se bate por honor se va a batir alguien por política? Si los individuos ya no echan la mano a la espada,¿por qué iban los gobiernos a desenvainarla? Las batallas nunca fueron tan numerosas como en la época de los duelos, y si ya no hay duelistas, tampoco hay soldados.
- ¡Renacerán!, respondió Jacques.
- ¿Para qué, si los vínculos comerciales unen a los pueblos entre sí? Los ingleses, los rusos, los americanos tienen sus billetes de banco, sus rublos, sus dólares invertidos en nuestras empresas comerciales. ¡El dinero es enemigo del plomo y la bala de algodón ha sustituido a la bala cónica! ¡Pero piensa un poco, Jacques! ¿No ves que los ingleses, haciendo uso de un derecho que nos niegan, se están convirtiendo poco a poco en los grandes propietarios inmobiliarios de Francia? ¡Poseen tierras inmensas, casi provincias enteras, no porque las hayan conquistado sino porque las han comprado, lo que resulta mucho más seguro! No se ha prestado atención, se ha permitido que esto ocurra; ¡hasta el punto de que esa gente llegará a poseer todo nuestro suelo y tomarán su revancha sobre Guillermo el Conquistador!
- Querido amigo, respondió Jacques, escucha esto y, usted, jovencito, escuche también porque es la profesión de fe de nuestro siglo; en la época de Montaigne, quizás de Rabelais se decía: ¿qué sé?, en el siglo diecinueve:¿qué me importa? Ahora se dice: ¿qué gano? Pues bien, el día en que una guerra dé beneficios, como un negocio industrial, se hará la guerra.
- !Bueno! La guerra nunca ha hecho ganar nada, en Francia sobre todo.
- Porque se luchaba por el honor y no por el dinero, respondió Jacques.
- ¿Entonces crees en un ejército de negociantes intrépidos?
- Sin duda. Mira los americanos y su terrible guerra de 1863.
- ¡Pues bien! ¡Querido amigo, un ejército que vaya al combate movido por el dinero ya no estará integrado por soldados sino por horribles ladrones!
- No obstante se harán prodigios de valor, replicó Jacques.
- Se conseguirán objetos de valor, respondió Quinsonnas.
¡Y los tres jóvenes se echaron a reír!
- Para concluir, dijo el pianista, aquí tenemos a Michel, un poeta, a Jacques, un soldado y a Quinsonnas, un músico, ¡y esto cuando no hay ni música, ni poesía ni ejército! Somos sencillamente unos estúpidos. Pero ya se terminó la cena; ha sido muy sustanciosa, al menos por la conversación. Pasemos a otros ejercicios.
Una vez vacía, la mesa volvió a su ranura, y el piano recuperó el lugar de honor.
[1] Mantengo esta palabra para mantener también el juego que hace Verne en francés. Expedicionario, aquí, significa escribiente, más exactamente "empleado encargado de hacer copias", de acuerdo con la definición dada en el Dictionnaire classique universel (Librairie classique d'Eugène Belin, París, 1876), acepción recogida también en la actualidad en la lengua francesa y que en español correspondería a "expedicionero" : "El que trata de la solicitud y despacho de las expediciones solicitadas en la Curia romana" (Diccionario de la Real Academia Española (N. de la T.)
Capítulo VIII
Que trata de la música antigua y moderna y de la utilización práctica de algunos instrumentos
- Al fin, exclamó Michel, vamos a hacer un poco de música.
- Sobre todo nada de música moderna, dijo Jacques, es demasiado difícil...
- De entender, sí, respondió Quinsonnas; porque de hacer no.
- ¿Cómo puede ser eso? preguntó Michel
- Me explico, dijo Quinsonnas, y voy a apoyar mis palabras con un ejemplo asombroso. Michel, tómate la molestia de abrir ese piano.
El joven obedeció.
- Bueno. Ahora, siéntate en el teclado.
- ¿Cómo? ¿Quieres que...?
- Siéntate, te digo.
Michel se dejó caer sobre las teclas del instrumento y produjo una armonía desgarradora.
- ¿Sabes lo qué estás haciendo?, le preguntó el pianista.
- ¡No tengo la menor duda!
- Inocente, estás haciendo armonía moderna.
- ¿De verdad?, dijo Jacques.
- ¡Esto es lisa y llanamente un acorde de nuestros días! y, cosa espantosa, ¡los sabios actuales se encargan de explicarlo científicamente! Antaño, sólo ciertas notas podían combinarse entre sí;¡pero más tarde las reconciliaron y ya no se dan de patadas! ¡Están demasiado bien educadas como para hacerlo!
- Pero no deja de ser menos desagradable, respondió Jacques.
- Qué quieres, amigo mío, hemos llegado a esto por la fuerza de las cosas; durante el siglo pasado cierto Richard Wagner, una especie de mesías al que no se ha crucificado lo suficiente, fundó la música del futuro, y ahora la estamos padeciendo; en su época, ya se había suprimido la melodía, por eso Wagner consideró oportuno expulsar también la armonía y ahora la casa está vacía.
- Pero, dijo Michel, es como si se hiciera pintura sin dibujo ni color.
- Exactamente, respondió Quinsonnas. Hablas de pintura, pero la pintura no es un arte francés; nos viene de Italia y de Alemania y me importaría menos verla profanada. Mientras que la música, la hija de nuestras entrañas....
- ¡Yo creía que la música era originaria de Italia! dijo Jacques
- ¡Error querido mío! Hasta mediados del siglo XVI, la música francesa ha dominado Europa; el hugonote Goudimel fue el maestro de Palestrina, y tanto las más viejas como las más ingenuas melodías son galas.
- ¡Y hemos llegado a esto! dijo Michel.
- Sí, hijo mío; so pretexto de fórmulas nuevas, una partitura ya sólo se compone de una frase única, larga, huidiza, infinita. La ópera empieza a las ocho de la noche y acaba diez minutos antes de medianoche;¡cinco minutos más y le costaría a la dirección una multa y gastos dobles de guardia!
- ¿Y nadie protesta?
- Hijo mío, la gente ya no aprecia la música, ¡se la traga! algunos artistas han luchado; tu padre fue uno de ellos; pero después de su muerte, no se ha escrito una sola nota digna de ese nombre. O padecemos la nauseabunda melodía de la selva virgen, fofa, pesada, imprecisa, o se producen esos armoniosos estruendos de los que has dado un conmovedor ejemplo al sentarte encima del piano.
- ¡Qué triste!, profirió Michel.
- ¡Es horrible! apostilló Jacques.
- También os habréis dado cuenta de lo grandes que son nuestras orejas.
- No, respondió Jacques.
- ¡Claro que sí! ¡Compáralas con las orejas de antes y con las orejas de la Edad Media, analiza los cuadros y las estatuas, ¡mide y te quedarás aterrado! las orejas aumentan conforme la talla humana decrece: ¡será bonito verlo algún día! Los naturalistas han ido a buscar las causas de esta decadencia muy lejos, pero es la música la que nos ha proporcionado estos apéndices; vivimos en un siglo de tímpanos endurecidos y de oídos desafinados. Comprenderéis bien que no se introduce impunemente durante un siglo música de Verdi o de Wagner en las orejas sin que este órgano auditivo no se resienta.
- Este demonio de Quinsonnas es aterrador, dijo Jacques.
- Sin embargo, repuso Michel, en la Ópera se siguen representando las obras maestras antiguas.
- Ya lo sé, replicó Quinsonnas; ¡A veces incluso representan Orfeo en los Infiernos de Offenbach con los recitativos introducidos por Gounod en esa obra obra maestra y hasta es posible que produzca algún dinero debido al ballet! lo que ese público ilustrado necesita, amigos míos, es danza. ¡Cuando se piensa que se ha construido un monumento de veinte millones sobre todo para que puedan moverse por él unas criaturas saltarinas, dan ganas de ser una de esas ellas! Se ha reducido los Hugonotes a un solo acto y ese escaso levantarse el telón acompaña a los ballets de moda; los maillots se han hecho tan perfectamente diáfanos que rivalizan con la naturaleza y esto alegra a nuestros financieros; la Ópera, además, se ha convertido en una sucursal de la Bolsa; se grita tanto como en esta última; ¡se habla de negocios en voz alta y nadie hace caso de la música! Dicho sea entre nosotros, hay que admitir que la interpretación deja mucho que desear.
- Mucho que desear, respondió Jacques; los cantantes relinchan, graznan, aúllan, rebuznan, y hacen de todo menos cantar. ¡Parece una granja!
- En cuanto a la orquesta, prosiguió Quinsonnas, cayó totalmente en cuanto el instrumento dejó de dar de comer al instrumentista. ¡Éste sí que no es un oficio práctico! ¡Ay si se pudiera utilizar la fuerza perdida de los pedales de un piano para sacar agua en las minas de hulla! ¡Si el aire que se escapa de los figles sirviera también para mover los molinos de la Sociedad de las Catacumbas! ¡Si el movimiento alterno del trombón pudiera ser aplicado a una serrería mecánica! ¡Entonces, los ejecutantes serían ricos y numerosos!
- Me tomas el pelo, exclamó Michel.
- ¡Diantre! respondió muy seriamente Quinsonnas, no me extrañaría que algún poderoso inventor lo consiguiera; ¡el espíritu de invención está tan desarrollado en Francia! ¡Es, incluso, el único espíritu que nos queda! ¡Y os ruego que creáis que no por eso las conversaciones son más apasionantes! ¿Pero quién piensa en divertirse? ¡Aburrámonos los unos con los otros! Ésa es la norma.
- ¿No hay remedio alguno?, preguntó Michel.
- Ninguno, mientras reinen las finanzas y la maquina. ¡Y a quién más culpo es a la máquina!
- ¿Y eso por qué?
- Porque las finanzas tienen de bueno que al menos pueden servir para pagar obras maestras, ¡y hay que comer aunque se tenga talento! Los genoveses, los venecianos, los florentinos, bajo Lorenzo el magnífico, eran banqueros y negociantes y fomentaban las artes. Pero de haber sido mecánicos, ¡a buena hora iban a haber existido los Rafaeles, los Tizianos, Los Veroneses y los Leonardos! ¡les habrían hecho la competencia con procedimientos mecánicos y hubieran muerto de hambre! ¡Ay la máquina! ¡Es para salir corriendo ante los inventores y los inventos!
- Pero Quinsonnas, al fin y al cabo tú eres músico, ¡tú trabajas! ¡Pasas las noches sentado a tu piano! ¡Niégate a interpretar la música moderna!
- ¿Yo?, ¡qué dices! ¡La toco como cualquiera! ¡Mirad! acabo de componer una pieza a la moda, y creo en su éxito si encuentro un editor.
- ¿Y cómo la titulas?
- La Thiloriana, gran fantasía sobre la Licuefacción del ácido carbónico.
- ¡Cómo es posible!, exclamó Michel.
- Escucha y juzga, respondió Quinsonnas.
Se sentó al piano o más bien, se lanzó sobre el piano. Bajo sus dedos, bajo sus manos, bajo sus codos, el desgraciado instrumento devolvió los sonidos más inverosímiles; las notas se atropellaban y crepitaban como la escarcha. ¡Ninguna melodía! ¡Ningún ritmo! El artista pretendía pintar el último experimento que costó la vida a Thilorier.
- ¿Qué os parece? exclamó, ¿os dais cuenta? ¿lo comprendéis? ¡Estáis asistiendo al experimento de un gran químico! ¿Os sentís dentro del laboratorio? ¿Sentís cómo se desprende el ácido carbónico? ¡Tenemos una presión de cuatrocientas noventa y cinco atmósferas! ¡El cilindro se agita! ¡Cuidado! ¡cuidado! ¡El aparato va a explotar! ¡Sálvese quien pueda!
Y con un puñetazo capaz de triturar el marfil, Quinsonnas reprodujo la explosión.
- ¡Uf! dijo. ¿A qué es imitativo? ¿A qué es hermoso?"
Michel permaneció estupefacto. Jacques no podía sostenerse de la risa.
- Y cuentas con esta pieza, dijo Michel.
- ¡Qué si cuento! respondió Quinsonnas ¡Es de mi época! todo el mundo es químico. Me comprenderán. Sólo que no basta con la idea, hay que interpretarla.
- ¿Qué quieres decir?, preguntó Jacques.
- ¡Pues eso! Que con su interpretación pretendo asombrar a mi siglo.
- Pero me parece, repuso Michel que tocas maravillosamente esta pieza.
- ¡Venga, venga!, dijo el artista encogiéndose de hombros. ¡No conozco ni la primera nota y sin embargo llevo ya tres años estudiándola!
- ¿Qué más quieres hacer?
- Éste es mi secreto, hijos míos; no me lo preguntéis; pensaríais que estoy loco y eso me desalentaría. Pero os puedo asegurar que el talento de los Liszt y de los Thalberg, de los Prudent y los Schulhoff será singularmente superado.
- ¿Quieres hacer tres notas más que ellos al segundo?, preguntó Jacques.
- ¡No! ¡Pero pretendo tocar el piano de una manera nueva que dejará maravillado al público! ¿Cómo? No os lo puedo decir. Una alusión, una indiscreción y me robarían la idea. El vil rebaño de imitadores se lanzaría tras mis huellas y quiero ser el único. ¡Pero esto exige un trabajo sobrehumano! Cuando esté seguro de mí, habré hecho mi fortuna y diré adiós al oficio de tenedor de libros.
- Estás loco, observó Jacques.
- ¡En absoluto! Sólo soy un insensato ¡Justo lo necesario para triunfar! Pero experimentemos emociones más dulces e intentemos revivir un poco aquel pasado encantador para el que habíamos nacido. Amigos míos, ¡he aquí la verdadera música!
Quinsonnas era un gran artista; tocaba con un sentimiento profundo, conocía todo lo que los siglos anteriores habían legado a este siglo que no aceptaba el legado. Recorrió el arte desde su nacimiento, pasando rápidamente de un maestro a otro, y completaba con una voz bastante ruda pero simpática, lo que faltaba a su interpretación. Desplegó ante sus maravillados amigos la historia de la música, desde Rameau a Lulli, Mozart, Beethoven, Weber, los fundadores del arte, llorando con todas las dulces inspiraciones de Grétry y triunfando en las soberbias páginas de Rossini y de Meyerbeer.
- Escuchad, decía, éstos son los cantos olvidados de Guillermo Tell, de Roberto, de los Hugonotes. ¡Ésta es la época amable de Herold y de Aubert, dos sabios que se jactaban de no saber nada! ¿Qué hace aquí la ciencia de la música? ¿Tiene acceso a la pintura? ¡No! pintura y música son una misma cosa. ¡Así es como entendían este gran arte durante la primera mitad del siglo diecinueve! No buscaban fórmulas nuevas; no hay nada nuevo que encontrar en música, como tampoco lo hay en el amor, ¡prerrogativa encantadora de las artes sensuales la de ser eternamente jóvenes!
- ¡Muy bien dicho! exclamó Jacques.
- Entonces, repuso el pianista, algunos ambiciosos sintieron la necesidad de lanzarse por caminos desconocidos y, al seguirlos, precipitaron la música al abismo.
- Es decir, preguntó Michel, que para ti no cuenta ningún músico después de Meyerbeer y de Rossini?
- ¡Claro que sí!, respondió Quinsonnas modulando atrevidamente de re natural en mi bemol; no te hablo de Berlioz, el jefe de la escuela de los impotentes cuyas ideas musicales transcurrieron entre envidiosos folletines; pero he aquí algunos herederos de los grandes maestros; escucha a Félicien David, un especialista que los sabios de nuestros días confunden con el Rey David, primer arpista de los hebreos. Disfruta con recogimiento estas inspiraciones sencillas y auténticas de Massé, el último músico con sentimiento y corazón, que con su Indiana ha producido la obra maestra de su época. Ahí tienes a Gounod, el espléndido compositor de Fausto que murió poco después de haberse hecho ordenar sacerdote en la Iglesia wagneriana. He aquí el hombre del ruido armónico, el héroe del estruendo musical que compuso melodía zafia como zafia era la literatura que se hacía entonces, Verdi, el autor del inagotable Trovatore que contribuyó singularmente por su parte a pervertir el gusto del siglo. Por fin Wagnerbe vint...[1]"
Entonces Quinsonnas dejó que sus dedos, a quienes el ritmo ya no reprimían, erraran por las incomprensibles ensoñaciones de la Música Contemplativa, procediendo por intervalos abruptos, y perdiéndose en medio de su frase infinita. El artista había hecho valer con un incomparable talento las sucesivas gradaciones del arte; doscientos años de música acababan de pasar bajo sus dedos y sus amigos le escuchaban, mudos, maravillados. De pronto, en medio de una fuerte elucubración de la escuela wagneriana, cuando el pensamiento desviado se perdía sin retorno, cuando los sonidos daban paso poco a poco a los ruidos cuyo valor musical ya no es apreciable, una cosa sencilla, melódica, de un carácter suave, de un sentimiento perfecto, se puso a cantar bajo las manos del pianista. Era la calma sucediendo a la tempestad, la nota del corazón tras los rugidos y los vagidos.
- ¡Ah! profirió Jacques.
- Amigos míos, respondió Quinsonnas, ha existido todavía un gran artista desconocido en quien estaba contenido todo el genio de la música. Esto es de 1947 y es el último suspiro del arte expirando.
- ¿Y qué es?, preguntó Michel.
- Es de tu padre, ¡el que fue mi maestro adorado!
- ¡Mi padre! exclamó el joven casi llorando
- Sí. Escucha.
Y Quinsonnas, reproduciendo unas melodías que Beethoven o Weber habrían firmado, se elevó a las regiones más sublimes de la interpretación.
- ¡Mi padre! repetía Michel.
- ¡Sí!, respondió al punto Quinsonnas cerrando su piano con rabia. ¡Después de él, nada! ¿Quién le comprendería ahora? ¡Ya es suficiente, hijos míos, ya es suficiente esta vuelta al pasado! ¡Pensemos en el presente, y que el industrialismo recupere su imperio!
Diciendo esto, tocó el instrumento cuyo teclado desapareció dejando ver una cama completamente pertrechada con sus diferentes adminículos.
-¡Esto es lo que nuestra época era digna de inventar! dijo, ¡Un piano-cama-cómoda-aseo!
- Y mesilla de noche, dijo Jacques.
- Tú lo has dicho, querido. ¡Muy completo!
Capítulo IX
Una visita al tío Huguenin
A partir de aquella memorable velada, los tres jóvenes estrecharon sus lazos; componían un mundo aparte en la vasta capital de Francia. Michel pasaba sus días en el Libro Mayor, parecía resignado, pero para ser feliz le faltaba ver a su tío Huguenin; con él se habría encontrado a la cabeza de una verdadera familia, teniéndolo como padre y a sus dos amigos como hermanos mayores. Escribía menudo al viejo bibliotecario, quien le respondía como mejor podía. Cuatro meses transcurrieron así; en la oficina parecían contentos con Michel; su primo le despreciaba algo menos; Quinsonnas le elogiaba. El joven había encontrado su camino. Había nacido para dictar.
El invierno transcurrió más o menos bien, los caloríferos y las chimeneas de gas se encargaban de combatirlo con éxito. Llegó la primavera. Michel consiguió un día entero libre, un domingo; decidió dedicarlo a su tío Huguenin.
Por la mañana, a las ocho, Michel salió de la casa de banca, feliz de poder respirar un poco de oxígeno lejos del centro de los negocios. Hacía un tiempo precioso. Abril resurgía y preparaba sus flores nuevas con las que los floristas luchaban provechosamente; Michel se sentía vivir. Su tío residía lejos; había tenido que trasladar sus penates, donde no fuera demasiado caro albergarlos.
El joven Dufrénoy se dirigió a la estación de la Madeleine, tomó su billete y se encaramó al imperial; se dio la señal de partida; el tren subió por el bulevar Malesherbes, dejó enseguida a su derecha la maciza iglesia de Saint Augustin y, a su izquierda, el parque Monceaux, rodeado de construcciones magníficas; cruzó la primera, y después la segunda red metropolitana y se detuvo cerca de las antiguas fortificaciones.
La primera parte del viaje estaba cumplida: Michel saltó con presteza a tierra, siguió la calle de Asnières hasta la calle de la Révolte, torció a la derecha, pasó bajo el ferrocarril de Versalles y llegó por fin al ángulo de la rue du Caillou. Se encontraba ésta situada frente a una casa de modesta apariencia, alta y populosa; preguntó al portero por el señor Huguenin.
- En el noveno, la puerta de la derecha, respondió este personaje, importante empleado del gobierno, quien le nombraba directamente en aquel puesto de confianza.
Michel saludó y tomó asiento en el ascensorio, y en pocos segundos llegó al rellano del noveno piso.
Llamó al timbre. El señor Huguenin le abrió personalmente.
- ¡Tío! exclamó Michel.
- ¡Hijo mío! respondió el viejo abriendo los brazos. ¡Tú al fin por aquí!
- ¡Sí querido tío! ¡Y mi primer día de libertad es para usted!
- Gracias, hijo mío, respondió el Sr Huguenin haciendo entrar al joven en su apartamento. ¡Qué gusto me da verte! Pero siéntate: ¡Quítate el sombrero! !Ponte cómodo! ¿Te quedas, verdad?
- Todo el día, querido tío, si no le molesto.
- ¡Cómo me vas a molestar! Pero hijo mío ¡si te estaba esperando!
- ¿Qué me estaba esperando? ¡Sin embargo no he tenido tiempo de avisarle! ¡Habría llegado antes que mi carta!
- Te he esperado todos los domingos, Michel, y tu cubierto estaba siempre preparado, como lo está ahora.
- ¿Cómo es posible?
- Sabía que vendrías a ver a tu tío tarde o temprano. ¡Es verdad que ha sido más bien tarde!
- No estaba libre, se apresuró a responder Michel.
- Ya lo sé querido hijo, y no te lo reprocho; ¡lejos de ahí!
- ¡Ay! ¡Qué feliz debe de ser usted aquí! dijo Michel lanzando una mirada envidiosa a su alrededor.
- Estás examinando a mis viejos amigos, mis libros, respondió el tío Huguenin; ¡está bien! ¡está bien! pero empecemos con el almuerzo; después hablaremos de todo eso, aunque me haya jurado a mi mismo no hablarte de literatura.
- ¡Pero tío! profirió Michel con un tono suplicante.
- ¡Veamos! ¡No se trata de eso! ¡Díme qué haces, cuál es tu situación en esa casa de banca! ¿Tus ideas siguen siendo...?
- Las mismas, querido tío.
- ¡Diantre! ¡Pues entonces, a comer! ¡Pero ahora caigo que todavía no te he dado un beso!
- ¡Claro que sí, tío, claro que sí!
- ¡Pues vuelve a darme otro, sobrino! No puede hacerme daño, todavía no he comido; además eso me abrirá el apetito.
Michel besó a su tío con mucho afecto y se sentaron ambos a la mesa para comer.
Sin embargo, el joven miraba sin cesar a su alrededor, pues había materia para despertar su curiosidad de poeta.
El pequeño salón, que, con el dormitorio, formaba todo el apartamento, estaba tapizado de libros; los muros desaparecían detrás de los estantes; las viejas encuadernaciones ofrecían a la mirada su bonito color oscurecido por el tiempo. Los libros, demasiado apretujados, invadían la habitación vecina, deslizándose por encima de las puertas y en el alféizar de las ventanas; había libros encima de los muebles, en la chimenea e incluso en el fondo de los armarios entreabiertos; esos preciosos volúmenes no se parecían en nada a aquellos libros de los ricos, alojados en unas bibliotecas tan opulentas como inútiles; parecían estar en su casa, ser los dueños de la morada y encontrarse muy a gusto, aunque apilados; por otra parte, ni una mota de polvo, ni una doblez, ni una mancha en sus cubiertas; se veía que una mano amiga se ocupaba todos los días de su aseo.
Dos viejas butacas y una antigua mesa del tiempo del Imperio con sus esfinges doradas y sus fasces romanas, componían el mobiliario del salón. La casa daba a mediodía; pero los elevados muros de un patio impedían que el sol penetrara en ella; sólo una vez al año, durante el solsticio, el 21 de junio, si hacía buen tiempo, el rayo más alto del radiante astro rozaba el tejado vecino, se deslizaba rápidamente por la ventana, se posaba como un pájaro en el ángulo de un estante o en el dorso de un libro, temblaba durante unos instantes y coloreaba con su proyección luminosa los pequeños átomos de polvo; luego, al cabo de un minuto, emprendía nuevamente el vuelo y desaparecía hasta el año siguiente.
El tío Huguenin conocía ese rayo, siempre el mismo; lo acechaba con el corazón palpitante, con la atención de un astrónomo; se bañaba en su bienhechora luz, ponía a punto su viejo reloj a su paso y agradecía al sol que no le hubiera olvidado. Era su cañón del Palais Royal particular, pero sólo se disparaba una vez al año y no siempre. El tío Huguenin no olvidó invitar a Michel a aquella visita solemne del 21 de junio y Michel prometió no faltar a la fiesta.
El almuerzo era modesto pero lleno de buena voluntad.
- Hoy es mi día de gala, dijo el tío; hoy recibo. A propósito, ¿sabes con quién vas a cenar esta noche?
- No, tío.
- Con tu profesor Richelot y su nieta, la señorita Lucy.
- A fe mía, tío, que veré a ese digno caballero con verdadero placer.
- ¿Y a la señorita Lucy?
- No la conozco
- Pues bien, sobrino, la vas a conocer, ¡y te advierto que es encantadora y no se da cuenta! así que no vayas a decírselo, añadió el tío Huguenin riendo.
- Me guardaré mucho, respondió Michel.
- Después de la cena, si te parece bien, iremos los cuatro a dar un buen paseo.
- ¡Eso es, tío! ¡Así nuestra jornada será completa!
- ¿Pero Michel, no comes ni bebes más?
- Claro que sí, tío, respondió Michel, que reventaba; a su salud.
- Y porque vuelvas, querido hijo; ¡porque cuando une se va siempre me parece que es para emprender un largo viaje! ¡Anda! cuéntame algo. ¿Cómo te planteas la vida? Venga, es la hora de las confidencias.
- Con mucho gusto, tío.
Michel contó extensamente los menores detalles de su existencia, sus problemas, su desesperación, la máquina de calcular, sin omitir la aventura de la Caja perfeccionada, y por último, sus mejores días pasados en lo alto del Libro Mayor.
- Es ahí donde he encontrado a mi mejor amigo, dijo
- ¡Así que tienes amigos! respondió el tío Huguenin frunciendo las cejas.
- Tengo dos, replicó Michel
- Son muchos, si te engañan, respondió sentenciosamente el buen hombre, y suficientes, si te quieren.
- ¡Ay, tío! exclamo Michel con animación, ¡son artistas!
- ¡Claro! respondió el tío Huguenin bajando la cabeza, es una garantía, ya lo sé, porque la estadística de las cárceles y de las prisiones arroja sacerdotes, abogados, hombres de negocios, agentes de cambio, banqueros, notarios y ni un solo artista, pero...
- ¡Los conocerá, tío, y verá cómo son unas excelentes personas!
- Con mucho gusto, respondió el tío Huguenin; ¡me gusta la juventud, siempre que sea joven! ¡Los viejos prematuros me han parecido siempre unos hipócritas!
- ¡Puedo responderle de estos dos!
- Entonces, Michel, por la gente con la que alternas, veo que tus ideas no han cambiado.
- Por el contrario, dijo el muchacho.
- Te empecinas en el pecado.
- Sí, tío.
- Entonces, malandrín, ¡confiesa tus últimas faltas!
- ¡Con sumo placer, tío!"
Y el muchacho, con verdadera inspiración, recitó unos versos bellísimos, bien organizados, bien dichos, y llenos de verdadera poesía.
- ¡Bravo! exclamó el tío Huguenin, maravillado. ¡Bravo! ¡Hijo mío! ¡Todavía se hacen cosas así! ¡Tu lenguaje es el de los hermosos días pasados! ¡Ay, hijo mío! ¡Cuánta alegría y cuánta pena me causas al mismo tiempo!"
El viejo y el joven permanecieron silenciosos durante algunos instantes.
- ¡Basta! ¡Basta! dijo el tío Huguenin! ¡Quitemos esta mesa que nos está molestando!
Michel ayudó a su excelente tío y el comedor volvió a ser inmediatamente la biblioteca.
"¿Y ahora, tío?, preguntó Michel.