Estoy corrigiendo mi antigua traducción de El libro de las preguntas, de Edmond Jabès (si la traducción es una tarea cominera por excelencia, la corrección de la traducción ni les digo) y me encuentro con una frase sobrecogedora: “Ninguna institución, ningún gobierno, tiene el monopolio del grito”. Y pensé que debería ser cierto, pero que no lo era. Dejando de lado las concomitancias políticas, de las que preferiría alejarme en este ámbito, hay dos instituciones que tienen dicho monopolio, aunque pretendan sofocarlo: las cárceles y los hospitales. No me refiero, en el primer caso, a los gritos de los torturados, al menos, no en nuestra época –eso espero- sino al grito del alma arrepentida por el daño infligido, de la mente martirizada por el recuerdo. En cuanto a los hospitales, como son verdaderas catedrales del dolor, el grito es su particular oración. Por cierto cárceles y hospitales tienen mucho en común, para empezar la pérdida de identidad de quienes ingresan en ambas. Pero esto me llevaría lejos y lo dejo para el libro que estoy escribiendo al respecto y que a este paso, si sigo aceptando conferencias, mesas redondas y otros encargos (de algo hay que vivir, además de la palabra de Dios), no voy a ver terminado en la vida. Me admiran esas personas que son capaces de tener una actividad “presencial” de más de ocho horas diarias (en la radio, oficina, juzgado o lo que sea), y que, de propina, mantienen un chat o un blog con regularidad, escriben varios artículos en diferentes periódicos prácticamente a diario, aparecen como tertulianos en programas ajenos y se despachan unos cuantos libros al año. Están, además, en comités y asesorías diversas y cumplen rigurosamente, según dicen, con sus compromisos sociales, familiares e incluso religiosos, llegado el caso. Son como d'Artagnan, o mejor aún, Porthos, el cual, mientras Aramis pasa la mañana recogido en la oración y la lectura, ha reventado varios caballos en pos de una arriesgada misión política, ha derrotado con la espada a varios malandrines y, en el entretanto, ha amado a varias doncellas, huido de algún marido celoso, vaciado ingentes cantidades de comida y bebida, y a la vuelta se ha cobrado algunas piezas de caza (perdices, codornices, liebres o lo que ofrezca la temporada) que, sudoroso y rojo de placer, arroja en la mesa donde le esperan, a mediodía, los otros mosqueteros de la Reina para seguir banqueteando.
¡Ole!. Ahora leeré en cuasi directo los pensamientos de UD. Muchas gracias.
Publicado por: Luis | 02/12/2005 en 21:08