Recuerdo que en la película de Eric Rohmer, Aventures de Reinette et Mirabelle, las dos protagonistas, Reineta y Mirabel (y traduzco sus nombres porque la pretensión del autor era referirse a esos dos frutos), discuten si es mejor la corte o la aldea. Mirabel, que es una urbanita irredenta, no soporta el silencio del campo y Reineta, que es de pueblo, le contesta que nada hay más bullicioso que la naturaleza, excepto justo antes del alba cuando, sólo por unos segundos, todo calla. Y la lleva a su pueblo para que compruebe que los insectos, pájaros, animales de la granja, el viento, la lluvia, los torrentes, así como los ruidos del trabajo doméstico y rural, que se van apagando conforme discurre el día, sólo se detienen por completo en ese preciso y brevísimo momento del que prácticamente nadie es consciente.
Que el silencio se oye, lo sabemos todos cuando cambiamos el tráfico de nuestras ciudades por esa mansedumbre. ¿Oyes el silencio? –preguntamos a quien nos acompaña, o lo pensamos si vamos solos– cuando llegamos a algún remanso de paz. Sólo después se empieza a distinguir hasta qué punto ese silencio está poblado de gamas distintas de sonidos que nunca llegan a molestarnos. Por lo cual se podría decir que el silencio es la ausencia de ruidos molestos y ahí entramos en la plena subjetividad. ¿Molesta el ladrido de un perro? A mí no, y junto a los ruidos que detallaba Reineta, los ladridos en la noche (sobre todo si son aislados) también simbolizan para mí el silencio del campo. Pero nada representa mejor al silencio que ver comunicarse a los sordos entre sí, con su expresivo lenguaje de signos: la contemplación de esa verdadera isla de silencio total en contraste con el bullicio que les rodea, y al que ellos permanecen completamente ajenos, acolcha mis sentidos auditivos con tanta acuidad como lo pueda hacer un día de niebla.
Todo esto para llegar a que hace unos días vi el documental de Philip Gröning, El gran silencio, sobre la vida de los monjes en la Cartuja de Grenoble. Es una película larguísima y lo parece. El director nos hace sentir el peso de cada uno de los minutos transcurridos visionándola. Y aun así entiendes que no has captado ni la mitad de lo que debe ser ese remedo de la eternidad que practican en vida los cartujos, como si estuvieran escenificando acá, con toda su humana torpeza, lo que les aguarda en el más allá una vez que hayan sido juzgados, perdonados y recompensados. Al ver y oír todo ese silencio sublimado pensé en dos citas literarias. La primera es de Rimbaud y muy famosa: Elle es retrouvée, quoi? L’Éternité, c’est la mer allée avec le soleil (Ha sido encontrada, ¿el qué? la Eternidad, es el mar que se ha ido con el sol); la segunda es mía y corresponde al final de La Asamblea de los muertos: “Silencio: solidaria paciencia de lo vivo rindiendo su tributo ante lo muerto, Secreto: rincón sagrado de imposible perdón. Soledad: agudo son de cristal atravesando el tiempo limpiamente.”
Para oirse la respiración, el circular de la sangre, el bombeo del corazón, la cadencia del parpadeo, el acomodo de los intestinos,la tensión de los músculos o la saliva en su viaje, hace falta silencio. Nunca conocí ese silencio en las ciudades gigantes, sino tal vez en sus residencias ( ?¿ )para la senectud. Pero eso, en verdad, no es la ciudad, es otro pueblo, justo un kilómetro antes de la última estación. Muy lejos para la inmensa mayoría.
Publicado por: iojanan | 24/12/2006 en 12:23