Para contribuir a las estadísticas, y sobre todo para distraerme e instruirme llegado el caso, la semana pasada he visto tres películas, todas ellas magníficas, incluso las que me han disgustado.
La primera fue la de Clint Eastwood, Las banderas de nuestros padres. Como todo el mundo sabe, va de héroes y ha dado mucho qué escribir sobre si es o no desmitificadora. Tal vez el hecho de que haya decepcionado a los seguidores de este gran cineasta (lo soy, pero sin pasarme) pueda sugerir lo primero, pero creo que es una impresión falsa, inherente a las necesidades del guión. Para empezar porque la historia real que cuenta estuvo bajo sospecha desde el principio. Al contrario de lo que he leído y oído a los detractores de la película, creo que con ella Eastwood ha ayudado a rehabilitar la memoria de esos muchachos, tanto como lo haya podido hacer el libro sobre el que está basada, Iwo Jima: Seis hombres y una bandera, escrito por James Bradley, hijo de uno de ellos. Es más, Eastwood devuelve su dimensión humana al heroísmo. ¡Que importa que “los seis” plantaran la bandera porque se lo mandaron sus superiores y no motu proprio! Que en el fragor de la batalla (¡y qué batalla!) no fueran conscientes del simbolismo de su acto, no resta un ápice a la importancia del mismo y, además, redefine la palabra “héroe”: ser humano lleno de imperfecciones que, un día, empujado por el automatismo de la supervivencia y de la disciplina se comporta como un dios y no se envanece por ello. Incluso puede que le avergüence su propia inconsciencia, su ignorancia.
Si los chicos de Iwo Jima me convencieron, no podría decir lo mismo de la María Antonieta de Sofía Coppola. La película estraga por su perfección estética como pueda hacerlo un menú compuesto por delicatessen desde los entrantes hasta las mignardises del café (sin puro). Imagino que se llevará todos los Oscares a fotografía, imagen, decorado, ambientación, caracterización, peluquería (sobre todo peluquería) vestuario, etc., de la temporada. Basada en nada, teje su argumento en torno al episodio más irrelevante de la vida de una de las figuras más trágicas de la Historia, el non consumatum est de los ocho primeros años del matrimonio formado por la princesa austriaca y el delfín de Francia, futuro Luis XVI, destinados ambos a una muerte injusta. Si algo nos recordara en la película que la desposada tenía apenas 15 años y el novio 17, quizás se habría podido entender mejor la supuesta torpeza del futuro guillotinado. Eso y que tenía fimosis. Pequeño detalle, al parecer, sin importancia. Lo único que me gustó (aparte de la estética) fueron los anacronismos musicales. ¡Muy bueno el Carnaval al que acuden los delfines de incógnito! Y termino, porque no quiero que piensen que en el fondo me ha gustado, por eso de que no hay película tan mala (incluso española) que no tenga algo bueno por el que recordarla, sobre todo si además es irreprochable desde el punto de vista técnico.
La tercera, y por ahora última película, ha sido Bobby, de Emilio Estévez, el cachorro más hispanizante de los hijos de Martin Sheen, y todavía no salgo de mi asombro. Una serie de personajes confluyen en el mismo hotel (guiño a Robert Altman) donde será asesinado esa misma noche Robert Kennedy, que acude ahí a celebrar su triunfo, todavía relativo, en las Primarias. Tras un planteamiento realmente brillante viene la decepción. De forma asombrosa, yo diría que incomprensible, el director olvida referirse al asesino, el jordano Sirhan Sirhan, a quien no presta la menor atención ni siquiera en las notas que preceden a la lenta ficha técnica del final, donde la voz en off del senador asesinado desgrana una oratoria buenista e impracticable (no hubiera podido cumplir ni la décima parte de lo que dice), que recuerda inevitablemente al discurso que se larga Tolstoi como epílogo a Guerra y paz. Ni una palabra sobre quien era ni lo que pasó con él. Sólo los que recordamos que el asesino de Bobby, afortunadamente todavía en chirona, era un musulmán fanático y que lo mató para vengarse del apoyo americano a Israel, identificamos al joven árabe que, en un momento dado, empuja la puerta giratoria del hotel, momentos antes del asesinato. Nada más. Y eso, perdonen, es muy grave porque la conclusión que se saca después de ver la película, es que la culpa de que muera ese hombre bonitísimo la tiene su propia perfección (en ese sentido le convierte en un personaje cristológico) que choca frontalmente con la maldad del sistema y de la sociedad americanas y así, lo que sólo fue una acción de fanatismo islámico premoderno, se convierte, en esta película, en una secuela más de la guerra de Vietnam y del racismo imperante en la sociedad blanca americana, que nadie niega que existiera, pero nada tiene que ver con este caso. Comprenderán que con la que está cayendo, esta película de propaganda aliancista (de las civilizaciones, se entiende) resulte sencillamente deletérea. Y sin embargo, es la consecuencia lógica de la mentalidad posmoderna, que considera más cómodo y menos peligroso negar la existencia de los verdugos y culpabilizar a las víctimas que enfrentarse cara a cara con el problema.
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