El 23 de noviembre, día en que Carlos Semprún-Maura hubiera cumplido 83 años, estuve en París con otros dos amigos españoles para acompañar sus cenizas a su última morada: el panteón de la familia de Nina, su viuda. Los Dastakian son una familia armenia procedente del Cáucaso, a quien el siniestro y agitado siglo XX llevó a París tras sobrevivir a numerosas catástrofes locales y mundiales. Carlos les tenía mucho aprecio y se refirió varias veces a ellos en sus Memorias. No era pues incongruente que le acogieran, extranjeros todos al fin y al cabo, en esa parcela de tierra ahora definitivamente suya.
Fue en el cementerio del Père Lachaise, centro de peregrinación para fetichistas, mayoritariamente norteamericanos que prefieren visitar la tumba de Gertrude Stein o de Jim Morrison a pisar el Museo del Louvre. El Père Lachaise es un cementerio triste, como todos los grandes cementerios urbanos, por mucho que pretendan disfrazarlo de parque. Nada que ver con los cementerios rurales, marinos o alpinos, donde conviven las tumbas con los nidos de los pájaros y se codean con la reja y el arado, o con el tractor y las vacas pastando al lado, indiferentes a tanto pretendido mal. Las ciudades de los muertos, tiradas a cordel, con sus calles rotuladas, sus flores artificiales, sus estatuas erosionadas y sus sepulcros descuidados o abandonados, producen un desasosiego muy natural en el vivo y es un fenómeno muy común el que nos empuja, a todos los que vamos a un entierro, hasta el bar o al restaurante más próximos: ¡deprisa! ¡pronto!: comamos mientras vivamos, el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Sí, la muerte da hambre.
Su hijo Diego, su viuda Nina, unos cuantos familiares de esta última y de los hermanos Semprún, acompañados por nosotros, los tres amigos españoles de Carlos que habíamos ido a París sólo para eso, formábamos el cortejo. Los sepultureros abrieron las fauces del panteón y las cenizas de Carlos Semprún-Maura fueron unirse a los restos de esa hospitalaria familia armenia de nombres sonoros y sugestivos, como lo son los de todos los muertos. Las genealogías, las suposiciones de enlaces y parentescos, la sucesión de inscripciones, expuestas en riguroso orden cronológico son verdaderas novelas que nos presentan a sus personajes para que hagamos lo que queramos con ellos. Tanta vida encerrada en un muro de muerte. Descansen todos en paz, huésped y anfitriones, después de tanto trasiego.
Bello texto, querida Julia. Carlos lo merecía. Un abrazo,
Carlos Alberto
Publicado por: Carlos Alberto Montaner | 13/12/2009 en 00:37
Muchas gracias, Julia, por recordar a Carlos una vez más, y ahora para siempre presente en nuestra habitación verde.
Un abrazo, Jaime.
Publicado por: Jaime | 12/12/2009 en 18:56
Elegimos como vivir, no siempre cómo estar muertos. Pero para no recordar al difunto en tal ubicación y para poder visitarlo con buen humor, es mejor hacerlo en un libro propio, en sus memorias, de cuyo legado (en parte) eres depositaria. Ya nos dirás.
Publicado por: rojobilbao | 12/12/2009 en 16:37
Esto parece un cuento de Chejov. Un muro lleno de novelas por escribir. un abrazo
max lacruz
Publicado por: max lacruz | 12/12/2009 en 12:03