El jueves 27, en la Asamblea de Madrid se ha vuelto a conmemorar por undécimo año consecutivo el día internacional del Holocausto. También el Ministerio de Asuntos Exteriores ha celebrado un acto de estado con el mismo motivo, pero es importante destacar que la Comunidad de Madrid ha sido pionera en este aspecto. La palabra conmemoración no sería la adecuada, más bien se debería de hablar de ceremonia del recuerdo. La Shoá es una pesadilla espantosa de la que todavía no hemos conseguido despertar y por eso hay que volver, una y otra vez -y nunca será suficiente- a nombrar la ignominia, a denunciar a los verdugos y a recordar a las víctimas, para devolverlas la dignidad que les arrancaron con la vida. Por parte de las víctimas, parece imposible superar algo así, y por parte de los verdugos, aunque derrotados y juzgados, parece imposible la redención, y entiendo la amargura del pueblo alemán al respecto. Cuando hace poco pregunté a un joven estudiante alemán, becario del Erasmus en España, que de dónde era, me dijo: de Nuremberg y había vergüenza en su voz. Sin necesidad de decirle nada añadió: y me gustaría que no la conociera todo el mundo sólo por "eso". Se refería, claro está a lo que se refería y nada le asombraba más que encontrar a jóvenes españoles incultos que nada sabían nada de los procesos que hicieron tristemente célebre a su ciudad, a su país y al mundo.
Porque la culpa es universal. Los testimonios de los supervivientes reflejan una y otra vez esa sensación de rechazo que sintieron durante años, que aún ahora pueden sentir ante las versiones actuales del negacionismo y la moderna judeofobia, y eso que han pasado 66 años desde que las tropas soviéticas liberaron el campo de Auschwitz-Bikernau. De todos los campos de concentración, tal vez sea éste, que también lo fue de exterminio, el que personifica la esencia del mal absoluto del nacionalsocialismo, o nazismo, como se prefiere llamarlo. Cuando el horror es infinito también lo es su recuerdo. Esta terrible experiencia ha sido narrada cientos de veces por los supervivientes y ¡ay de nosotros si dejamos de emocionarnos ante esos testimonios! Miles de personas han vivido con ello, mejor que peor, pero muchas otras no pudieron soportarlo. Ignoro cuánta gente del común ha sucumbido a sus recuerdos, pero es muy notable el número de escritores que acabaron suicidándose, a pesar del supuesto efecto catártico de la escritura. Mencionaré unos cuantos, cuyas obras se pueden encontrar en castellano.
Primo Levi. Judío italiano. Tenía 24 años cuanto fue deportado a Auschwitz. Él mismo admitió que escribió Si esto es un hombre empujado por la necesidad de contar a los demás lo que había visto y vivido. Le sirvió de poco. Se suicidó en 1987.
Jean Améry. También superviviente de Auschwitz donde ingresó a los 33 años. De origen austríaco, se nacionalizó belga. Más allá de la culpa y la expiación está publicado en español en la editorial Pre-Textos. Se suicidó en 1978.
Paul Celan. Judío rumano. Fue liberado en 1944 de un campo de trabajo. Se trasladó a Francia en el 48 y obtuvo la nacionalidad francesa. Su poema “Fuga de la muerte”, describe el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Se arrojó al Sena en 1970. Su obra completa está traducida al español por José Luis Reyna, en la editorial Trotta.
No pudieron soportar “el silencio de la humanidad”, como dijo Robert Antelme, el autor de La especie humana, que tenía 27 años cuando ingresó en Buchenwald. Hubo otros que no se suicidaron pero quedaron tocados de por vida al darse cuenta –como expresó muy bien Bruno Bettelheim- que los que testimonian siempre han sido molestos para los demás. Y siempre lo serán, desgraciadamente.
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