El pasado 14 de febrero, día de San Valentín, se celebraba en la Complutense, en la antigua Facultad de Filosofía y Letras, hoy Facultad de Filología, Edificio A, un homenaje a Valentín García Yebra, fallecido en Madrid el pasado 13 de diciembre. Yo estaba en los papeles, es decir, iba a participar, tenía preparado el guión de lo que iba a decir, pero una súbita indisposición me impidió asistir. Lo sentí en el alma, sobre todo porque había encontrado las cintas de una larga conversación que mantuve con él en 1995 y que se publicó como entrevista ese mismo año, en versión abreviada, en el nº 5 de la Revista "Cuadernos Cervantes de la lengua Española" (nada que ver con el Instituto del mismo nombre) que algún día acabaré encontrando y que colgaré en este blog cuando consiga digitalizarla. Mientras tanto pensaba mostrar algún fragmento durante mi intervención, tras haberme asegurado Julia Sevilla, directora de la revista Paremia y una de las organizadoras del acto, que tenían reproductor de cassetes (cosa que yo ya no tengo); a ella también le parecía una magnífica idea que se pudiera oír la voz de aquel a quien todos los convocados a esa cita considerábamos, sin ningún género de dudas, nuestro maestro. El incidente que me apartó de ese homenaje pasó, afortunadamente, pero para mí quedará la impotencia de no haber estado presencialmente en su discurrir.
Por eso, considero un deber moral escribir ahora estas líneas y evocar la figura de aquel hombre bondadoso, sabio y modesto que me honró con su amistad y con su confianza, que me abrió las puertas de su casa, junto a su mujer, Lola, y que llevó su generosidad en la enseñanza hasta materias que no eran las que nos ocupaban, aunque también, porque nada es ajeno al mundo del traductor, que no es otro que el mundo de las palabras, mundo que él conocía a la perfección. Gracias a él, a nuestros paseos por el Retiro, cuando florecían primero las forsitias y luego los majuelos, en primavera y cuando los piracantos y los madroños estallaban de frutos, en otoño, yo pude poner nombre a esas y otras plantas. Gracias a él, y ante el escepticismo de los lugareños, me atreví a plantar unos madroños en esas tierras altas y fríolentas en las que me refugio del calor del verano; sólo sobrevivió uno pero se ha desarrollado espléndidamente. Gracias a él, aprendí a emparejar los arbustos de bayas: acebos, durillos, piracantos, madroños, majuelos para que se fecundaran.
Valentín García Yebra era mucho más que un profesor o un académico, era un verdadero maestro; era un hombre lleno de méritos que no se vanagloriaba de ellos, y los compartía con los demás con entera naturalidad, méritos académicos, filológicos y literarios que le fueron merecidamente reconocidos y aunque tenía algún que otro adversario, eran más numerosos quienes le respetaban y querían. Tenía adversarios, bien es cierto, pero era por motivos neciamente políticos, pues no hay que olvidar que durante muchos años un influyente sector del mundo asociativo traductoril y escritoril estaba dominado por izquierda, sobre todo, por la más sectaria de sus tendencias: la comunista, y como era culto, educado y conservador, él era considerado "de derechas" y posiblemente lo fuera (nunca hablamos de política), lo que por otra parte me parece muy bien. Tal vez por eso costó tanto que se le diera el merecidísimo Premio Nacional de Traducción y quienes presentábamos su candidatura, año tras año, tuvimos que bregar con algunos personajes de ese mundo opaco y cerril para conseguirlo. Nunca le oí quejarse por eso, como tampoco se quejó (aunque no dejara de asombrarle pues estaba presente en la sala) cuando en un homenaje a la editorial Gredos en la Biblioteca Nacional ninguno de los participantes en la mesa de los oradores pronunció su nombre, ni los nombres de Julio Calonge, Hipólito Escolar y Severiano Carmonal, los otros cofundadores de esa prestigiosísima editorial que pusieron todos ellos en marcha, en 1944, cuando eran tan jóvenes que por ejemplo a Valentín le faltaban doce días para terminar la carrera.
Ese Premio Nacional de Traducción lo recibió finalmente en 1998, tras más de cincuenta años de años de reflexionar sobre la traducción y estructurar una metodología modélica, de traducir lenguas vivas y muertas y de enseñar a traducir a los demás, pues no sólo fue pionero en el estudio y análisis de la traducción, sino también en su enseñanza: sus esfuerzos se plasmaron en la creación del Instituto de Lenguas Modernas y Traductores de la Universidad Complutense, al que siguieron después las EUTIS y finalmente las licenciaturas en Traducción e Interpretación. Valentín García Yebra era académico de la Lengua y lo era precisamente por ser filólogo, por su labor como traductor y por su gran aportación internacional a la teoría de la traducción. Nadie como él ha expuesto con más claridad, rigor y coherencia las dificultades de esta última. Ni los más enrevesados de los teóricos actuales pueden negar que se lo deben todo.
Otrosí,
El diccionario de galicismos prosódicos y morfológicos de Valentín García Yebra
algunas-razones-para-seguir-traduciendo-o-la-lección-del-maestro
Supe de su muerte por el cuaderno e bitácora de Tamarón. Coindimos con él y con su mujer en la Universidad del Mar Menor y suscribo cuanto dices. Sé que se hizo eco del neologismo "catolicomunismo" y sus variantes, salidos de mi modesta minerva. Ya sé por Pepe JL que le informásteis de viva voce del acto del pasado miércoles. Mil gracias y dieciocho abrazos, Aquilino
Publicado por: Aquilino Duque | 22/02/2011 en 15:39