Ya estamos a jueves y pesar de que para mí era prioritario, sólo ahora he podido fijar en estas páginas mi crónica del homenaje que se celebró el lunes pasado en la Residencia de Estudiantes en memoria de Jaime Salinas. El tiempo pasa, se hagan cosas o no, por tanto es mucho mejor hacerlas antes de que otras urgencias tomen el relevo a lo que ahora nos parece prioritario. Por eso, me apresuro a relatar casi a matacaballo aquel acto ya pasado, antes de que mi inminente viaje a París para cerrar con una prestigiosa editorial francesa la traducción de las Memorias de mi otro gran ausente, Carlos Semprún, de cuya edición me he encargado, me obligue a postergarlo mucho más.
No es baladí que mencione a Carlos en relación con Jaime, a pesar de que entre ellos no tuvieran ninguna, que yo sepa. Son vidas paralelas que, en parte, transcurrieron en escenarios muy similares. Ambas estuvieron condicionadas por la guerra civil española; ambos huyeron en barco con sus respectivas familias, los Salinas desde Santander y los Semprún desde Bilbao. Ambos pasaron por San Juan de Luz y París y ahí se detiene la coincidencia, pues Carlos se quedó en esta ciudad toda su vida, o al menos no salió de Europa, y Jaime prosiguió su travesía por mares y océanos. Aunque sus vidas tomaron derivas muy distintas, desde todos los puntos de vista, también les unía el extrañamiento; ninguno de los dos se consideraba español del todo, siéndolo y sintiéndolo, en cierto modo, de manera muy desgarradora; de hecho jamás tuvieron otra nacionalidad. Pero no quiero desviarme del tema que me llena ahora, no quiero que se me olvide todo lo que oí sobre Jaime este lunes pasado.
Cuando murió Jaime, todo lo que habíamos hablado y hecho juntos, relegado en el cajón de mi escritorio, cobró de pronto mucha importancia para mí. Ya he contado en este blog cómo trabajamos juntos, desde 1993 a 1995 en la recuperación de su memoria. La idea era que yo las escribiera de acuerdo a nuestro trabajo en común pero finalmente Jaime “rompió” a escribir y a fe que lo hizo muy bien. Junto a todas nuestras conversaciones –que tengo fielmente transcritas- volví a leer su libro Travesías, y a reafirmarme en la idea que saqué de la primera lectura: el libro que estábamos componiendo él y yo empieza donde termina su libro de Memorias. Esta segunda lectura ha sido sobre todo un homenaje, un acto de amistad y de afecto.
Estos dos sentimientos son precisamente los que presidieron el acto del que parece que nunca vaya a ponerme a hablar, pero ya llego. Aquella tarde, en esa Residencia con la que Jaime tuvo tantos vínculos, había dos niveles de participación, igualmente solidarios: el del público, en el que había familiares (su primo,Pablo León Bonmatí), amigos y colaboradores de Jaime, como los García Lorca, Luis Suñén, Miguel Visor, Manuel Rodríguez Rivero, Mario Muchnick, Javier Solana, Jorge Herralde, José García Velasco, Miguel Ángel Aguilar, Javier Pradera, Antonio Casas, Agustín Gervás, María José Gómez Navarro. Sólo menciono aquellos que estaban más cerca de mí, pues la sala estaba abarrotada. El segundo nivel, que en realidad era el principal, lo formaba la Mesa en la que estaban representadas varias generaciones y personas que fueron importantes en la vida de Jaime, o que simbolizaban alguna de sus facetas. Tomó la palabra Alicia Gómez Navarro, directora de la Residencia de Estudiantes que centró el acto en su contexto. Miguel Aguilar, hijo de Miguel Ángel Aguilar y de Juby Bustamente, habló, transido de admiración por Jaime, en nombre de todos los niños a los que “Tito” Jaime trató con esa bonhomía que sin duda quería estar en los antípodas del trato despótico que recibió él en su propia infancia de Juan Ramón Jiménez (véase el episodio del chocolate derramado). Enric Bou, representaba a los hispanistas a los que Jaime llamaba “salinistas” (rama don Pedro); junto con Andrés Soria, el profesor Bou tuvo un trato siempre cordial con Jaime, me consta. Juan Cruz, representaba a los otros “salinistas” (rama Jaime); Vicente Molina Foix, que dijo compartir con Jaime su “alicantinidad” era el portavoz de cierta juventud alegre y disipada por la que Jaime sentía gran simpatía; Molina Foix, junto a Félix de Azúa y Javier Marías, formaban parte del grupo al que Jaime llamaba “los cachorros”, por su alocada vitalidad. Luis Revenga, que le trató también por razones de trabajo, se convirtió en un buen amigo y lo demostró con sus palabras. Quedaban los tres más significativos: Carlos Marichal, Gudbergur Bergsson y Teresa Guillén. Las anécdotas que contó su sobrino, hijo de Solita y de Juan Marichal, profesor actualmente en el Colegio de México, corroboraban punto por punto la fidelidad de la memoria de Jaime, tanto en lo que se refleja en su libro como en lo que él me contó en su día. Carlos leyó unas cartas en las que se nos revelaba el Jaime más entrañable. Teresa Guillén, hermana de Claudio Guillén, representaba la infancia y juventud de todos ellos; sus bondadosas palabras transmitían una familiaridad y una complicidad de la que los demás, excepto Carlos Marichal y su primo Pablo, estábamos excluidos.
He dejado para el final a Bergsson. Su presencia en la Mesa era indispensable, fundamental, radicalmente necesaria, como lo fue en la vida de Jaime. Se conocieron en la Barcelona alegre y confiada de lo que se ha dado en llamar “escuela de Barcelona” durante los años 50-60 Amparada en la impunidad de la periferia, la Barcelona de aquella época disfrutaba del esplendor de los enclaves mediterráneos. Eran una excepción cultural, llena a su vez de excepciones, no siempre buenas y desde luego mucho menos brillantes de lo que ellos creían. Pero esto lo digo yo, no Bergsson, él se refirió a esos supra valorados “genios”, en términos aún más duros, si cabe. Según él, los colegas barceloneses de Jaime no eran especialmente inteligentes, no tenían prácticamente mundo y eran bastante cutres, mientras que Salinas, que pertenecía a la alta burguesía intelectual, se distinguió desde el principio por su plurilinguismo, su cosmopolitismo y su elegancia. Jaime nunca pudo conectar con ellos, sus chistes, sus referencias culturales. Bergsson calificó la personalidad de Jaime de "verdadero iceberg", del que sólo se veía la engañosa punta. Como no tenía madre, ni padre, ni lengua y se sentía perpetuamente marginado, se refugió en él (Bergsson) como en una isla. Estuvieron juntos 55 años. Jaime, según Bergsson, era un gran actor, mostraba la faz que él pensaba que querían ver los demás, pero para él la vida empezaba cuando cerraba la puerta. Si eligió Islandia, fue sobre todo por su salud; el calor y el frío madrileños eran muy malos para su corazón. Cuando no estaban juntos Jaime le escribía al menos 3 o 4 cartas a la semana. Cartas en las que le contaba todo lo que pasaba a su alrededor. Comentarios profusos sobre sus amigos y la sociedad. Al referirse a la nutrida correspondencia que disponía de Jaime, yo no pude evitar pensar en el escalofrío de terror que debió recorrer a algunos de los presentes, máxime porque conmigo también se explayaba en comentarios nada correctos políticamente sobre determinadas potencias del mundo de la cultura y la comunicación... Por último, Bergsson nos hizo un relato estremecedor de sus últimos momentos que, si no oí mal, aseguró haber filmado. Jaime murió en brazos de Bergsson y tanto en el crematorio como en el entierro tocaron su música preferida “la muerte de Isolda” y el "lamento de Dido". Por mucho que Bergsson nos asegurara que la muerte es una obra de arte y que así lo entendió el propio Jaime, yo no pude dejar de sentir una pena inmensa por esa agonía.
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