Si entramos en la intimidad de los hogares y en el bullicio de los mercados, veremos que la situación no puede ser más precaria. Para luchar contra el alza de precios las autoridades prohíben el acaparamiento de víveres, tanto a particulares como a mesoneros. El viajero, si quiere comer, tiene que comprar los alimentos y dárselos a su hospedero para que los aderece o bien comer, si está en la ciudad, en uno de los muchos figones que hay en ella y cuyas tarifas están establecidas por la municipalidad. La prisa y la escasez de dinero crean ya establecimientos pequeños, llamados “bodegones de puntapié”, simples mostradores instalados en plazas y encrucijadas donde se puede comer de pie platos preparados de dudosa procedencia, especialmente las empanadillas que según el malicioso Don Pablos, el Buscón de Quevedo, estaban hechas de cadáveres de los condenados a muerte, y él debía de saberlo porque era sobrino del verdugo de Segovia, razón por la cual, como buen cristiano, nunca olvidaba rezar un Ave María por el alma de difunto cuando comía una de ellas.
¿Y en casa? ¿Qué comen los, ora frugales, ora desmedidos contemporáneos de Quevedo? Preferiblemente carne guisada o en escabeche, abundantemente especiada y condimentada, sobre todo con ajo, pimienta y azafrán, para tormento de extraños. Los platos más de moda son la olla podrida y el manjar blanco, cuya receta nos ha transmitido el cocinero de Felipe III, Francisco Martínez, que consiste en un picadillo a base de pechugas de gallina, cocido en leche, azúcar y harina de arroz. Los postres, de tradición morisca, son más variados: pasas, frutos secos, yemas de huevo, confites y pasteles a base almendra. Como no se puede hacer acopio de alimentos, la visita a los abastecedores es obligada y el consumo familiar muy reducido. Los españoles de esta época hacen una sola comida al día, la del mediodía, y por la noche no toman nada caliente. En las casa ricas la comida se compone de uno o dos platos de carne, pescados y huevos en Cuaresma. En las pobres, verduras cocidas, habas, lechugas, queso y aceitunas. En cuanto a las bebidas se consumen frías, agua de naranja, de fresa y horchata que gracias a los pozos de nieve se pueden preparar incluso en verano, pero la bebida más popular es el chocolate, traido de América que se bebe en el desayuno y en cualquier momento del día, naturalmente espeso.
El hambre sin decoro, el hambre ostentosa y descarada, la practican casi en exclusiva dos instituciones muy renombradas: los estudiantes y los mendigos. El hambre estudiantil, asignatura obligatoria en toda Universidad que se precie, se hace eco la literatura satírica de la época y vemos una vez más a Quevedo denostar a los “bachilleres de pupilos” que además de velar por la moralidad y el estudio de sus pensionistas, tenían la obligación de alimentarlos según las normas rigurosamente establecidas pero a las que también era norma faltar. La descripción de la comida que el licenciado Cabra, apodado Vigilia, ofrece a sus estudiantes, dice todo lo que hay que decir.
“Trujeron el caldo en unas escudillas de madera, tan claro, que en comer una dellas peligrara Narciso más que en fuente. Noté con la ansia que los macilentos dedos se echaban a nado tras un garbanzo huérfano y solo que estaba en el suelo…” “…vi un mozo medio espíritu y tan flaco, con un plato de carne en las manos, que parecía que la había quitado de sí mismo…”
Pero esto es festín para estudiantes privilegiados, los más pobres, los capigorristas, llamados así porque en vez de manto usaban una simple capa y una gorra, tienen que recurrir a sus padres que generalmente sólo les mandan buenos consejos con los que compusieron “la paulina”, parodia del Padrenuestro que decía así:
“Padres crueles y feroces, padres que nos enviáis la porción cotidiana, ojalá sufráis cada semana nuestro hambre de cada día y como arde este papel pueda el dinero que nos negáis trocarse en carbón en vuestros cofres. Amén”.
Otro recurso es hacerse criado de los estudiantes ricos, como el héroe de Quevedo y el último y más desesperado recurso, sacarse una patente de mendigo, cuyas condiciones estaba fijadas y que les daba derecho a la sopa boba repartida a diario en los conventos a los mendigos, cerrándose así el variopinto retablo de una época en la que se escribía tan bien, se comía tan mal y se tenía el dudoso privilegio de encomendar su empanadilla al diablo.
Cierto, Teresa, lo que nos llevamos a la boca, de pie o sentados, es ahora tan incierto como antes y en muchos casos más. Es interesante lo de los bodegones de puntapié, a los que seguimos siendo adictos. En cuanto a la creatividad que tan generosamente me atribuyes, débosela (supongo que la Academia me multaría si pudiera por anacrónica y desusada) a Deleito Piñuela que es un fenómeno de "amena erudición" y no he contado de la misa la media... Quien esté interesado en estos asuntos ganará mucho leyendo estos libros.
Quedo, como siempre, muy agradecida a tus comentarios
Julia
Publicado por: Julia Escobar | 20/10/2014 en 18:01
Excelente y creativo artículo, Estimada Julia, repletito de curiosidades para alimentar nuestra alma. ¡ Curioso Padrenuestro de los Estudiantes!
Quevedo nos advertíria hoy en día: " ¡Tened cuidado queridos ciudadanos con los manjares que os lleváis a la boca, que de química estamos hartos!".
Publicado por: Teresa Cabarrush | 20/10/2014 en 09:49