Atenas, sábado 6 de abril de 1996. Por fin. Después de mis viajes frustrados, el uno con motivo del paso del Ecuador de la carrera y el otro, muchos años después, cuando me invitó Nani a aquel crucero que no llegó a ser. El aeropuerto es pequeño, claramente insuficiente. Al llegar ni rastro de Catherine Velissaris, la directora del Instituto Francés y mi anfitriona, por lo cual cogí un taxi y tuve la experiencia inigualable del transporte individual comunitario, valga el oxímoron. Al parecer, luego me enteré de ello, el taxi es un servicio muy barato y no abundan demasiado, además los atenienses son muy señorones y comodones (Catherine Velissaris dixit) y han decidido no caminar. Añádase a esto que los transportes públicos son escasos, que Atenas tiene 5.000.000 de habitantes la mitad de la población total de Grecia. Tendremos como consecuencia lógica, además de un caos circulatorio monumental, esta especie de comunismo consumista tan ateniense, tan particular. Por lo que pude ver la ciudad entera está en plena configuración urbana moderna. Están haciendo el metro, están diseñando las calles, están recogiendo velas, en una palabra, para convertirla en la ciudad que tiene que ser para recibir los juegos olímpicos este año. Cuando llegué al hotel subí a mi habitación y salí a la terraza, emocionada ante la vista de la Acrópolis, encaramada en su colina -de ahí su nombre- y me relamí de gozo al pensar que por esas paradojas de los paquetes turísticos que convierten lo caro en barato, iba a pasarme casi una semana para solo dos días de reuniones de trabajo. Esa primera noche, completamente sola, me paseé por los cafés del centro, donde se reúnen la juventud y los turistas. Los atenienses son guapos, ambos sexos, se parecen mucho a los españoles, los hombres más agraciados y las mujeres menos.
Domingo 7 de abril. Como las reuniones no empiezan hasta mañana y hoy era domingo me lancé a la calle tempranito. Recordé aquello que decía André Gide de que para conocer bien los lugares que se visitan hay que ir a los tribunales y al mercado, y me dirigí al Ágora, que lo reúne todo, para empaparme de fantasmas. Luego visité dos iglesias y entré en la Catedral de la que salí en pleno rapto místico. Yo jamás había visto un templo ortodoxo, con sus iconos y sus altares repujados en plata. Me impresionó también la devoción realmente oriental de los fieles, que mueven todo el cuerpo para orar, y no digamos esa singular manera de santiguarse rascándose el estómago. Celebraban el domingo de Pascua, como en todo el orbe cristiano, aunque este año una semana después con lo cual puedo decir que la vivo por segunda vez. Llevaban sus ramos de olivo, que aquí está florido y fragante. Para que todo fuera perfecto, el coro cantaba como los ángeles, dirigidos por un patriarca barbudo y faldudo. Después, me paseé por la zona del mercado y fui testigo de un incendio, lo cual -Gide estaría de acuerdo, dado cuánto le gustaban los faits-divers- acerca mucho a la vida real, a su pulso vital. Fue todo un espectáculo ver a los bomberos sorteando el caótico tráfico de esta ciudad bellísima en su decadencia y resurrección. Curiosamente, esa mezcla de furor y ruido que rodea esas piedras añejas, sabias, no las envilecen sino que, al contrario, las revalorizan, las hacen aún más testimoniales, como si estuvieran diciendo: “ánimo, seguid, moveos, no os paréis, continuad a construir, ya os destruirán pero siempre hay algo que permanece...” Ese lado conmovedor y testimonial de la ruina, presta todo su significado a la palabra mártir (testigo). En el sacrificio de la piedra; en su consunción está también su magnificencia, su capacidad de pervivir, de traspasar el tiempo, de ser el tiempo. No hay melancolía, no hay tristeza, en esta forma de tratar el pasado, hay una infinita vitalidad, no es un mausoleo, es la vida misma, hecha de sucesivas capas, de sucesivos añadidos, del respeto por el fracaso. Esta tarde iré a la Acrópolis
Lunes 8 de abril. Al final no visité la Acrópolis porque estaba cerrada. No entiendo cómo puede estar cerrada una colina, pero así es. Supongo que habrá alguna especie de cercado o valla que impedirá moverse por ahí. Ya iré en otra ocasión, que no va a faltarme. Decidí entonces dar un paseo por el Pireo y dejarme estafar por taxistas y restauradores varios. Me emocionó estar en el lugar de los hechos y pisar ese suelo tan antiguo, tan importante sobre el que tanto he leído y estudiado. Me gusta Atenas, me gusta incluso con ese caos. Me gusta la terca obstinación de las ruinas, su optimimo inveterado. Estoy haciendo una lectura optimista de la ruina y la idea de que no todo lo que sobrevive “intacto” realmente vive. Así por ejemplo la impresión de mausoleo que dan algunos monumentos en ciertos lugares muy civilizados, como pueden ser Austria o Francia. La dejadez de algunos pueblos, como el griego, que han plantado sus reales -el niño cojo, la cabra, el rebaño- donde antes había un lugar que después se ha convertido en emblemático, son un homenaje más cálido, más eficaz y más emotivo que el hecho de restaurarlo, abrillantarlo, pulirlo, cercarlo y cerrarlo. Las cosas duran lo que duran y si duran mucho es que son buenas. Lo que no hay que hacer es arruinarlas de propósito, hiriéndolas o machacándolas con otros destinos. Si es teatro, que sea siempre teatro, si templo, templo, si mercado, mercado, pero no convirtamos la vida, los espacios donde se desarrolla la vida, en un monumento a la soledad y a la muerte.
Martes, 9 de abril. Ayer gran paseo por el monte Imeto con Catherine Velissaris. Me pregunto cómo consigue la gente dinero para hacer cosas, como pueden estar siempre constantemente viajando, de un lado para otro, con ayudas, becas, y todo tipo de emolumentos, pero debería de callarme porque yo ahora estoy beneficiándome de ello. En el monte Imeto la primavera estaba completamente instalada.Visitamos las ruinas de un monasterio que estaba construido con columnas de mármol de otros monumentos de la Antigüedad clásica. Desde esa altura se podía ver toda Atenas, abigarrada y blanca, espléndida en su caos absoluto como todas las ciudades levantinas. Luego volví al hotel y por la tarde visité a la gente del Instituto Cervantes que me dio la impresión de estar completamente aislados, pero lo cierto es que se han instalado hace poco.
Sábado 13 de abril. Bueno, ya está, de vuelta en casa y con Atenas en el corazón. Me gustó mucho esa ciudad, a pesar de todo lo denostada que es y de que la mayor parte de la gente diga que es una ciudad horrible. De hecho, las personas por las que siento una mayor afinidad también piensan que es una ciudad magnífica. A mí me pareció sublime en su caos, terriblemente bella, con esa belleza que también puede tener Madrid, una belleza a pesar suyo, como esas mujeres de las que todo el mundo dice que son "guapetonas", que no es lo mismo que guapas o que bellas, con ese calificativo cariñoso pero algo displicente se quiere transmitir cierto elemento de descuido, un toque de indistinción, de plebeyez, casi. Pueden simultanearse las ricas piedras engarzadas en madera o en un material totalmente humilde: un hermoso cabello (el Partenón) una nariz algo basta (las casas modernas) unos ojos sentidos pero pequeños (las iglesias bizantinas) una boca de piñón pero cruzada por un gesto amargo... Pero es esa mezcla de belleza y descuido lo que me ha gustado, porque solo en las necrópolis, en los monumentos funerarios (quizás también en los museos) se puede conseguir esa congelación de la belleza que la convierte en algo aburrido para las personas poco reflexivas, mientras que del otro modo, incorporada al paisaje la belleza te salta a la cara, por contraste, de una forma mucho más emocionante, mucho más efectiva. Sentí ese impacto en Atenas, en particular viendo aquella niñita mendiga y coja jugueteando con un gato entre las ruinas del ágora romana. También sentí que era una gran injusticia que no estuvieran las piezas del británico en el Museo de la Acrópolis. Sin duda que hubo una razón para sacarlas de Atenas y llevarlas hasta allá, pero esa razón, supuestamente cautelar, ya no tiene sentido. Los griegos ya se merecen recuperar sus restos. Es una herida enorme -y un sacrilegio- que estén ahí en el Museo Británico y no en su lugar natural, Atenas, una ciudad europea y moderna que se merece lo mejor. Precisamente en el Museo me emocionó la estatua de un hombre llevando un ternerito en sus hombros, Concretamente es la pieza 624. Me hizo pensar en la amistad interesada del hombre hacia el animal, el utilitarismo de su devoción hacia él. Me hizo pensar en muchas cosas, en el amor, por ejemplo, donde la víctima y el verdugo se complementan.
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