1 de marzo 1994.- Ni siquiera sé ya que no sé nada/ e incluso me he olvidado de olvidar/todo lo que recuerdo me anonada/no sabes qué respuesta van a dar/ reconocimiento que te dan los demás si no lo pides, que era de lo que me tenía que acordar, arrastrando la misma inoperancia que te han solicitado cuando acudiste sin haber sido llamada a esta escena. Tengo que replegarme en mi reducto, saber para olvidar si algo supe y recordar que tenía que acordarme. (Desarrollar, ay, poéticamente, por muy obvio que a todos les resulte. Me da igual). Sigo con mi conciencia laboral remordiéndome brutalmente porque aún no me he metido en faena con lo de Tamarón ni he terminado la traducción de Almada Negreiros para Gonzalo Armero. Algo me paraliza y con razón y es porque estoy entregada cuerpo y alma a la creación literaria, con la mejor intención del mundo, con verdadera pasión, pero también, quizás, y eso me horroriza, haciéndolo fatal, escribiendo de manera chapucera, inane, sin el menor interés. Hay veces en que me da la impresión de que incurro en eso que se podría llamar "preciosismo literario", textos muy elaborados, con florituras excesivas, tópicos antiguos del lenguaje desterrado durante bastante tiempo que estoy volviendo a orear. Otras, creo sin embargo estar haciendo algo muy innovador, muy original incluso, hasta que caigo en la cuenta de que no hago sino seguir un ramonismo evidente, o un esteticismo decadente y "trucado" a la francesa... Pero me imagino que estas dudas son normales, que tienen que ser así, que no hay que darles la espalda, o mejor dicho, que sí, que hay que dársela en el sentido literal de la palabra. Pero ya está bien: Juro no volver a ocuparme de mi "oobra" hasta por lo menos semana santa en Riaza porque no puedo seguir trampeando así con el trabajo.
Acabo de hablar con Jaime Salinas (me ha llamado él). No nos habíamos visto desde el miércoles, día en que tuvimos una sesión de trabajo muy agotadora, muy personal. Y después, a la tarde caímos ambos (cada uno en su casa, of course) en un sueño letárgico y reparador. Nos volvimos a ver en el Museo del Prado, donde estábamos invitados a una inauguración para VIPS, de esas a las que no invitan a cualquiera y si digo esta melonada es porque así me lo espetó Gabriela Bernar ayer mismo, acusándome ¡a mí! de pertenecer a la Casa de la Pradera y de ser invitada a los sitios más elitistas. Desde luego que sólo podría ser por eso porque dinero ella tiene mil veces más que yo y para prosapia familiar la de Juan Pérez de Ayala, según ella, otro excluido...
6 de mayo 1994. Santiago de Compostela. Segundo día en en el IGI, Instituto Galego de Información. Escribo desde el salón de nuestra suite. El IGI es una especie de residencia de artistas, puntera, con eso que se llama “todas las comodidades modernas. Llegamos el miércoles por la tarde, después de un viaje de ocho horas. Nos recibió Isaac Díaz Pardo, un hombre adorable pero terrible. De hierro, diría yo. Lo cierto es que todo el personal del centro –y de la editorial (edicios do Castro) están literalmente aplastados por la tremenda personalidad de Isaac Díaz Pardo, que arrastra detrás de sí a todos cuantos pasan a su lado. Bajo ese aspecto pequeñín, chiquitín que se trae, ruge un volcán de voluntad y de firmeza. Su mujer, una tal Mimina que parece ser también de armas tomar (se me había olvidado hasta qué punto los gallegos son dulces en su aspecto exterior, suaves pero ternes) dice que a ella casi la mata, que la sometía a una durísima vida que no fue capaz de soportar. Se refirió en particular a algo que ya no puede pasarle. No sé por qué intuyo que se trata de infidelidades, mentiras y cintas de video. A todos los hombres les pasa lo mismo: quieren que sus mujeres apoyen sus extravíos conyugales. Es algo que me irrita especialmente: el deseo de los hombres de que se les reconozca su poligamia, de que las mujeres, sus mujeres, reconozcan, admitan, soporten su poligamia. Bien es cierto que a pesar de todas las virtudes que adornan a Isaac (virtudes que no son sino un cúmulo de defectos que consiguen muy buenos resultados) tiene una tendencia muy masculina a la benevolencia cuando se trata de juzgar los extravíos femeninos, cosa que tuve ocasión de comprobarlo con una de las invitadas, natural de Santiago pero residente en Madrid, que se perdió en la noche justo el día antes de que llegara su marido. Todos la tapamos como un solo hombre.
El motivo de nuestro viaje a Santiago de Compostela es el de inaugurar una exposición sobre el Ejército y la fábrica de cerámica de Sargadelos de la que mi señor marido –Joaquín- es el comisario. Quedan sólo dos días para la inauguración y ya ha venido todo el equipo del Ministerio de Defensa para montarlo. Afortunadamente para todos Isaac toma el mando, y lo ejerce con mano de hierro. No delega en nadie, todo lo controla personalmente y lo mejor es que lo hace estupendamente. Le admiro, y cada vez me cae mejor: no es fácil mandar, ni mucho menos.
15 de mayo 1994. San Isidro. Ya en Madrid, con viento, lluvia y frío. Se agradece este tiempo en esta ciudad, una de las que peor aguanta el calor del mundo. Llegamos el miércoles, muy tarde porque salimos tarde de Santiago. La despedida no fue demasiado triste a pesar de lo que me gusta Galicia, concretamente Santiago de Compostela y de lo bien que me cayó Isaac Díaz Pardo, pero no sentí mucha angustia por marcharme, casi me apetecía volver a Madrid, enfrentarme nuevamente a mis obligaciones, siempre postergadas: libro de Jaime, Tamarón, mi “Asamblea de los muertos”, Diario16, APETI… Mañana será otro día.
22 de diciembre 1994.- Es tal la discontinuidad con la que escribo en estos cuadernos -en relación directa con la discontinuidad con la que escribo en todas partes- que ni siquiera sé si estoy llevando una continuidad en la narración de mis experiencias vitales, siendo como es uno de los cometidos principales de este recogerlo todo, apuntarlo todo, comentarlo todo. Casi medio año después he terminado parte de esos compromisos a los que aludía pero tengo mucho retraso con Diario16 y no digamos Tamarón, para el que no he hecho nada, excepto ir a verle y confesarme culpable de abandono y traición. Al menos he terminado la traducción de Jules Verne y he llevado a término felizmente la conmemoración del XL aniversario de APETI. Asistieron unas ochenta personas de las que se quedaron a cenar setenta y ocho, todo un récord. El Acto que consistió en unas palabras (tediosas, soporíferas) de todos los presidentes vivos y de Rafael Conte, en nombre de uno de los muertos, Consuelo Berges. Asistieron personas del mundo de las editoriales (Felisa Ramos, María José Gómez Navarro, Felicidad Orquín, Laura Freixas, Fernando Gaona), del mundo de las letras traducidas y sin traducir (Juan Eduardo Zúñiga, Ramón Irigoyen), del mundo académico (Amelia de Irazábal, Valentín García Yebra), del mundo universitario (Alfonso X el sabio, Comillas, Autónoma, e la Complutense), traductores de APETI (48) y de ACE (Carlos Alonso, Martínez Lage, Sánchez Lizarralde, Paco Torres Oliver). Lo peor fueron los discursos. Rafael Conte aburrió y se aburrió. Esther estuvo para lo que ella es, hasta chispeante, pero dentro de su prosaísmo inveterado. Salustiano Masó, olvidadizo, balbuceó datos, más que exponerlos. Leyó un comunicado de María José Velasco intensamente aburrido y megalomaníaco, amén de mal escrito. Pedro Bádenas me decepcionó, francamente. Olvidó su tendencia al discurso y a la oratoria que auguraba una intervención convencional pero al menos brillante y se despachó con una intervención llena de pentimentos y fallos. Yo tampoco estuve en mi mejor día: apagada, aburrida, municipal y espesa. Afortunadamente la comida, un Smorgasbord que nos sirvieron en la Casa de Suecia tuvo mucho éxito, exceptuando algunos nostálgicos del botillo y la fabada asturiana.
Esto en cuanto a mi Acto, porque luego he tenido que asistir a tantos otros dados por otras tantas instituciones que ya no sé lo que es la privacidad y la domesticidad. Tal como ayer hablaba por teléfono con Mari Carmen Iglesias, con quien ejerzo una suerte de asesoría literaria, sobre mi última recomendación: “Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta” de Robert Pirsig. Me contó que la abrumó el didactismo de manual de filosofía que destila todo el libro, en particular, la última parte. Estoy de acuerdo. Mientras plantea los problemas de la Calidad -brillante- todo va bien, pero cuando se mete a exponer los antecedentes pre-socráticos del mismo entonces cae en el manual que todos ya habíamos leído. Sigue siendo un libro importante y bellísimo. La vida se complica: unos amenazan con venir, nosotros con marcharnos a Valencia a visitar a los Pre-Textos y a los Gaya y a todo esto, yo sigo sin terminar multitud de cosas a cual más importante, para no mencionar mi nuevo compromiso con los Revenga para llevar una sección fija en su revista, titulada muy osadamente “Cuadernos Cervantes”. ¡Santo cielo! Se acaba el año, pero no termina nada.
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