Publicado en Libertad Digital 18-09-2001. Después de la tragedia
Hay muchas cosas estremecedoras en la catástrofe que ha sacudido a América y, con ella, a nuestras conciencias. Por supuesto, la primera de todas es la tragedia humana, de tal magnitud, que alcanza las cotas más altas del horror y eso que parecía que estábamos curados de espanto. Después está el hecho de que el procedimiento utilizado y todo lo que ello implica en el futuro (ahora sabemos cómo atacará el enemigo) suponen un cambio en las estructuras bélicas que sabe Dios cómo terminará. Como dijo un periodista de la televisión francesa al ver estrellarse en directo el segundo avión y comprender que no se trataba de ningún accidente: “¡Ahora hemos cambiado de categoría!". Muchos analistas consideran que este terrible acontecimiento, que ha vuelto a horadar la delgadísima capa que separa la civilización de la barbarie (Freud dixit), es la solución de continuidad que marca el tránsito hacia el siglo XXI, o esa catástrofe que, como auguraba el filósofo Gadamer, servirá de baño lustral del que la humanidad resurgirá, purificada, de sus cenizas. Todavía estamos literalmente bajo el impacto de los hechos y aún no podemos calibrar el verdadero alcance de las palabras, pues el lenguaje (me remito a Steiner) ante determinadas agresiones enmudece, pero parece claro que, en efecto, hemos cambiado de categoría y que las cosas no volverán a ser como antes.
Sin embargo esto último parece difícil de creer si miramos a nuestro alrededor y comparamos reacciones. Han tenido que pasar muchos días y hemos tenido que ver mucha televisión extranjera para que los españoles nos decidiéramos a manifestar de forma fehaciente y directa nuestro pesar a los americanos. Sólo una semana después, nos hemos ido acercando tímidamente a firmar en el libro de condolencias que la Embajada americana en Madrid ha puesto a nuestra disposición. Me atrevo a predecir que si hay bombardeos en Afganistán, o en cualquier otro nicho ecológico de terroristas, saldrá mucha más gente a la calle y no precisamente para protestar por las atrocidades del régimen talibán. Tampoco se han hecho grandes cosas al más alto nivel, pues la celebración religiosa en la Almudena fue también un acto popular en el que los políticos brillaron por su ausencia, con honrosas excepciones como la de la presidenta del Senado; la visita de Aznar a la Embajada americana, del príncipe Felipe a Rota, las palabras del Rey en la inauguración del año judicial, son muy poca cosa a cambio de tanto. Si a este apocamiento de algunos añadimos la infamia de otros (mientras decenas de miles de personas agonizaban bajo las ruinas, "El País" encabezaba su portada con un titular en el que se afirmaba que el mundo entero estaba en vilo ante las posibles represalias de Bush), no está de más recordar de qué lado estamos, y no encuentro mejores palabras que estas que dirigió en 1799 el poeta alemán Hölderlin a su hermano y que por la trascendencia de su formulación son perfectamente aplicables a este caso:
"Hemos de mantenernos unidos en nuestras desgracias, unidos en espíritu. Pero ante todo debemos adoptar, con todo amor y toda seriedad, la gran sentencia que dice: homo nihil humani a me alienum puto (nada de lo humano me es ajeno); no hemos de entenderla a la ligera, sino que ha de volvernos sinceros con nosotros mismos, y clarividentes y pacientes con el mundo; la palabrería afectada, la exageración, ambición y extravagancia, no nos impedirán luchar denodadamente para intentar, con entera delicadeza y todo rigor, aportar una más profunda y libre unión con todo lo que es humano, dentro de nosotros y en los demás, ya sea en la ficción poética o en el mundo real; y si el reino de las tinieblas amenaza con irrumpir con todas sus fuerzas, arrojaremos nuestras plumas debajo de la mesa, e iremos, en nombre de Dios, allá donde la amenaza sea mayor y nuestra presencia más útil. Sobran comentarios.
Algo que, asombrosamente, también llama mucho la atención a la gente son ciertos aspectos de la sociedad americana que están aflorando de forma espectacular: el patriotismo, la censura de la ficción y la paradoja de que sus verdugos se hayan beneficiado de su alta tecnología en territorio americano y con entera libertad. Sólo personas desinformadas y bobas pueden no comprender (o reírse) al ver la intensa reacción patriótica de ese pueblo amenazado. Precisamente porque son una nación joven, multilingüe y multirracial, necesitan identificarse con sus símbolos de manera incondicional; en ellos está el tegumento mismo de su pervivencia histórica y de su identidad nacional. No pueden permitirse una broma, una sublimación, un descuido. El que ahora se aferren a ellos con especial ahínco parece justo y necesario.
La censura en tiempos de crisis es vieja como el mundo porque la ficción, émula de la realidad, a veces se anticipa a esta última y cuando se produce el encuentro deja de cumplir su función catártica y se convierte en una alegoría macabra. Esta transferencia del horror humano a la escena ocurre desde la tragedia griega. Edipo existe, pero también La jungla de cristal, y todo lo que pasa en esa y en otras películas por el estilo es dolorosa y rigurosamente posible, sin que tenga que haber, por fuerza, una relación de causa a efecto: la ficción se hace con sueños pero también con pesadillas. A cada época las suyas y el terrorismo lleva instalado en las nuestras desde hace ya mucho tiempo. En cuanto al hecho de que los criminales se hayan formado como pilotos en Estados Unidos, no hay que verlo como una paradoja de la tecnología sino como una prueba del alto grado de libertad del que goza la sociedad americana; una situación así habría sido impensable en un estado totalitario y policíaco, en Cuba, por ejemplo. Y como me he referido antes a la tragedia griega, quiero terminar con una cita de la Antígonade Sófocles (traducción de Luis Gil); dice el Coro:
“Portentos, muchos hay, pero nada es más portentoso que el hombre. Con su capacidad de inventar artes, ingeniosa más de lo que se pudiera esperar, a veces al mal, otras al bien se dirige. Cuando las leyes de su tierra honra, y la justicia jurada por los dioses, elevado es a la cumbre de su ciudad. De ciudad, empero, queda privado aquel en quien no hay respeto al bien por culpa de su criminal audacia. ¡Que no comparta mi hogar ni mi forma de pensar el que así obra!”.
Es exactamente lo que yo quería decir.
Publicado en Libertad Digital el 19-03-2004. Poetas, profetas.
El día 11 de marzo, como a tantos españoles, me vinieron a la cabeza muchos versos. Algunos fueron citados por decenas de comentaristas y editorialistas sin saber quién los había escrito, de esa manera implícita en que se transmiten las grandes verdades, los más sinceros logros de la expresión poética. Las más utilizada, la más eficaz también, fue la de “capital del dolor”, con la que tituló uno de sus libros más conocidos el poeta francés Paul Éluard, para calificar en lo que se había convertido Madrid en esos momentos. Al día siguiente, cuando millones de personas salimos a la calle —un solo grito— convirtiendo a Madrid en el “rompeolas de todas las provincias de España” (Antonio Machado) no sabíamos, excepto por el editorial de El País, que se preparaba “espontáneamente” el linchamiento político de un partido democrático, libremente elegido por una inmensa mayoría de ciudadanos ni tampoco hasta qué punto nos habíamos convertido en rompeolas del mundo. No sabíamos de qué manera iba a ser España, una vez más, laboratorio de experimentos políticos a escala mundial y que el horror que se cocinaba iba a tener éxito.
Pronto el dolor se hizo también capital en otro sentido, en el de la rentabilidad política. Parece terrible, parece monstruoso, pero así fue. Utilizado indignamente por el soporte mediático de la izquierda, manipulando sentimientos libres, como son el miedo y el sentido del voto, sembraron la discordia en una sociedad que acababa de sufrir una prueba espantosa. Celebraron su última plataforma ciudadana sobre un montón de muertos, aprovecharon el silencioso respeto a su memoria, a su cuerpo presente para hacer una propaganda política muy similar a la que hacía el partido nacionalsocialista, es decir, los nazis. La infamia es ya conocida. España, puerta de Europa, la ha abierto al fundamentalismo islámico. Tantas mesas redondas jaleándolo, tanto “movimiento espontáneo ciudadano” apoyándolo, tantos editoriales de periódico(s) respaldándolo, eran palabras, eran nada, comparado con la eficacia de unas bombas estratégicamente colocadas en el momento preciso, en la ciudad precisa, en el país preciso. Tendremos que aprender a conocerlos, tendremos que aprender a vencerlos, sin equivocarnos de enemigo, sin caceroladas. Pero no hemos dado el mejor paso. Luis Pimentel, poeta de provincias, de Lugo, que escribió en momentos de desgarradora tristeza de la inmediata posguerra, terminó un poema sobre un episodio de dolor y de muertos con este verso que en Madrid, cobra ahora, todo su desgarrado sentido “¿Qué le ha pasado hoy a mi ciudad y al mundo?”
André Masson, poeta y pintor francés, surrealista, de quien se celebra estos días una exposición en el Reina Sofía, vivió en España, país al que amaba sobremanera. En una entrevista expresaba su admiración por el pueblo español “tanto en la paz como en la guerra” en estos términos:“Es un pueblo con talento, ¿sabe? Quiero decir que en otros sitios hay otra gente de talento que no pertenece al pueblo, pero allí es el pueblo quien tiene talento, es patente. Cada hombre, en España, tiene una personalidad, algo profundo (...) por ejemplo, nos ayudaba en la casa una joven andaluza que se había casado con un pescador de Tossa. Mi mujer le pregunta: “dígame, ¿por qué han sustituido al alcalde?”, y ella le responde con gran sencillez: “Era un hombre bueno y no se puede gobernar cuando se es bueno”. Le doy simplemente este ejemplo. Ella era analfabeta, pero sabía que si eres bueno no puedes gobernar; hay que ser un santo, un apóstol, pero no un político”.
Claro ejemplo de que lo mejor es enemigo de lo bueno. Pero esto sucedía en 1936. ¿Qué le ha pasado a mi país y al mundo?
Comentarios