Libertad Digital (05/01/2001).- Cuando se acaba un siglo.- No cabe duda de que el siglo se ha acabado, pero todo sigue igual. Aún no se ha producido (al menos nosotros no nos hemos dado cuenta) el acontecimiento que sirva de frontera entre el siglo XX y el XXI. Algunos aseguran que ya se produjo hace tiempo pero si lo dicen por la revolución tecnológica resultaría que el XX es el siglo más corto de la historia porque mira que llevamos años “revolucionados”. Tampoco se ha escrito la obra que caracterice ese tránsito, ya que la literatura es síntoma, no causa. Desde luego nunca ha sido un acontecimiento literario el que ha separado un siglo de otro por la sencilla razón de que escribimos a través del tiempo, por mucho que eso irrite a los sociólogos y a los pedagogos.
A propósito de los pedagogos recuerdo que Julio Caro Baroja los detestaba. En más de una ocasión algunos de sus tertulianos (me refiero a las tertulias de verdad, las que tenían lugar en un café al caer la tarde, antes, en el XX, aunque era una reminiscencia del XIX; luego han sido sustituidas por las presentaciones de libros) le oímos decir con aquella manera suya de hablar, algo desabrochada (como la prosa de su tío, por cierto): “¡esto de los pedagogos raya en la pederastia!”. Es lo que pensaría, seguro, si pudiera ver como se ceban ahora los pedagogos con la infancia y le intentan arrebatar el escalofrío de terror, tan confortable cuando se está en una habitación bien caldeada, que producen los cuentos de brujas, hadas y hechiceros; y en sus palabras pensé yo ante la reciente persecución de determinados personajes de ficción como Harry Potter o Winnie the Pooh, con independencia del juicio que me merezca su valía artística.
Claro que Rafael Sánchez Ferlosio -con quien también compartí tertulia durante los setenta y que asimismo detestaba a los pedagogos- sostenía que Walt Disney era el mayor pervertidor de menores porque ¡antopomorfizaba a los animales! ¡Vaya novedad! Nada irritaba más al hiperrealista autor de El Jarama que ver a un corzo hablando y llorando. Yo no soy una entusiasta de Disney (un pelín cursi) pero de pequeña disfruté como una enana con sus películas y me consta que les ocurre lo mismo a las sucesivas generaciones. La utopía progre era muy contraria a la fantasía y eso basta para comprender lo importante que es para el espíritu nutrirlo con hermosas patrañas que le rediman de la prosaica realidad, sublimándola. Los progres, como asueto, preferían la ciencia ficción a la literatura fantástica o de terror: les parecía más didáctica.
No les faltaba razón porque la CF, al partir de hechos incomprensibles que se proyectan al futuro para darles verosimilitud, no hace sino retratar el presente mejorándolo o empeorándolo según la ideología o las obsesiones personales del autor. Por ejemplo, la novela de Arhur C.Clarke, 2001, una Odisea del espacio, escrita durante los años sesenta, expresa la importancia de lo que se conocía en la época como “carrera espacial” y que ahora forma parte del paisaje. Tampoco conviene olvidar (aunque no sea exactamente un libro de ciencia ficción) que la pesadilla que describe Orwell en su novela 1984 es un trasunto de lo que estaba sucediendo en la Unión Soviética en 1948, año en el que se publicó la obra. A propósito de la literatura de anticipación del XIX y su vocación científica, hay una anécdota muy divertida sobre la rivalidad entre Jules Verne y H. G. Wells. Verne, francés, luego cartesiano, se escandalizaba mucho con lo que escribía Wells, que era inglés, luego más fantasioso, y decía indignado: “¡Mais il invente!, que en español queda mucho peor pero lo traduzco para que no me tachen de esnob: “¡Pero es que inventa!”.
Libertad Digital (12/09/2001) Teresa Gracia.- Con el corazón todavía encogido por la tragedia de los atentados contra los Estados Unidos y por ende contra el mundo civilizado, me enteré de que acababa de morir en Madrid, víctima de una endocarditis aguda, Teresa Gracia, dramaturga, poetisa e intelectual comprometida, en el mejor sentido de la palabra, es decir, en el moral. Teresa nació en Barcelona en 1932 y tomó el camino del exilio con su familia en 1939. Ya mayor, contaba a sus amigos la manera en que su madre, una anarquista a la antigua usanza, ingresó voluntariamente en los campos de refugiados franceses; quería que ella y su hija tuvieran el mismo destino que sus desdichados compañero de destierro. Esta anécdota ilustra de manera significativa el rigor moral de la educación que recibió Teresa Gracia y que la convirtió en una persona singular, desde cualquier punto de vista. La primera etapa de su exilio la vivió en Francia, y en París, siendo muy joven, conoció en un café al cineasta Eric Rohmer, quien la convirtió en la protagonista de una de sus primeras películas, Berenice. Ahí está inmortalizada Teresa, en el apogeo de su belleza. Después vivió sucesivamente en Venezuela y en Italia, donde trabajó en la sede de la FAO, en Roma, desde 1969 hasta que, en 1980 regresó definitivamente a España, concretamente a Madrid, tras jubilarse como funcionaria internacional por razones de salud.
Aquí, en Madrid, es donde tuve ocasión de conocerla y de frecuentarla, en aquella tertulia que durante los años setenta y ochenta aglutinó, en el ya inexistente café Lyon de la calle de Alcalá, a personas tan heterogéneas como Rafael Sánchez Ferlosio, Demetria Chamorro, Carlos García Gual, Eugenio Gallego, Joaquín Puig, Soledad Puértolas, los jovencísimos poetas, todavía inéditos –Andrés Trapiello y José Manuel Bonet – y la que esto escribe, entre otros, más o menos habituales, y algunos visitantes ocasionales, como Federico Jiménez Losantos, Natacha Seseña, José Miguel Ullán, Luis Alberto de Cuenca, por ejemplo. Ya no recuerdo quién nos trajo a Teresa Gracia a la tertulia, tal vez su marido, el periodista José Luis Muñiz, que fue uno de los primeros directores de “El país” (y que falleció poco después), pero desde ese momento se convirtió en fija. Desde el principio me llamó la atención un rasgo que no todos los tertulianos compartían: su radical independencia ideológica. Teresa era una liberal nata y sus certeras opiniones contra ciertos dogmas “progres” escandalizaban a más de un asistente.
Su obra, escrita en la más absoluta soledad y ajena a cualquier trapicheo literario, empezó a ver la luz en editorial Pre-Textos de Valencia, que también estaba en sus inicios. Ahí salieron dos poemarios: Destierro, con prólogo de María Zambrano (1982),Meditación de la montaña: liras (1988) y una obra de teatro, Las republicanas. En 1992 publicó en la editorial Endymion las obras de teatro Casas Viejas y Una mañana, una tarde y una vida de la señorita Pura. De todos sus libros, notables, en más de un aspecto, creo que el más representativo de su estilo sobrio y depurado es el titulado, de manera harto elocuente, Cuarenta y tantos sonetos al soneto: manifiesto contra el verso libre (Huerga y Fierro, 1997). Por sus hijos, Rafael y Raimundo, he sabido que Teresa había presentado recientemente otra obra de teatro a un concurso literario, aún no resuelto y que existen, además, unas cuantas novelas, evidentemente inéditas, que había ido escribiendo durante todos estos años en los que su larga enfermedad y su carácter, bastante reacio a las demostraciones públicas, la mantuvieron recluida en una fértil, y espero que libremente asumida, soledad.
Libertad Digital (03/12/2003) La nueva vida de Rafal Sánchez Ferlosio.- A estas alturas todos conocerán el notición: Ferlosio premio Cervantes. El mundo de la especulación literaria se ha visto conmovido por lo que todos califican de sorprendente fallo del Jurado. Cegados por la filiación leonesa del poeta Antonio Gamoneda (elsupuesto candidato del presidente Rodríguez) por la insistente candidatura de Juan Marsé, apoyado en tantos y diferentes frentes, nadie ha visto venir lo inevitable: que el Ministerio de Cultura tenía su “tapado”, el candidato perfecto para un gobierno tan confuso y voluble como éste: Rafael Sánchez Ferlosio. Si conocen mínimamente la miscelánea cultural que hay en la batidora mental de quienes rigen los destinos oficiales de las letras, entenderán que no podía ser de otra manera. Como no se lo podían dar a María Zambrano, primero porque está muerta, y segundo porque ya se lo dio en su momento Semprún, en la lógica paradójica que impregna todos los razonamientos del ejecutivo, el mejor candidato era, no cabe duda, el autor del Jarama y del Alfanhuí. Sin tener nada que ver la una con el otro, ambos son los dos iconos culturales perfectos de la mentalidad gobernante: confusos, pesados, solitarios y también, a su extraña manera, solidarios.
Cuando hablo de paradoja es porque no deja de ser una y muy gorda que doña María, cristiana confesa y católica de pro, sea la musa de Carmen Calvo, tan laica ella, y tan intransigente con todo lo que huela a religión, pero debe de ser un aspecto que no le han debido de explicar bien sus asesores. No es éste, el de la religiosidad, el problema de Ferlosio, sino uno muy diferente relacionado con sus arrebatos lírico-políticos que lo acercan a una postura muy próxima del radicalismo carca, y no deja de ser curioso que así lo hayan entendido algunas personas del extranjero que sólo conocían de su vida sus obras y no sabían nada de su amistad con Felipe González y sus famosas veladas culturales en la bodeguiya (hay una foto espléndida que perpetúa esos momentos) junto a su ex cuñado Javier Pradera, y los periodistas Miguel Ángel Aguilar y Juby Bustamante.
Mis felicitaciones pues, al Ministerio de Cultura, y a su muchachada zambranoferlosiana, que han metido un gol de mucho cuidado a la cultura- oficial consensuada como de izquierdas, llevada por su entusiasmo hacia la literatura y la filosofía puras y duras. Ni Fernando Sánchez-Dragó, que tiene mucho olfato, ni ninguno de los contertulios que estuvimos en su programa “Las Noches Blancas” Telemadrid (donde nos anticipamos al Jurado de verdad celebrando un concurso paralelo que nos salió rana) se nos ocurrió tamaña eventualidad, a pesar de que el presidente de Extremadura, Rodríguez Ibarra mencionó hace unos meses la necesidad de dar el Cervantes a Ferlosio, el cual, aunque nacido en Roma, ha vivido siempre de sus rentas de terrateniente extremeño, y a mucha honra.
También imagino que El Jarama, la única obra de su pluma que se vende constantemente, habrá contribuido a su manutención, así como los ya más de cinco o seis premios que lleva ganados a lo largo de su carrera literaria. Esta última, como también todos saben, está rodeada de un aura especial, de una leyenda que quienes lo conocimos hace años, cuando era una promesa frustrada que no parecía conseguir cruzar el Jarama, le envolvía como un misterio y agrandaba su figura más allá de lo que la envergadura de su obra permitía explicar. Antes del premio Nadal había publicado un libro que todos consideran el mejor, Industria e inquietudes de Alfanhuí,obra que, por cierto, Ricardo Senabre, en el artículo que ahora le dedica en el ABC, atribuye a la influencia paterna, en particular a la grandísima novela de Rafael Sánchez-Mazas, La vida nueva de Pedrito Andía, publicadas ambas en el mismo año. Pero a pesar de no publicar –estoy hablando de los años 60 y recuerden que tuvo el Nadal en 1956– se susurraba que tenía baúles llenos de manuscritos a los que muy pocos tenían acceso.
Ferlosio era por aquel entonces un hombre que le gustaba rodearse de juventud admirativa y que sentaba anticátedra en cafés, en el Ateneo de Madrid, e incluso en la cocina de su casa, como también lo hacía, por su lado su por aquel entonces mujer, Carmen Martín Gaite. Los baúles se fueron abriendo posteriormente con el resultado de todos conocidos configurando una de las obras más densas y a mi entender soporíferas, que nos haya sido dado soportar desde, y aquí volvemos a las asociaciones de ideas ministeriales, María Zambrano. Otro año más, Luis María Ansón vuelve a la carga en su Canela Fina denunciando la politización del premio Cervantes, lo que a mi entender es un hecho indiscutible mas no por ello particularmente censurable. ¿Qué el 70% del Jurado lo nombra el gobierno? Dado que es un premio estatal parece inevitable. Desde luego la solución no es entregar el Jurado a las Academias ni a las corporaciones gremiales, sometidas a pasiones mucho más bajas y comerciales que las que puedan mover a un selecto grupo de asesores ministeriales.
Libertad Digital (23/04/2005).- Entrega del Premio Cervantes a Rafael Sánchez Ferlosio.- Otro año más me veo en la tesitura de contarles cómo se ha desarrollado la ceremonia de entrega del premio Cervantes de Literatura. He tenido además el privilegio de seguirla desde la tribuna de prensa, lo cual me ha ofrecido una perspectiva totalmente distinta del acto; no es lo mismo asistir a sus diferentes etapas como un vulgar invitado, rígidamente sentado en tu banco, con el campo visual limitado a la nuca de los de delante y guardando la compostura debida, que observar al conjunto de los asistentes desde todos los ángulos, moviéndote a voluntad por todo el perímetro superior del edificio. Este es, como saben perfectamente, el Paraninfo de la Universidad de Alcalá, donde este sábado el Rey entregaba el premio más prestigioso de las letras españolas a uno de los premiados más originales y sin embargo menos controvertidos de su historia, el escritor Rafael Sánchez Ferlosio.
En efecto, todos recordarán las polémicas que casi todos los años solían despertar los fallos del jurado, en particular en el caso de Cela, Jorge Edwards, Cabrera Infante, Umbral, Álvaro Mutis o José Jiménez Lozano, por citar a los que suscitaron más revuelos por motivos totalmente extra literarios. Curiosamente, Ferlosio, a pesar de sus numerosas peculiaridades, ha sido aceptado como si de un santo laico se tratara. Pero es que, mediáticamente hablando, las etapas socialistas producen reacciones unánimes.
Este año los actos en torno al premio han conocido algunas modificaciones. Por ejemplo, se ha sustituido la multitudinaria recepción vespertina en el Palacio Real por una comida “íntima” de cien invitados. Lo cierto es que la citada fiesta se había convertido en una edición aumentada, pero no corregida, de la ceremonia académica, con el consiguiente tedio de los asistentes que acababan de saludarse por la mañana. Si a eso añadimos la contraprogramación catalana que desde hace unos años ha instituido una recepción paralela a los escritores, el mismo día y a la misma hora, entenderán que la fiesta del Palacio Real se estaba quedando prácticamente sin clientela. Otra concesión a los nuevos amos.
La de este sábado por la mañana ha sido una ceremonia rutinaria, sin especial relieve, en la que se podían percibir algunos claros en los bancos de los invitados, tal vez debidos a la ausencia de muchos de los habituales, que sin duda estaban cumpliendo con la patria y con la fiesta del libro, en Barcelona. El caso es que el público estaba formado principalmente por muy pocos académicos, algunos funcionarios, unos pocos editores (madrileños) y unos cuantos escritores que además formaban parte del Jurado, así como por familiares y amigos del premiado. Entre estos últimos mencionaré a Javier Pradera, Natalia Rodríguez Salmones, Miguel Ángel Aguilar, Eugenio Gallego, Rogelio Rubio, Natacha Seseña y la presencia estelar de la gran Carmen Balcells, agente literaria del escritor, más impresionante que nunca, sentada en una silla de ruedas, colosal, perfecta. Ella, junto a Rafael Conte, y a falta de Juan Benet y de Agustín García Calvo, eran los elocuentes testigos de la época que le tocó protagonizar a Ferlosio.
En cuanto a los discursos poco diré excepto que el de Rafael, titulado “Carácter y destino”, fue largo y especioso, con el agravante añadido de que su voz resultaba algo apagada. Más audible fue el de la ministra Calvo, que al estar previamente escrito careció de la frescura y pintoresquismo de sus ya famosas meteduras de pata. El del Rey, breve y esperable. En la tribuna de honor estaban también el presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez, y la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre; todos departieron después con los invitados y con la prensa en los jardines donde se sirvió un estupendo cóctel. Mientras los Reyes estaban visitando en privado la exposición dedicada a la obra del premiado y la estudiantina, más recatada que en otras ocasiones, se disponía a despedir a los Reyes y a las autoridades con su original repertorio, poniendo broche final a la ceremonia, una amiga mía (reputada profesora universitaria) y yo aprovechamos para marcharnos, encontrándonos de bruces con una multitud expectante que, al vernos, no pudo ocultar su decepción, de forma que pudimos oír muy claramente cómo una señora le decía a la otra: “A estas no las podemos aplaudir porque no sabemos quienes son”. Así, y no de otro modo, son las cosas
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