De los escritores españoles del XIX-XX, doña Emilia Pardo Bazán es quizás una de sus representantes más perspicaces y mordaces que puedan darse. Nada escapa a su pluma ni a su lengua, como puede verse en sus escritos de todos los géneros, incluido el epistolar. De ahí saqué esa frase a cuya monición aludo, alterándola levemente, en el título de este texto: “De los literatos contemporáneos, los enfermos imaginarios, los pleiteantes y las confesiones amorosas, Dios nos libre.”
Sí, líbranos, Señor de todos esos muermos que nos hacen perder un tiempo precioso, que nos mantienen amordazados por una buena educación que muchas veces ni siquiera tenemos de verdad. Quién no ha recibido esas agresiones alguna vez en la vida, sino de todos los géneros ahí mencionados, al menos de alguno de ellos.
Literatos contemporáneos:
Si uno trabaja o se mueve en el negociado de la “cultura”, es difícil zafarse de ellos: se caracterizan por mandarte sus manuscritos dos días antes de las vacaciones de verano porque “así podrás leerlo tranquilamente” o enviártelo por correo electrónico con diferentes avisos si te retrasas en contestar. Todos se muestran humildes y reconocidos de antemano: “Te ruego no repares en críticas, no te cortes, de verdad, no me importara –muy al contario- que me indiques los errores que encuentres”. “Quiero saber tu opinión sobre mi futuro como escritor”, etc. etc. ¡Pero ay de ti si caes en la trampa, atiendes a lo que te piden y les das tu sincera opinión! Yo he perdido amigos por decirles que se dedicaran a otra cosa, y siempre que he “aconsejado” (no cargues las tintas en eso, caracteriza mejor a tus personajes, etc.) se me han echado encima, iracundos: ¡Es que no te has enterado de nada!
Enfermos imaginarios
Pongamos que acabas de salir del hospital, de una estancia de tres meses y medio, que has estado a punto de perder la vida y la has salvado gracias a los cuidados médicos y a pesar de la ciencia (nunca olvidaré la pormenorizada explicación de mis males dada por un jovencísimo adjunto, basándose en los últimos artículos publicados en una revista americana etc, etc.), pongamos que ya puedes empezar a disfrutar nuevamente de la libertad. En ese momento crucial ¡qué delicia oír los gorjeos de los pajaritos en pleno vuelo nupcial, porque ya es primavera! ¡Qué maravillosa te parece la otrora para ti muy prosaica plaza de Manuel Becerra! Todo se magnifica, se estrena, por así decirlo, a tus ojos, agradecidos de seguir viendo la luz del día. Y de pronto, te encuentras con aquel compañero de facultad que creías ya muerto, no sólo por edad –cercana ya de los 70- sino porque le recuerdas siempre enfermo, tanto o más que tú misma, desde luego mucho más quejoso. Sus ojos están extraviados por la angustia, un rictus de amargura inclina sus labios hacia la barbilla, no es él, sino tú (¡qué grave error!) quien le saluda. Entonces, Antonio repara en tu presencia y se esfuerza en enderezar sus labios para esbozar una sonrisa ambigua:
- Tú siempre magnífica, rebosante de salud, guapísima! ¡Qué envidia!
- ¿Pues qué te pasa?
- Lo de siempre, se me va una cosa y empieza otra, están haciéndome pruebas porque todo pinta que tengo una cirrosis.
- ¿Pero no habías dejado de beber?
- ¡Qué tendrá que ver eso! Es la maldición que me persigue desde pequeñito, el garrotillo, la meningitis aguda, el tétanos, todo lo he tenido, te lo he contado miles de veces, pero los suertudos como tú creéis que la vida es toda de color de rosa.
- Sí, claro, Antonio, cuánta razón tienes en lo que dices. Qué no sea nada, menor dicho, que consigas pronto un donante de hígado.
- ¿Tú también piensas que es eso, verdad? ¿Lo dices porque me ves muy amarillo? venga, dímelo francamente, a estas alturas no me voy a asustar.
- Un poco, la verdad, pero apúrate, no vayas a llegar tarde a la consulta
El semáforo se ha puesto ya verde y ese muermo, ese amargado cruza la calle con aire tambaleante y se adentra en el hospital tras estrechar la mano a los cuatro sindicalistas de turno que, con pitos, panderetas y altavoz, se manifiestan “a favor” de la hepatitis C y su tratamiento gratis para todos, incluidos los que no la tienen, como ellos y como él.
Pleiteantes
Al decir de quienes los padecen, los representantes de este género se caracterizan por retrotraerse a la prehistoria para fundamentar los derechos por los que pelean. Si te cojen por banda, no te ahorran detalle sobre las hectáreas de más por las que luchan, en barbecho desde que impugnaron el testamento, o los inmuebles que están desmoronándose en el municipio de que se trate. Confieso que nunca he recibido las confidencias de ninguno de ellos pero una vez me pasó algo muy divertido, cuando visitaba una ciudad gallega de relativa importancia. Me llamó la atención el estado ruinoso de algunas de sus mejores casas, el lamentable espectáculo de ciertas tierras de labrantía sin desbrozar y de un par de fábricas de conserva abandonadas y le pregunté a mi guía, que fungía de conocer la ciudad al dedillo.
- ¿Pero aquí que pasa? ¡Por el amor de Dios, ¿por qué no venden eso de una vez, o lo arreglan?
- Ah -me explicó con tono circunspecto- todo eso pertenece a una rica familia local, los Fulanitos de Tal y de Cual que durante generaciones, y hasta hace tan sólo unos diez años, ejercían aquí una suerte de cacicazgo.
- ¿Y qué les ha pasado?
- ¿Qué va a ser, alma de cántaro? ¡Heredaron!
- ¿Les conoces?
- Soy su abogado.
Las confesiones amorosas
Teníamos muchas ganas de intimar con ese gran hombre, poeta, ensayista, gran especialista en literatura del siglo XIX, contemporáneo y amigo de los más brillantes literatos de la segunda mitad del siglo XX, tanto de España, como de Francia, Italia y México. Cuando aceptó nuestra invitación a pasar unos días en el campo con nosotros esperábamos grandes revelaciones, divertidas anécdotas de ese mundo que conocíamos sólo sobre el papel. Al principio parecía que iba a satisfacer nuestra curiosidad: María Zambrano era en realidad, así o asá, Rosa Chacel, una especie de mujer fatal, la mujer de Octavio Paz, llamada Elena Garro, era tan feroce que la llamaban Elena Garra… Aquello fue derivando en chismografía más o menos erótica para pasar a contarnos, sin ahorrarnos detalle alguno, sus aventuras amorosas por el ancho mundo, con más mujeres en su haber (la mayor parte técnicamente impúberes) que el Don Giovanni de Mozart, sólo que en su caso fue en Italia donde conoció a “mille e tre”, y no en España donde al parecer, aún no se había comido una rosca, porque venía poco según nos explicó. No queríamos mirarnos entre nosotros para no traicionar nuestra decepción. La idea de pasar otra velada más con él y oírle desgranar sus logros “a pesar de mi edad y de mi pequeña estatura” nos resultaba insoportable y fingimos haber recibido una llamada para volver de inmediato a Madrid. “No importa –dijo- he echado el ojo a la hija de los amigos donde vivo, y parece que le gusto más que comer con los dedos, de ésta me estreno. Además, si llego antes de lo previsto la encontraré sola en casa porque sus padres no vuelven hasta el lunes.” Y mientras decía esa canallada se retorcía el ridículo bigote con el que ocultaba su labio leporino.
Libranos, Señor
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