Ya era tarde. Habíamos realizado todos los ritos de la Nochevieja española. Los niños estaban en la cama y los jóvenes en el bullicio exterior mientras que nosotros, más recatados, pero excitados por la copiosa cena, las uvas, el champagne y los vivas al Año Nuevo, seguimos bebiendo en torno al fuego. Hablamos de la Navidad, de sus tradiciones y sus contradicciones, sus defectos y sus virtudes, su vigencia y su significado. Mi hermano Raúl se quejó de su duración excesiva entre nosotros: esa semana más hasta Reyes, y con la que estaba cayendo, era la ruina de su empresa y dijo preferir, con mucho, la tradición nórdica y anglosajona del Papá Noel. Aquello generó una discusión bizantina sobre las diferencias entre la Cristiandad, dividida por tradiciones tan dispares hasta que Vasili, el amigo ruso de Michel, nuestro cuñado francés, dijo en un perfecto castellano:
– ¿Y no se os ha ocurrido pensar que no hay tal disparidad?
– ¡No vas a decir que son lo mismo!
– Prácticamente, añadió, y os lo voy a demostrar. A ver, ¿de dónde han salido los Reyes Magos?
Nos quedamos desconcertados. Yo me atreví a balbucir:
– Pues de Oriente.
– Me refiero a las fuentes documentales, contestó mirándome con desprecio.
Tras un breve silencio, Raúl recobró su aplomo:
– ¡De los Evangelios!
– Bien, dijo Vasili, ¿Pero todos?
– ¡Eso es de nota!, protestamos.
– Pues os diré, añadió Vasili con resabio de erudito, que a pesar de su fortuna posterior, sólo Mateo los menciona y si habéis leído con atención ese Evangelio veréis que no dice en ninguna parte si los reyes eran dos, tres o nueve. Sólo dice que hubo tres regalos –oro, incienso y mirra– pero no que cada regalo perteneciera a un solo rey.
– ¿Y qué tiene que ver eso con Papá Noël, si se puede saber?, preguntó Michel, haciéndose eco de nuestra perplejidad.
– Muy sencillo. Hay una leyenda de la Iglesia ortodoxa según la cual un príncipe ruso, urgido por la misma necesidad que los otros monarcas, decidió viajar a Belén. El joven se cubrió con un manto y un sombrero de lana, porque hacía mucho frío, llenó un trineo de juguetes para el niño Dios y, conducido por los renos, inició su largo viaje a través de la estepa, pero como era tan compasivo iba entregando los regalos a los niños necesitados que encontraba en el camino. Cuenta la leyenda que la ruta era tan larga y los niños tantos que llegó a su destino treinta y tres años después, con las manos vacías y Cristo en la cruz, donde no le pudo entregar más que su alma cansada. ¿No pensáis que este príncipe ruso es Papá Noël y que en consecuencia este último podría ser muy bien el cuarto rey mago?
Estábamos sobrecogidos. Hubo un silencio emocionado que Michel rompió con alegría:
– ¿No os parece más bonito pensar que en realidad sigue vivo, que ha renunciado a encontrar al Niño Jesús y que prefiere entregar los regalos en su nombre a todos los niños con los que se encuentra?
– ¿Y la barba blanca?, pregunté yo por decir algo.
– ¡Es que han pasado dos mil años!
(Dedico este cuento a Edzard Shaper y a Michel Tournier en cuyos libros he encontrado esta hermosa leyenda unificadora>)
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