Cuando regresaba de comer con alguna amiga, o de alguna reunión social, Amparo se sentía invadida por una gran melancolía, como si el bullicio en el que había estado horas antes acrecentara, por contraste, la soledad en la que se encontraba en aquel momento. Miraba alrededor: Los libros, los cuadros, los objetos acumulados a lo largo de aquella vida que durante tanto tiempo fue a dos se le echaban encima, más cargados de reproches que de sugerencias. Reproches por no haberlos disfrutado desde hacía tiempo, por pasar a su lado sin dirigirles una mirada, ni acariciar sus lomos, tratándolos con deliberada frialdad, cuál ella era.
Después, descolgaba el teléfono y la anónima voz que le servía de contestador se burlaba de ella con su mensaje impersonal: “El servicio contestador de Movistar le informa que no tiene mensajes». Todo lo que hacía la sociedad por arroparla era sospechoso, un arma de doble filo, una amenaza que acababa volviéndose contra ella, una trampa en la que no estaba dispuesta a caer.
Quizás la grisura que definía su vida procediera de ella misma, de la bruma que se había instalado en su alma y que nada conseguía disipar desde entonces. Cuando veía a los demás llorar, reír, pelear, conmoverse, se asombraba de que no fingieran como fingía ella aparentando estar viva. ¿Fue siempre así? Claro que no, pero aquellos recuerdos le parecían pertenecer a otra. Su corazón se le secó desde aquel día. Amparo se preguntaba cómo habría sido su vida de haber luchado por tener aquel hijo, pero nunca se atrevió a reprochárselo, ni siquiera durante esas interminables veladas de domingo en que, sentados cada uno en su sillón, leían sin dirigirse la palabra. A veces uno de ellos escuchaba música con los auriculares puestos para no molestar al otro de forma que durante horas no se oía una voz en la casa, como correspondía a aquel sepulcro.
¡Dios, cuanto le odiaba! Pero le odiaba, sin pasión, teóricamente. Al verlo, no sentía aversión ni rabia. Estaba muerta y había agotado toda su capacidad de sufrir. Estaba anestesiada. Sin embargo, ahora que él ya no estaba en casa, había llegado el momento de ejecutar su venganza. Le iba a visitar de vez en cuando y aprovechaba su inmovilidad para desgranar lentamente los nombres de todos con los que se había acostado después de aquello: Amós, Benedicto, Gonzalo, Luis, Matías, Pedro, Ramón, Raúl, Santiago, y la lista seguía así, por riguroso orden alfabético. Cuando terminaba de nombrarlos, a veces, se olvidaba de alguno y si estaba todavía cerca de la tumba, volvía casi corriendo y le decía: «¡Ah!, y también Juan... se me había olvidado».
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