La primera vez tenía tres años. Estaba en la piscina, rodeada de gente, mi familia. Me tiré de cabeza y el flotador de plástico me impidió dar la vuelta. Merendaban en el jardín, primos, hermanos, tíos, abuelas, amigos y, en mi agonía, oía el parloteo y las risas de los comensales y el tintineo de los cubiertos. Desorbitada, veía perfectamente las piernas de los demás bañistas moverse bajo el líquido. Una voz masculina gritó: ¡Esa niña se ahoga! Y se tiró vestido y contaron que el dinero flotaba tristemente en la superficie del agua.
La segunda tenía siete años. Estaba jugando en el jardín de arena de mi casa, a solas. Arriba, en la azotea, los remates de piedra se movieron y cayeron aplastando mi cuerpo en el acto, ante los ojos horrorizados de mis padres que lo veían todo desde la cristalera. Dijeron que de mi mano rodaron las canicas, empapadas en sangre, como rosas.
A los doce me violaron. Al volver del colegio me encontré a un vecino, un guapo jardinero que a veces trabajaba en casa. Yo sonreí cuando me cogió de la mano y traspasamos los linderos del bosque. Sentí emoción y miedo. Y luego pánico. Más tarde me encontraron unos cazadores, tirada boca arriba, como una muñeca descoyuntada, rota.
Por último morí definitivamente de parto. Tenía cuarenta años y era feliz, y madre de familia numerosa. Mis hijos estudiaban y crecían sanos. Mi marido me amaba tiernamente. Destacábamos ambos en nuestras respectivas profesiones de médicos. Yo era cirujana y el patólogo. Nos respetaban en la comunidad. Los domingos nos miraban con admiración en la iglesia y nuestras familias estaban muy unidas y vivíamos todos en el mismo inmueble, incluso compartíamos casa común en el campo. Cuando llegó el momento, mis colegas estaban preocupados pues la niña no se daba la vuelta y venía de frente. Pero yo insistí en que no me operaran y el corazón me falló en plena faena. Comentaron después en los corrillos del hospital que fue una pena que me muriera de manera tan tonta, siendo médico.
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