Escolástica
Benito, varón ejemplar, tenía una hermana gemela que se llamaba Escolástica y era monja desde muy niña. A Escolástica sólo se le conocía una pasión terrena: su desmesurado amor fraterno. Benito, a quien su hermana así idolatraba, era un hombre severo y estricto que nada anteponía al servicio de Dios. No obstante, una vez al año visitaba, acompañado de otros monjes de su orden, a su hermana. Y en el convento de ella departían ambos sobre cosas sagradas que tanto apasionaban a Escolástica, pobre mujer retirada del mundo y a quien le estaba vedada la teología, por su sexo. Benito condescendía a explicarle los misterios de la religión y ella escuchaba embelesada, en su doble condición de monja y hermana.
En una ocasión en que se hallaba Benito visitándola, como se hiciera tarde, le pidió su hermana que pernoctaran en el convento. Nada podía resultar más desagradable a Benito que, al igual que tantos otros devotos, creía que a Dios no se le podía andar con excusas familiares a la hora de encomendarse a él. Insistía Escolástica utilizando en su empeño todas las artes disuasorias de que era capaz pero ¡ay! en vano. Ya se disponían los monjes a partir cuando Escolástica, en un supremo gesto de desesperación, hundió el rostro en sus manos y lloró amargamente. Y al tiempo que caían las lágrimas, miraba ella fijamente a su hermano, y el cielo, de despejado tornóse nublado y una tormenta, como no se viera otra igual, asoló al mundo. Llovía tanto cuanto lloraba Escolástica y la inundación que siguió impidió la partida de Benito quien, muy irritado, reconvino a su hermana: ¡Pero cómo has podido hacerme esto! Aunque hubo de concederla que de nada hubieran valido sus femeniles artes de no haberla asistido la providencia divina. Satisfaciendo los deseos de su hermana, pasaron la noche departiendo e ilustrándose mutuamente, que también ella sabía lo suyo.
Sucedió que tres meses después, estando Benito orando en su celda, vio desde la ventana cómo ascendía al cielo el alma de Escolástica, nimbada de gloria. Lleno de alegría, mandó que recogieran el cadáver de su hermana y lo enterraran en la tumba que tenía reservada para él y en dónde, no mucho después volvieron a estar tan juntos y tan felices como en el vientre de su madre.
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