Ella tenía los ojos verdes. Aquellos ojos suyos eran verdes. Un verde viscoso que se pegaba a las cosas, que, desde la profundidad de las órbitas (tenía los ojos encajados en unas órbitas profundísimas, de una profundidad abismática), en esas órbitas -digo- profundas, estaban abiertos aquellos ojos verdes que más que posarse sobre las cosas se adherían a las cosas, se pegaban a las cosas dejando algo puesto -de su sustancia verde- sobre las cosas.
Eran ojos que se podían calificar de reptil, ojos de boa constrictora, ojos encajados en las órbitas profundísimas y violetas (a lo que llaman ojeras) como un hematoma o como una crisis cirrótica grave, ya irremediable, ya irreversible, ya definitiva. Las cosas quedaban impregnadas por esa mirada; algo de esa sustancia verde y viscosa de sus ojos verdes se quedaba adherida en las personas y en las cosas a las que ella miraba. Cualquiera que las mirara después no podía dejar de sentirlo. Se podía decir que las cosas quedaban afectadas por ese algo pegajoso y pringoso, viscoso, de esa mirada verde que algunos creían profunda.
Ella mareaba a las cosas, las dejaba agostadas, mustias. Una vez miradas por ella, las cosas perdían su frescura porque ella había pasado sus ojos por encima de las cosas. Gastaba las cosas, estropeaba las cosas, las dejaba irremisiblemente cansadas, como una lechuga pasada, como una verdura cortada y olvidada, algo húmeda, en el frigorífico, como una hoja deslucida de verdura. Pero su mirada no era acuosa. Las miradas acuosas mojan, traspasan con su humedad auténtica y real las cosas pero luego se secan, se recomponen, recuperan su ser anterior, vuelven a ser frescas, lozanas, vivas. La mirada de ella era una mirada de langosta, de epidemia grave, de catástrofe natural, de calamidad irreversible, de siniestro total, de zona catastrófica. Su ojo, ese ojo suyo verde, viscoso, impregnado y pringoso, de reptil verde, indefinido, huidizo, inasible, fatal, era un auténtico, rotundo, absoluto y definitivo mal de ojo.
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