Era primavera. Las flores crecían impetuosamente por los prados y montes del lugar retirado donde mi amigo X y yo gozábamos de la fragancia y el colorido con que nos abruma la naturaleza por esta época. Protegidos por el primer verdor de los árboles, rodeados de toda suerte de florecillas cuyos nombres son tan complicados de decir como sencillas sus formas, nos paseábamos por aquellos parajes donde la lavanda, la menta y la mejorana crecían con lujurioso alarde de vitalidad.
Mi amigo X es pintor. "Al menos eso creo", decía con cierto sarcasmo mientras miraba huraño por donde pisaba "para no aplastar nada". Llevábamos ya algún tiempo abstraídos en nuestra conversación que casualmente versaba sobre los últimos acontecimientos artísticos que florecían en la capital de España, pues, como las plantas, estábamos ahora en plena sazón. No referiré aquí los comentarios -en su mayor parte acerbos- con los que mi querido y abrumado amigo iba salpicando la conversación que hasta el momento transcurría placenteramente, pero creo interesante plasmar algunas de sus opiniones.
Contaba X que sus colegas le consideraban un gran traidor pues había abandonado la metrópoli para pintar paisajes en el campo. Pero como él decía, esa pretendida traición no era ninguna fuga. No es que huyera de los condicionamientos que rodean hoy en día-y posiblemente hayan rodeado siempre- la tarea del pintor como "ente social", que lo es, admitía X, muy serio. Era simplemente que el paisaje, esas montañas ora azuladas, ora cárdenas, le parecían llenas de sentido y cuando las miraba, se sentía inexplicablemente poseído por una sensación de impotencia, una insaciable sed de infinito, cuya inasibilidad se le antojaba un desafío, tan grande como cualquier otro que pudiera ofrecer "la metodología hermenéutica de la acción comunicativa" que, según las teorías en boga, constituye la práctica del arte.
Me llamó la atención en él esa larga perorata y caí en la cuenta de que al igual que aquel personaje de Molière que hacía prosa sin saberlo, mi amigo teorizaba también sin saberlo. Comprendí que debía de haber tenido algún contratiempo en las altas esferas del mundo artístico, ahí donde arden las calderas y se parte el bacalao. Era X parco en palabras y generoso en hechos, esto es pintaba mucho y leía poco. Intentaba, mediante la pintura, inventar un lenguaje tan elocuente como la palabra viva o escrita. A ello dedicaba la mayor parte de sus horas y rara vez se explayaba. pero ahora parecía verdaderamente dolido:
-Si pintar es dar opiniones, si pintar es teorizar, ¿no dar opiniones, no teorizar, es condenar su propia obra al silencio? ¿quiere eso decir que si no me explico nadie verá mis obras? Sólo mediante el gesto y la mirada puede trasmitirse la obra de arte. Precisamente, si a algo hay que renunciar -y se le arrebolaban las mejillas- si algo sobra ahí, son las palabras- siempre dije que X preferiría ser mudo a quedarse manco.
Por estas sentidas quejas que profería mi atribulado amigo así como por sus comentarios anteriores, entendí que las recientes declaraciones despectivas hacia el tipo de arte que él practicaba en boca de un joven artista muy en boga en aquel momento le habían afectado más de lo que le hubiera deseado admitir. Quise pincharle y actué de abogado del diablo.
- Tienes que entender, amigo X, que el arte, la pintura, no escapan a las leyes de la Historia, en las que tanta importancia tiene la transmisión y la memoria, y que lo que en un momento dado acontece, tiene detrás unos precedentes que si no lo respalda, al menos lo explica. Y esos muchachos a los que pareces no apreciar demasiado, son tan herederos del pasado cultural como puedas serlo tú. Quiero decir, que ellos también son historia. Y del Arte.
Me miró en silencio durante algún tiempo y, removiendo con el pie un agujero que habían cavado los topos en el jardín, a dónde sin darnos cuenta habíamos llegado, musitó (sin haber leido a Shakespeare, pues su talento es natural) "palabras, palabras palabras". Entrado que hubimos en la casa y mientras yo encendía el fuego -siempre hace frío en esas tierras altas- se paseaba él de un lado a otro del salón y, siguiendo el hilo de su arrebatado discurso, dijo:
- Tú me conoces, sabes que yo sólo sé pintar, no sé hacer otra cosa. Concibo la pintura como un microcosmos en el que sucede de todo y el cuadro como un lugar por el que, tanto quien lo pinta como quien lo contempla, debe pasearse. Entiéndeme, nada más alejado de mi intención que hacer fotografía con los pinceles, pues aunque podría ser divertido, a la larga empobrece. No, yo pretendo -y le costaba trabajo explicarse- pretendo convertir la pintura en invención, que el árbol que pinto sea otro árbol -juro que mi amigo no lo había leido en ninguna parte- Me siento, al practicar este don, como un sacerdote que utilizara claves de una sabiduría secreta e inconclusa, cuyo significado, ni él mismo conoce. Me empuja a ello un malestar inexplicable, antiguo, soterrado, que sólo el hecho, el "acto" de pintar, es capaz de atenuar. Y si ese consuelo que a mí me produce ese hecho, que por lo demás sólo concibo como solitario y alejado de cualquier cenáculo, sirve para consolar a otros, pienso que mi misión "social" está sobradamente cumplida. Y tanto me da que esos muchachos partan de cero, como se decía antes admirativamente -y se hacía cruces de que alguien se jactara de partir de cero- como que salgás ahora unos cuantos listillos a demostrar que ellos son los únicos herederos directos de Velázquez y Tiziano. Sólo un cosa me preocupa y es que, efectivamente, o lo son ellos o lo soy yo. Pero lo que está claro es que no hemos tenido los mismos abuelos.
Tras esta larga perorata calló y miró fijamente, como alucinado, a través de los oscurecidos ventanales, pues anochecía y empezaba el antiquísimo y siempre renovado incendio ritual: las azuladas montañas tornábanse cárdenas, las nubes rosas y el verde de los árboles dorado. Cantaba el cuco. Emocionado, comprendí que mi amigo tenía razón, que esa belleza era dolorosa y que para expresarla no bastaban sólo las palabras. Iba a decírselo cuando le vi volver la espalda a todo y, lenta, calladamente ponerse a pintar.
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