Hace ya mucho tiempo que decidí no volver a utilizar el coche en la ciudad, y es algo de lo que no me arrepiento. Esos trayectos a pie o en autobús (jamás en metro pues padezco claustrofobia), a menudo ingratos, no sólo reportan indudables beneficios a mi quebrantada salud, sino que son un privilegiado observatorio sociológico y una fuente inagotable de satisfacciones lingüísticas. Muchos creerán que voy a referirme al teléfono móvil, pero se equivocan.
No son las prolijas y aburridas conversaciones telefónicas, demasiado repetitivas, demasiado obvias, las que despiertan mi curiosidad, sino esas pocas palabras susurradas a media voz, esas briznas de conversación, captadas involuntariamente en una esquina, frente a un semáforo en rojo o al cruzar una calle, que, precisamente por fragmentarias, te abren abismos de pasiones y te introducen de repente en un drama personal o familiar donde todo es dolorosa o gozosamente posible.
Como el comentario de aquella joven, en la parada del autobús, que gritaba a los que parecían sus padres: “¡la única que puede meterse con Javi soy yo!”, con un odio que me encogió el corazón. O ese “ha deshonrado el uniforme”, dicho por una voz de mujer, y que podía tanto referirse a un personaje público como a un vergonzoso secreto de familia.
En una ocasión oí comentar detrás de mí, con entera naturalidad, incluso con un énfasis que traducía verdadero afecto: “es la primera vez que se casa”, y entendí lo acostumbrada que está ya la gente a separaciones y divorcios. En cuanto a las delicadas y complejas situaciones familiares en que pueden desembocar éstos las vi muy bien reflejadas en aquel inquietante “se casó con el abuelo de sus hijos” que llegó muy nítidamente a mis oídos hace unos días, destacándose del bullicio y que me dejó helada, hasta que, poniendo en marcha todas las combinaciones legales posibles entendí que una mujer, viuda o divorciada, se había casado con su suegro produciéndose así aquella curiosa y sin duda delicada situación.
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