Como me queda poco tiempo de vida he decidido matarlos a todos. Me exaspera la idea de que una vez que yo me haya marchado ellos sigan viviendo y durmiendo en paz. Por eso quiero acabar con ellos. Nada me lo impide. Ni el temor a las leyes que tantas acciones criminales detienen, bien coartándolas, bien castigándolas, ni por supuesto mi propia conciencia. Muy al contrario, precisamente es ésta quien me impele a ello. ¿Acaso aquellos a quienes voy a matar son seres útiles, buenos, o hacen feliz a alguien con su existencia? Me río ante la posibilidad de que se pueda responder afirmativamente a esta pregunta, meramente retórica. A no ser que tuvieran alguna virtud oculta que realizaran a solas, en el más completo de los anonimatos, sumergidos en un mundo secreto del que nadie sabe nada, ni sospecha nada, practicando el bien como si fuera una perversión, algo infinitamente innoble, que quisieran mantener, como digo, totalmente oculto a los demás, como si se avergonzaran de ello...
Pero no, mis futuras víctimas practican el mal de la manera más convencional. Ni siquiera se jactan de ello -lo que pudiera ocultar una bondad vergonzante- sino que por el contrario, alardean de una comprensión y una generosidad infinitas. Nada en su comportamiento ni en su rostro, indica que repriman ternuras no deseadas por considerarlas tópicas, inadecuadas para sus funciones profesionales o su imagen pública. Ni siquiera son como el viejo y repugnante nazi del cuento, personas malvadas que sin embargo darían gustosamente la vida para salvar a su perro, sino personas malignas que aceleran el proceso de descomposición moral de su prójimo y le mantienen en una perpetua dependencia sutil, inexplicable, que les lleva a la total disolución de su persona moral, incluso de su persona social, quizás al suicidio.
Lo que hace más importante mi decisión es que no obedece a ninguna razón personal ya que a mí esta clase de gente nunca me ha hecho nada. Ni siquiera han reparado en mi insignificante existencia. Pero les he visto actuar con una impudicia terrible, precedidos de su pavorosa máscara de personas corrientes, incluso de personas eficaces, inteligentes, activas. Les he visto hundir reputaciones con una sola mirada, vetar para siempre a personas inocentes, solapar presencias superiores, anular voluntades, quebrantar alientos. He oído quejas tan sutiles de ellos que no tienen curso en las instancias superiores porque ellos nunca mandan del todo, no son los que deciden, sino que permanecen encallados en un término medio, lo suficientemente alto como para hundir a muchos pero lo suficientemente bajo como para escurrir el bulto. Atentos a mantener a toda costa bien alta su mediocridad, todo su ser tiende al allanamiento. Porque -y eso es lo más reprobable- su inquina va contra todo lo que es bello, contra todo lo que sobresale, lo que suscita elogios, admiración, sentimientos nobles.
Por eso, porque su enfermedad es de orden moral, sus víctimas se extienden por toda la escala social. No hay límite para su labor de desaliento, no hay tampoco razón. Tanto les da un joven con talento que un encumbrado ministro. Como el vampiro, empiezan adulando a su víctima, animándola incluso a las más altas empresas, luego le sorben su producto, exactamente por succión, porque son infinitamente miméticos. Se apoderan de todo lo oído con una facilidad pasmosa, lo incorporan a su propio acervo como si hubieran ellos mismos labrado ese terreno, excavado esa tierra, sembrado esa semilla. Y medran como la lapa o la rémora pero a diferencia de estas dos criaturas causan la pérdida total de sus huéspedes porque no sólo pretenden que les transporten de gorra por la vida, sino que quieren suplantar al genio, parecer el genio, ser el genio.
Porque son seres odiosos y porque voy a morir pronto y no tengo ya nada que temer, he decidido empezar a eliminarlos. No es difícil localizarlos. A pesar de ser unos tartufos sus ojos les traicionan y el rictus amargo de quien tiene sed y no la sacia, tuerce su boca en un adusto gesto caínita que les imposibilita la sonrisa cordial y les delata. Pero no tengo prisa. Empezaré poco a poco, con paciencia. Me apostaré en los cafés y les escucharé en sus tertulias. Iré a sus escondrijos más recónditos, las tiendas donde compran, sus propios lugares de trabajo; atenderé las conversaciones de sus víctimas, espiaré hasta sus más insignificantes infamias. Hay tantos que no me será difícil encontrarles. Y una vez localizados, les seguiré hasta su total aniquilación.
No sé a cuántos conseguiré eliminar. Tampoco sé la manera en que voy a proceder para conseguirlo. Pero no me cabe duda de que mi causa es justa, y de que, llegado el momento el pulso no me temblará. Además, no me costará nada infiltrarme en los lugares más insólitos, y asestarles el golpe fatal. ¿Quién iba a sospechar de mí, si sólo soy una pobre vieja que saca a pasear su cadáver?
Te quedó muy Poe. Muy bueno.
Publicado por: Elvira Huelbes | 06/09/2016 en 17:21