Ninguna institución, ningún gobierno, tiene el monopolio del grito.
Edmond Jabès
En el vestíbulo del Hospital Ramón y Cajal, que en sus inicios se llamó «el Piramidón», está inscrita esta frase redentora: «El hombre puede ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro». Este apodo, al parecer, hace referencia a un potente analgésico así llamado y hoy prohibido, porque en su día se consideró que la construcción de ese hospital iba a quitar muchos dolores de cabeza a los médicos madrileños. El Piramidón es el hospital al que yo iba antes de mi conversión al sanjudismo. Ahí me controlaban el SINTROM y me seguía una eminente cardióloga que vigilaba mi arritmia con eficacia; ahí frecuentaba cada vez más el servicio de Urgencias para superar crisis que yo siempre creía mortales; ahí me hicieron el cateterismo, intervención mil veces más cruel que la propia operación y ahí me topé con esa frase, tan revolucionaria en todos los sentidos, que empezaría a obsesionarme. En efecto, si yo me proponía ser el escultor de mi propio cerebro no era porque el que tenía antes fuera deficiente, sino porque me había propuesto cambiar mi chip mental, reemplazar mis neuronas con un doble propósito: fortalecer mi egoísmo y buscar un buen cirujano.
El Piramidón no es un hospital cualquiera; de hecho fue uno de los primeros macro hospitales que se construyeron en el tardo franquismo. Marcó la estética catedralicia de los que vendrían después, como aquel en donde operaba San Judas y donde se puede decir que vivo desde entonces. Una vez leí un libro de un poeta judío, Edmond Jabès, y me quedé con una frase que recordaré siempre: «Ninguna institución, ningún gobierno, tiene el monopolio del grito». Y pensé que era muy bonito, muy esperanzador y reivindicativo lo que decía, pero falso. Hay dos instituciones que lo tienen, aunque pretendan sofocarlo: las cárceles y los hospitales. No me refiero, en el primer caso, a los gritos de los torturados, al menos no en nuestra época ni en nuestro país, sino al grito del alma arrepentida por el daño infligido, de la mente martirizada por el recuerdo, del cuerpo privado de libertad. Por su parte los hospitales son verdaderas catedrales del dolor; monstruos insomnes que no conocen el descanso. El rugido de sus entrañas llega a las alturas, donde expiran en los terminales; extraña tonalidad entre el gorjeo y la regurgitación. De arriba abajo, un viento helado recorre el edificio por mucha calefacción o aire acondicionado que les echen. Desde las terrazas, donde aterrizan los helicópteros que traen heridos u órganos para los transplantes, hasta el último rincón del último piso del aparcamiento subterráneo, pasando por el mortuorio y los frigoríficos en donde se conservan los cadáveres de quienes han donado su cuerpo a la ciencia, como el padre de mi cuñado, un eximio latinista cuya decisión desagradó profundamente a su familia.
Los hospitales, como las catedrales, son lugares construidos para albergar multitudes. Una muchedumbre que, en ambos lugares, busca la salvación. «Señor, no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme», dice la liturgia de la Eucaristía y es lo mismo que piensa el enfermo, especialmente en lo que se refiere a la segunda parte de la proposición, al menos en el sentido más actual de la palabra. Salus, en latín, también significa salud, pero sobre todo, salvación. ¿Y a quién va dirigida esa imprecación? Pues al médico, claro, el cual, por mucho que pueda ofender a algunos, hace las funciones de Dios. Lo peor no es que se lo crean los enfermos sino que lo piense el propio médico. Siguiendo con mi comparación entre el hospital y la catedral diríamos que la nave central es el vestíbulo, siempre gigantesco, siempre abierto, las capillas serían los consultorios y los laboratorios, y el quirófano el sancta sanctorum. La cafetería equivaldría al confesionario y la sacristía. Como las catedrales, tampoco los hospitales están acabados del todo pues ambas construcciones tienen que adaptarse a los tiempos; están supeditadas a ellos y cada generación añade, en las unas, una capillita y, en los otros, una sala para albergar un nuevo invento. En su interior hay una mezcolanza de gentes de toda clase y condición: médicos, enfermeras, celadores, enfermos de paso, familiares que esperan nuevas de la madre enferma o de los heridos en un accidente.
Pero los más característicos son los gitanos. Los celadores los temen, las enfermeras los huyen y los médicos no les hacen ni caso. Entre ellos (hasta hace poco la única etnia diferente a la nuestra que conocíamos en este país) existe una obligación ineludible de acudir al hospital cuando uno de los suyos está ingresado. ¡Ay del gitano que no acuda a la llamada! Como no les permiten pasar a las habitaciones, se apiñan en los vestíbulos o en la cafetería. No les importa. Ellos no han ido a visitar al enfermo sino a ser vistos por el patriarca, que no olvida pasar lista. Un día se llevaba la policía a un gitano y los hijos se lamentaban detrás: «¡Paapa! ¡Paapa! ¿Es que no sabes que ya no se puede pegar a las mujeres?». Por esos espacios gigantescos no sólo deambulan los gitanos, sino todo tipo de familiares que huyen de las abarrotadas habitaciones o de la larga espera ante el quirófano, hay incluso busconas especializadas en ancianos a punto de pasar al otro barrio y, desde hace unos años, abogados en busca de una querella criminal por lesiones que llevarse a la boca, al acecho de cualquier collarín o escayola como los «paparazis» de las clínicas y sanatorios privados a la caza de un famoso con apendicitis. Con esa abigarrada multitud se forman los principales parroquianos de las cafeterías de todos los hospitales del mundo.
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