Doña Emilia Pardo Bazán admiraba sin reservas a don Antonio Maura. Le admira por su sensatez y su brillante oratoria, le considera además “sumamente gracioso y epigramático, de donaires proverbiales”. Le sabe defensor de los derechos de las mujeres y en su crónica del 22 de febrero de 1904 se refiere a él en términos muy encomiables:
“Es tan agradable poder felicitar a los gobernantes por algo, que no puedo desperdiciar la infrecuente ocasión. La idea de conceder a la mujer algunas modestas plazas en el Banco de España me dicen que ha nacido del Sr. Maura. Cuando vea el eminente orador el apremio de solicitudes y recomendaciones que con tal motivo se ha producido; cuando considere la avidez con que se han arrojado a ese pedazo de pan, acaso se despierte en su mente otra idea feliz y busque nuevas formas de abrir a la mujer otros caminos de vida honrada e independiente. El Estado protege al varón, a su trabajo, no pocas veces a su holgazanería (véanse las oficinas a todas horas). Si se permitiese a la mujer hacer oposiciones a las mismas plazas que el hombre desempeña; si en esta materia la concurrencia se autorizase, la mujer ganaría, y el servicio público también.”
Elogia también la ley de descanso dominical que él impuso y se muestra en todo momento defensora de don Antonio, incluso en los momentos difíciles de la Semana Trágica. Ella hace una crónica estremecedora de los mismos pero, contrariamente a don Benito Pérez Galdós, no ve responsabilidad en el gobierno, sino en las multitudes encrespadas.
La admiración es recíproca. De hecho, él es uno de sus valedores en el contencioso con la Academia, a la que ella es “eterna candidata”. Lo fue primero en 1889, con la feroz oposición de sus “amigos” Menéndez Pelayo y Juan Valera de la que hablaré más adelante. En aquella ocasión sólo la defendió Emilio Castelar, pero en 1912 el apoyo es más amplio y figura, en primer lugar, el de Antonio Maura. De hecho, era intención de éste, cuando fue presidente de la Real Academia de la Lengua darle a ella la primera vacante pero doña Emilia murió antes de que se produjera dicha circunstancia.
Aunque doña Emilia no entró en la Academia lo que sí hizo fue demostrar una vez más que, ni tenía pelos en la lengua, ni sus oponentes podían hacerla callar. En carta imaginaria, dirigida a su ya fallecida predecesora en el intento, Gertrudis Gómez de Avellaneda, dice doña Emilia con justificado orgullo:
“Seré siempre candidato archiplatónico, lo cual equivale a candidato eterno; y mi candidatura representará para los derechos femeninos lo que el pleito que los duques de Medinaceli ponían a la Corona cuando vacaba el trono. Me objetarás que esto es hacer lo que el beodo del cuento: sentarse aguardando a que pase su casa para meterse en ella. Aguardaré; pero no aguardaré sentada, Gertrudis: ocuparé las manos y el tiempo en escribir quince o veinte tomos de historia de las letras castellanas...”.
Aunque Valera admiraba a Pardo Bazán, no la perdonaba en el fondo tener tanto talento y reaccionó de manera mezquina a su merecida pretensión, escribiendo un venenoso opúsculo titulado “Las mujeres y las Academias. Cuestión social por Eugenio Filogyno (SEUD). Su gran amigo y corresponsal, Marcelino Menéndez Pelayo, saludó la aparición de este panfleto con gran alegría:
“Al fin llegó ayer ese precioso opúsculo, tan racional y sensato en su fondo, como lleno de discreción, chiste y agudeza. Si a Dª Emilia, después de leerle, la quedan ganas de renovar su estrafalaria pretensión, demostrará que no tiene sentido común, además de ser una cursilona empecatada”.
Que mereció la siguiente respuesta de Valera, fechada el 28 de julio de 1891:
“Mucho me alegro de que recibiese usted y leyese con gusto mi folleto “Las mujeres y las Academias”. Aunque ahonde yo mucho en lo íntimo de mi conciencia, aseguro a usted que no veo que, al escribirle, me moviese el más imperceptible prurito de contrariar a Dª Emilia, sino la firme convicción de la disparatada cursilonería de que trajésemos a Dª Emilia a pedantear entre nosotros sentada, v.gr., entre Commelerán y Fabié. Y no sería esto lo peor, sino la turba de candidatos que nos saldrían luego. Tendríamos a Carolina Coronado, a la Baronesa de Wilson, a Dª Pilar Sinués y a Dª Robustiana Armiño. Por poco que abriésemos la mano, la Academia se convertiría en Aquelarre”.
El propio Valera, que tan duramente se opuso a que entrara en la Academia una mujer de talento, reconoció a don Marcelino que había más vacantes que candidatos útiles, pero prefirieron que se sentaran en los sillones personas de última fila, como el cardenal Zeferino González o Severo Catalina, de quienes no ha quedado absolutamente nada; miento, de Catalina un libro titulado precisamente La mujer, bastante más “decimoñoño” que cualquier “disparatada cursilonería” femenina.
Comentarios