En la tarde te examinarán del amor
San Juan de la Cruz
Los primeros establecimientos que surgen en el entorno de un hospital tienen que ver con los servicios, en particular con los sanitarios (farmacias, ortopedias y cosas así) y con el ramo de la restauración. Aunque casi todos los hospitales como mínimo tienen dos cafeterías –una para el personal sanitario y otra para los enfermos y familiares- no muy lejos suele haber varios establecimientos dedicados a la hostelería (bares, cafeterías, restaurantes e incluso clubs de alterne) a los que se escapan en cuanto pueden, más los médicos que los enfermos. No intenten buscar en ellos menús hipocalóricos, ni productos dietéticos, el colesterol y la sal corren parejos al alcohol, sin la menor consideración por las arterias. Desde luego no han sido asesorados por el doctor Valentín Fuster, cuyos prudentes consejos a los restauradores está, según me dicen, en el origen de una cocina llamada «cardiosaludable» pero que yo prefiero calificar de «cardiodiseño», en la que prevalecen las verduras y donde las raciones, y sobre todo los postres, han sido reducidos a la mínima expresión. Ahora el Ministerio de Sanidad la ha tomado con las hamburgueserías, a las que atribuye los males de la patria. Me parece de un cinismo escalofriante. ¡Claro! ¡Como en España nadie come grasa! Se conoce que los churros, la panceta, la morcilla, la chistorra y el picadillo son de otro material, cerdosidades –que diría Galdós- que ni engordan ni afectan a las coronarias… Quien quiera engañarse, ya sabe. Conocí a un chico judío que decidió que el jamón ibérico –solo el de pata negra, claro- era kosher, así que cualquier cosa es posible.
De mi casa al ambulatorio, y de éste al hospital –en un radio de 700 metros- he llegado a contar hasta diez establecimientos entre tascas, cafetos y restaurantes. La cafetería Rebeca es la más antigua de todas y también la más próxima al hospital. Se puede decir que sales y te das de bruces con ella. Me la descubrió San Judas, que va mucho para evadirse cuando la del hospital le resulta agobiante. Ir a la cafetería de los médicos y demás personal sanitario es como seguir en el quirófano o en la consulta, y en la de enfermos y familiares todo el mundo le suele preguntar algo. Es una cruz que tienen los médicos. Me dijo que una vez, durante un crucero por el Danubio se hizo pasar por industrial del reciclado de vidrio para pasar desapercibido. De haber confesado su profesión no le hubieran dejado en paz, como le pasó a otros dos compañeros de viaje, y eso que uno era veterinario y otro protésico dental. A mí eso no me ocurriría jamás, no sólo por no ser médico sino porque no suelo viajar. He ido a Francia, Inglaterra, Italia, Suiza, Bélgica, Portugal, Alemania, Grecia, Rumanía, Polonia, Suecia, incluso a Israel y siempre por razones de estudio en mi juventud, y por razones profesionales en mi vida de adulto. El padre de Paolo decía que viajar es de pobres y no le faltaba razón si atendemos al hecho de que la mayor parte de los turistas tienen que pagar su viaje a plazos, luego muy ricos no son. El único viaje “de placer” que me he permitido jamás fue el de novios a Grecia y tengo que reconocer que me quedé fascinado por las ruinas. Me conmovió la manera en que los griegos convivían con ellas, como la cosa más natural del mundo. La integración del pasado en el presente es fundamental y esa manía museística de proteger las obras de arte del contacto con el público me enfurece. Por ejemplo, en el Partenón, la ausencia de sus frisos, consignada con un recordatorio escrito de que están en el Museo Británico de Londres, me produjo la misma impresión que ver un cuerpo humano sin pies ni manos. Cierto es que los compraron para protegerlos de los turcos, pero ahora en Grecia afortunadamente no hay turcos y el lugar idóneo de los frisos es ése. Creo que la restitución de ciertas obras de arte a sus lugares de origen, justo para el que fueron pintadas o esculpidas, es una causa por la que vale la pena luchar. Me indigna que los objetos de arte robados o comprados, o expoliados, o incluso rescatados por correr peligro, no se devuelvan a sus lugares de origen cuando las circunstancias ya no son las mismas. Pero no soy yo quien se puede ocupar de eso…
Ahora voy a intentar hacer un ejercicio descriptivo de mi realidad inmediata: La cafetería Rebeca es uno de esos establecimientos «modernos» de los años setenta, con las mesas dispuestas como un vagón restaurante, separadas de la barra por una mampara con motivos chinescos plateados: grullas, lagos y luna llena, sobre un fondo lacado de negro y muchas doraduras. El resto de la decoración es también muy anticuado. Las paredes están forradas con un papel acharolado, donde se ven flores de lis doradas sobre un fondo verde oliva. Las lámparas de la sala simulan candiles y las de la barra son de neón. El mostrador es de mármol con remates de madera, como también lo son las banquetas, altas, incómodas pero desplazables. A pesar del aspecto de «pub» inglés, tan de moda en la época, por dentro funciona como una cafetería americana de las de siempre. Se sirven desayunos hasta muy entrada la mañana, en atención a los que tienen que quedarse en ayunas por los análisis y su teoría es limitada, pero suficiente: tostadas con mantequilla y mermelada, barritas con aceite de oliva y tomate, churros y porras y, por supuesto, bollería. A Tomás, el dueño y a la larga mi segundo mejor amigo después de San Judas, le molesta tanto decir croisán que ha inventado un neologismo: lunitas, y el desayuno de la casa consiste en café, té o chocolate «con lunitas». San Judas y yo preferimos los churros y le agradezco mucho que no me lo prohíba, total no son más que dos o tres piezas las que pido y no siempre, pues suelo conformarme con un café y un zumo de naranja. A mediodía sirven platos combinados de los que hay cuatro variedades fotografiadas en las paredes. Más tarde supe que la modelo que aparece en todas las fotos fue su única novia formal y por eso nunca pensó en sustituirlas a pesar de que han quedado muy anticuadas, sobre todo porque la chica, que se llamaba Amparo (no sé por qué recuerdo este detalle), lleva el pelo cardado en forma de colmena, como Audrey Hepburn, a la que por cierto se parece bastante o al menos la imita con éxito, con ese pañuelo que llevaban todas en la cabeza y que ahora estaría muy mal visto. Tal vez para no tener que quitar las fotografías, el menú es invariable:
Plato nº 1. Cinta de lomo con pimientos verdes, patatas y huevos fritos
Plato nº 2. Merluza rebozada, ensaladilla rusa, y croquetas
Plato nº 3. Albóndigas con tomate, guisantes y patatas fritas.
Plato nº 4. Escalope milanesa con judías verdes, tomate y calamares.
También hay tortilla de patatas, pepitos de ternera, montados bocadillos y raciones de calamares, jamón, chorizo, lomo, queso y salchichón, morcilla de Burgos, anchoas, atún y perritos calientes. Pero los sándwiches mixtos son su especialidad y los mejores que he tomado en mi vida, incluyendo los de las primitivas cafeterías «California». No sé cómo se las arregla Tomás para conseguir esa perfecta aleación entre jamón y queso, que se mezclan sin separarse el uno del otro, como suele pasar en casi todas partes. Los postres se componen de flan, natillas y arroz con leche de la casa, así como yogur y helados industriales, incluida la tarta al whisky. No sirven fruta pero hay un gran exprimidor para zumos. La cerveza es de barril y a pesar de que la clientela se compone principalmente de enfermos, sirven todo tipo de bebidas alcohólicas además de refrescos. Por la tarde hay meriendas con tartas, bollos, churros y porras y hasta tortitas con nata. ¡Pasa tanta gente por ahí!
San Judas, 27 (La catedral del dolor), Capítulo V, pp. 123-127, Ediciones Cinca, Coleccion Empero, Madrid, 2016
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