Allá por los años sesenta, uno de los mayores elogios que se podía hacer a alguien en los medios que yo frecuentaba era el de “no parecer nada español”; algunos novelistas españoles ambientaban sus creaciones en Oxford, Londres o París y las aficiones más castizas se refugiaban, como vicios nefandos, en lo más recóndito de la domesticidad. Referirse a la cultura española era considerado un oxímoron o contradictio in terminis por lo más granado de la intelectualidad del momento, cuyos exponentes (escritores y editores principalmente) se jactaban neciamente de no haber leído jamás a Galdós. Y si se traducía tanto, no era debido sólo a la curiosidad intelectual por otras culturas sino por desprecio y desconocimiento de la propia. Algunas personas, que no sabían un solo idioma extranjero, preferían leer a Duras, Sarraute, Robbe-Grillet y otros petardos mal traducidos que a cualquiera de los centenares de excelentes escritores españoles de todas las épocas que poblaban las bibliotecas. Haber leído a estos últimos era considerado de subnormales ignorantes, cuando no de fachas. Y no sigo porque no terminaría nunca de contar necedades sin fin relacionadas también con el cine y el arte, por ejemplo.
Muchos han atribuido dicha fobia a un antifranquismo, por así decirlo, interior que acusaba al general invicto y a sus huestes de haberse apropiado de la españolidad, arrebatándosela a los vencidos. Digo interior porque, al mismo tiempo, los españoles exiliados–muchos de ellos escritores afamados- cultivaban esa misma españolidad con el celo de quienes se creen guardianes de las esencias patrias y difundían la cultura española dondequiera que fueran. Me refiero a los auténticos exiliados y no a esos que después se fueron, por ejemplo, a Francia para “respirar libremente”, desembarcaron en los medios y las editoriales e impidieron de paso que se tradujeran al francés a muchos escritores españoles por el único delito de haberse quedado en España, lo que les convertía en "silenciosos cómplices del verdugo". Este antifranquismo extemporáneo no hizo más que alimentar una ignorancia que a su vez ha provocado vergüenza y desprecio por lo propio, sentimiento que aún no se ha erradicado del todo. Una lástima.
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