Marzo 2002
Acabo de pasar unos días en Bruselas y París (cierto amigo malévolo que vive en la primera dice que su principal encanto reside en estar a hora y media de la segunda) y en ambas ciudades he podido observar que los ánimos están muy crispados. En Bruselas porque la comunidad francófona está que trina con la paulatina imposición de los flamencos en material cultural. Los belgas son unas de las primeras víctimas del régimen de las autonomías, donde más que el criterio de igualdad, lo que prevalece es «la razón del más fuerte». Y los más fuertes, es decir, los más ricos, son ahora los flamencos, que se están vengando cruelmente del antiguo predominio valón. La última que les han hecho a los francoparlantes es privarles de las emisiones de France-Culture, que han sustituido por un programa de rock duro. Como el 20 de marzo se celebraba el aniversario de la firma en 1970 en Niamey (Nigeria) del invento de la francofonía (una alianza que reúne a los francófonos de los cinco continentes), el Parlamento de la Comunidad francófona protestó ante el de la Comunidad flamenca y ahora las espadas están en alto. Y así las dejé cuando tomé el tren de alta velocidad para acercarme al Salon du Livre que se celebraba en París por esos días.
Es cierto que las campañas electorales no son buenos momentos para tomar el pulso a nadie, pero los franceses parecían estar al borde del ataque de nervios y no en vano ha pasado lo que ha pasado en Nanterre durante el pleno del Ayuntamiento, cuando un individuo ha matado a varios concejales. En París, entre lo restrictivo que es el alcalde en materia automovilística (con bochorno me entero de que le llaman «Notre Dame de Paris» sólo por haber salido del armario), la invasión permanente de turistas, las manifestaciones de diferente signo que se hacen oír con la contundencia que caracteriza a ese pueblo, por definición reivindicativo, y el buen tiempo, la ciudad parecía en estado de sitio. Ya en el Salon du Livre, cuya estrella invitada era Italia, tuve una excelente muestra de la conocida beligerancia de nuestros vecinos: Había mucho viejo militante de izquierdas, huérfano de causa que defender, boicoteando los actos oficiales en los que intervenían los «esbirros de Berlusconi». Como lo del Salon me recordaba demasiado a nuestro LIBER, tras saludar a los amigos (muy cómodo porque estaba medio mundo), me pareció más útil darme un garbeo por las librerías, para enterarme de las novedades y por los bouquinistes de los muelles del Sena, para comprarme viejosidades. Mi cosecha se redujo a una fotografía impresionante de Colette, anciana, con un aspecto de «vieja dama indigna» realmente envidiable, y una edición popular, similar a nuestro «cuento semanal» de Chéri, una de sus peores novelas, por cierto.
También encontré algún que otro tomo de ocasión de La Pléiade, esa colección cuyo parangón nunca tendremos en España. Pero lo realmente novedoso, ha sido un libro interesantísimo que salió hace pocos meses en Gallimard y que no tiene posible traducción a nuestro idioma, sino sólo versión: Le Notre Père («El Padrenuestro») de Marc Philonenko, decano honorario de la facultad de teología de Estrasburgo, quien intenta recuperar la hechura primitiva de esta oración, gracias a los descubrimientos (hace ya medio siglo) de los manuscritos del Mar muerto y a los «escritos intertestamentarios», de cuya edición en francés (precisamente en La Pléiade) es responsable-
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