Artículo publicado en La Gaceta de los Negocios, el 12 de marzo de 1998
Todavía no se han apagado los ecos de la polémica suscitada por la proyección cuasi clandestina de la serie sobre Blasco Ibáñez, dirigida por Luis García Berlanga. Todos están a la greña por culpa de esta película, malhadada en todos los sentidos, que no ha gustado prácticamente a nadie. A los valencianos -y no sólo a la familia del escritor- por el feo lugar en el que queda la huerta y sus más eximios representantes, a muchos otros, entre los que me cuento, por la distorsión de la realidad y la falta de honestidad documental y, por último, a los actores por los cortes en los títulos de crédito que merman su profesionalidad y porque la película se emitió de sopetón y a deshora.
Yo creo que el mensaje está claro: lo hicieron a propósito, conscientes de que aquello era un bodrio, lo cual no es excusa para incumplir los compromisos contractuales y me alegraré mucho cuando los actores vean restablecidos sus derechos. Pero lo que a mí me fascina de toda esta historia es el aplomo de Berlanga, inasequible al desaliento y blindado contra cualquier crítica a la que convierte, de inmediato, en un atentado a sus derechos de creador que puede tomar de la realidad lo que le parece y modificar lo que sea menester.
Durante la cascada de declaraciones que ha seguido a ese espinoso asunto el cineasta no ha dejado de insistir en ese punto, olvidándose de que aquí él no es un creador, sino un biógrafo, que los personajes no le pertenecen a él sino a la historia y que su única misión es la de escribir (bien) el guión sin faltar a la primera. Aunque bien mirado, no le falta razón del todo: él puede destacar de los personajes reales lo que quiera, es su privilegio de recreador.
Lo malo es que, amparándose en su indiscutible prestigio, ejerce tan inalienable derecho abrumándonos con sus soporíferos fantasmas eróticos que revelan la apabullante verdad, que de la vida entre el múltiple conjunto de los seres, que decía Rosalía de Castro, Berlanga no busca precisamente la imagen de la eterna belleza. Por eso convierte a Sorolla en un tripero insensible al arte, a Galdós, que además de ser un gigante de la literatura era alto, en un obseso sexual bajito, a la Pardo Bazán, escritora y pensadora de fuste, en una verdadera ninfómana, a la amante de Blasco, la señora de Ortúzar -toda una dama- en un putón verbenero y al propio Blasco Ibáñez en un salido y un putero internacional.
Una lástima que se desperdicie así el genialoide espíritu aventurero y polifacético de Blasco Ibañez contenido, mejor que en las tres horas de la película de Berlanga, en la sugerencia que el novelista hizo en una ocasión a Unamuno: "Invente usted una religión, don Miguel, la llevamos a Estados Unidos y nos hacemos ricos."
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