Una de las cosas de las que más contenta estoy de mi labor como editora fue cuando en 1990 tuve que encargarme de la publicación de las memorias. de Concha Méndez, Concha Méndez. Memorias habladas, memorias armadas (Mondadori, 1990), era un libro muy singular porque no había sido escrito directamente por ella, sino por su nieta, Paloma Ulacia Altolaguirre, quien efectivametne armó el material de la memoria viva que Concha iba desgranando oralmente desde su casa de Coyoacán, en México, aquella misma casa donde se quedó sola durante tantos años, después de que el tambièn poeta, Manuel Altolaguirre, la abandonara por una bellísima señora cubana, María Luisa Gómez Mena, junto a la que murió poco después en España, en un accidente de automóvil, cuando volvían del festival de cine de San Sebastián de 1952. Aquella misma casa donde murió Luis Cernuda, el amigo fiel, que se quedó a vivir con ella y a engrosar el mito, la leyenda dorada, de aquellos años llenos de luces y sombras.
Las memorias de Concha Méndez fueron una verdadera revelación o al menos debieron serlo, pero la recepción crítica del momento fue tan escasa como pusilánime y casi nadie supo darse cuenta de los horizontes que abría ese extraordinario testimonio en el estudio de la generación del 27. Para empezar porque pusieron de manifiesto la existencia, mal conocida y peor documentada, de una serie de mujeres que tuvieron una actitud rompedora en la sociedad de su tiempo y que desarrollaron una actividad constante y destacada como escritoras, pintoras y en algunos casos, como el de María Zambrano, filósofas, y a las que se les ha escamoteado sistemáticamente su papel protagonista y puntero en la gestación y floración de dicha generación, una vez aceptada (y hace ya tiempo que lo hemos hecho) la hipótesis de su efectiva existencia como grupo generacional. Me refiero además de a la propia Concha Méndez, a Ernestina de Champourcín, Rosa Chacel, María Zambrano, Consuelo Berges y a todas esas mujeres del Lyceum Club que lucharon por una sociedad más abierta y a las que, por muy ridículas que nos puedan resultar a toro pasado algunas de sus manifestaciones, no se puede ni mucho menos calificar de tontas ni de locas. Muchas de ellas llegaron a obtener reconocimiento en sus respectivos campos pero a todas ellas se las excluyó de su generación, de su ambiente, al que tenían tanto derecho como sus colegas varones.
Respecto a Concha Méndez, voz singularísima en poesía, la tradición ha querido relegarla al plano de segundona de su marido, Manuel Altolaguirre, minimizando su activo papel de impresora, dramaturga o guionista de cine e incluso su indiscutible entidad como poeta. Concha fue una joven arriscada, campeona de natación, gimnasta, novia secreta de Luis Buñuel durante muchos años (secreta porque él la mantenía alejada de sus amigos hasta que ella se rebeló y se presentó sola a los amigos de la Residencia) que muy joven se marchó de casa, a la aventura, cruzando océanos sólo por el placer de conocer mundo y cambiar de aires. Ella, y por ejemplo su amiga de correrías, Maruja Mallo, magnífica pintora de la que sólo se destacan sus barrabasadas juveniles, son mucho más que un puñado de divertidas anécdotas. Ni sus vidas ni sus obras pueden quedar limitadas a eso, como tampoco Dalí y Lorca son conocidos tan sólo por Los putrefactos. Está claro que todavía hay una vara diferente de medir (y de pegar) a las mujeres, tanto en su casa como en la historia.
Sólo María Zambrano, enigmática y sugerente filósofa, vivió lo suficiente para ver reconocidos sus méritos y conocer discípulos. Nacida en Vélez-Málaga en 1904, siendo niña se trasladó con su familia a Segovia y a Madrid. En esta ciudad, María estudió Filosofía y fue discípula predilecta de Ortega y Gasset. Desde muy pronto formó parte de esa clase intelectual que siempre la rodeó: dio clases en la Universidad Central, frecuentó la tertulia del Pombo y empezó a escribir y a publicar. En 1939 con el final de la guerra llegó para ella el exilio: Cuba, México y Puerto Rico. Luego, de vuelta a Europa, la encontramos en Roma en 1953 hasta que, por culpa de su amor a los gatos, se vio envuelta en un suceso que la obligó a marcharse de Italia en 1964. En Suiza, permaneció en una soledad fecunda hasta 1984, fecha en la que ya con la salud muy deteriorada, abandonó Ginebra para regresar a España. En 1988 recibió el premio Cervantes. Murió en Madrid el 6 de febrero de 1991. “Estamos en la noche de los tiempos –le dijo poco antes a un amigo- hay que entrar en el cuerpo glorioso”.
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